dossier Especial: Diario de la pandemia JUN.2020

Respiraciones

Daniel Saldaña París

Cuando tenía nueve o diez años empecé una relación por correspondencia con una niña que vivía en un pueblo minúsculo del desierto de Atacama, en Chile. Era la hija de un amigo de mi papá —una especie de tío putativo del que escuchaba mucho y sabía muy poco—. La niña y yo nos vimos una vez, durante una visita suya a Cuernavaca, y apenas cruzamos un saludo incómodo ante la mirada expectante de los padres. La timidez hacia el sexo opuesto nos había acalambrado durante ese encuentro, pero luego ella volvió a Atacama, mi papá me propuso que le mandara una carta y algo en esa idea me atrapó de golpe. No recuerdo bien qué le escribía; supongo que anécdotas triviales sobre mi escuela, o descripciones de mi unidad habitacional y su árbol de mangos, o cuentos descaradamente plagiados de las antologías sobre vampiros que leía en aquel entonces. Ella, quiero creer, me contaba del desierto, de los pleitos con sus amigas o del jardín de su casa. Empiezo esta séptima semana de cuarentena con una sensación parecida a la de mantener correspondencia con una desconocida en Atacama. Escribo, con la mirada restringida por estas cuatro paredes, para un mundo —un futuro— que me resulta tan ajeno e inimaginable como la vida de aquella niña en su desierto. Destinatario: lo Otro insondable, dirección conocida, muy al Sur. POR AVIÓN.


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Cada vez es más insostenible la falacia, esgrimida contra mí mismo, de que si estoy muy ocupado y hago mil cosas a la vez no se me va a volcar el rebasado vaso de angustia que llevo en el pecho todo el tiempo, tambaleante. Cada vez me sorprendo con mayor frecuencia recitando versos sueltos como mantras: “Quiero dejar claro que esto es completamente distinto/ a lo que escribí antes”, “Los infantes de Aragón, ¿qué se fizieron?”, “Murió mi chica, murió mi chico, desaparecieron todos”. Un par de veces, estando distraído, me descubro pensando en ese corto de Kurosawa, que forma parte de Sueños (1990), en el que un oficial, a su regreso de la guerra, atraviesa un túnel y escucha, detrás suyo, los pasos de un regimiento entero que lo sigue: el regimiento a su cargo, masacrado en batalla. La cuarentena se me figura un poco a ese túnel, habitado por el eco de mis fantasmas —literales o figurados— y en cuyo extremo opuesto me espera la promesa de una normalidad que ya nunca podrá ser la que era.


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Berkeley’s Island (1999) es un video del artista israelí Guy Ben-Ner donde lo vemos interpretar una versión de Robinson Crusoe en la cocina de su departamento. Hay un montículo de arena y una palmera, un náufrago y una alacena, refrigerador, estufa y microondas. La voz en off de Ben-Ner va leyendo las entradas de un diario. El video tiene un sentido del humor que pasa de lo ridículo (el náufrago hace cantar a su pene) a lo enternecedor (el hijo de Ben-Ner irrumpe en la isla y se pone a jugar con la arena). Desde la segunda semana de la cuarentena me acordé de esa pieza y volví a verla. Hay algo absurdo en vivir un naufragio doméstico, en tener que esperar la salvación o el rescate en un espacio íntimo y conocido. Por eso, cuando escribo en mi diario, tengo por momentos la necesidad de emplear ese tiempo verbal, tan característico del juego, al que llamo pretérito lúdico: “Y entonces yo me encerraba en el cuartito de la azotea y tú te encerrabas en el estudio y el perro se ponía a ladrar porque ya no sabía estar solo”. Un apocalipsis de andar por casa, que exige ser actuado en clave cómica mientras se vive, simultáneamente, en clave trágica. Como si la experiencia y su representación coincidieran en el tiempo pero no en el tono.


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¿Cuánto silencio cabe entre dos párrafos? ¿Cuántas respiraciones —de qué profundidad— se pueden esconder entre el punto y aparte y la mayúscula que se levanta al final de una sangría? Una respiración. Otra. Dos aquí, lentas. Entre cada una, oí cantar a los pájaros; más lejos, una especie de taladro y el sonido de los coches, pocos, sobre avenida Insurgentes; en otra parte, la campanita de un camión de la basura. Sé que esta cuarentena es, para mí, una demorada despedida de la Ciudad de México. No sé si puedo seguir viviendo aquí después de todo esto. Este encierro con ventanas digitales me ha hecho extrañar, y mucho, la época en la que vivía a las faldas de un cerro, donde podía caminar sin ver a nadie hasta expulsar la angustia. Un silencio más hondo entre los párrafos. Cuatro respiraciones.


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Hace un par de días volvió la artritis reumatoide. Los factores psicológicos las solanáceas crudas el estrés la postura al escribir: quién sabe. Mi sistema inmune, paranoico, vive en pandemia permanente desde hace seis años, sintiéndose atacado por las células más inocuas. El Covid-19, ese enemigo invasor, se pasea por las calles soleadas mientras mi cuerpo jura haber encontrado al verdadero enemigo agazapado en sí, como en ese poema de Cavafis donde al final se revela que los bárbaros siempre estuvieron dentro de la ciudad amurallada. Un hombro de pronto rígido, tumescente. La noche una bolsa de hielos que nunca terminan de derretirse. El dolor frustra cualquier proyecto de viaje astral: me amarra de cerca a mi propia carne —un nudo apretado que me exprime entero y borra toda fantasía de dualidad platónica—. El cuerpo siempre: en cuarentena a veces, cuando Ana pasea al perro, bailo en la sala, sin música, mirando por la ventana ese espejismo de rascacielos que hay a lo lejos, hacia el poniente. Cuando se impone el cuerpo, todo es de pronto su territorio: se apagan las voces, las imágenes, los marimberos con cubrebocas que tocan “Veracruz” de Agustín Lara siete pisos abajo. Doblemente encerrado, ensayo movimientos mínimos, imperceptibles. Si antes subía a la azotea para despejar la mente, ahora me consuelo con cerrar los ojos.


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Las pilas de libros van creciendo en los bordes de mi escritorio. Bajo la excusa de que debo apoyar a las librerías en estos tiempos difíciles, le he dado rienda suelta a mi compulsión y hago un pedido a la semana. Pero, más allá de esa motivación falsamente altruista, siempre me ha parecido que comprar libros abre una promesa de futuro. No sé qué mundo nos espera al otro lado del túnel, pero estoy apostando todo a que también allí seguirá siendo posible esa forma de soledad conversada que es la lectura. Mientras, los muros de libros retractilados construyen un hogar sobre mi escritorio —al centro, hoguera frágil, mi computadora encendida—.


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Querida amiga de Atacama: ¿Cómo va todo? La albahaca que sembré en el balcón crece muy lento; todas las mañanas miro las hojitas un tanto decepcionado. Quiero llenar mi casa de esas flores que sólo huelen cuando oscurece, como si estuvieran hechas para filtrarse taimadamente en los sueños. No soy capaz de escribir más que en jirones, esquirlas, párrafos deshilvanados con respiraciones en medio. Y algunas preguntas: ¿Cómo se ve el mundo desde tu casa? ¿Qué le pasa a tu cuerpo en cuarentena? ¿Cuánto crece el desierto por las noches? ¿Por qué me hace llorar la mirada de algunos animales? Los infantes de Aragón, ¿qué se fizieron?

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Imagen de portada: Una casa en Atacama. Fotografía de Chris Hunkeler, 2015. CC