En un fragmento de La peste de Camus se lee:
Además, la epidemia parecía retroceder; durante unos días no se contó más que una decena de muertos. Después, de golpe, subió como una flecha. El día en que el número de muertos alcanzó otra vez a la treintena, Rieux se quedó mirando el parte oficial que el prefecto le alargaba, diciendo: “Tienen miedo”. El parte contenía: “Declaren el estado de peste. Cierren la ciudad”.
Al parecer estamos condenados a repetir una y otra vez la historia de las estirpes destinadas a la soledad y el aislamiento. Los virus y las epidemias han acompañado a la humanidad a lo largo de su historia. Diógenes Laercio cuenta cómo Sócrates sobrevivió a la plaga de Atenas: “Tanta era su templanza en la comida, que a pesar de que muchas veces hubo peste en Atenas, nunca se le contagió”. Esta epidemia causó tantas muertes que incluso llegó a inspirar en el siglo I a.c al poeta y filósofo romano Lucrecio quien terminó su poema filosófico De la naturaleza de las cosas con los siguientes versos:
Preciso es que nosotros desterremos Estas tinieblas y estos sobresaltos, No con los rayos de la luz del día, Sino pensando en la Naturaleza: Mi voz la cantará con nuevo aliento
También en la Biblia abundan las alusiones a la lepra y los leprosos. Y las normas rabínicas para enfrentar esta enfermedad obligaban al leproso a aislarse y avisar a la comunidad de su dolencia. Además, la ley mandaba que los otros debían permanecer alejados de una persona que sufría de lepra por dos metros y, si soplaba aire, por más de cuarenta. El enfermo debía estar fuera del campamento, lo que significaba vivir aislado del vínculo humano y perder la hospitalidad de la ciudad. Y está también la parábola del rico Epulón, narrada por Lucas, quien diariamente celebraba suntuosos banquetes y echado junto a su portal, cubierto de llagas, un leproso de nombre Lázaro, comía las migajas que caían al suelo. No lejos de ustedes el sonido de una “campana” improvisada o unas castañuelas advierte la presencia del leproso, del indeseable, del Otro. Se presume que una de cada 30 personas estaba infectada de lepra en la Europa medieval. Un síntoma de la lepra fue la pérdida de la voz — ¿quién no ha experimentado esa pérdida estos días de la COVID-19? La voz falta… Las palabras se agolpan en la garganta, pero no salen, mueren antes de nacer, dan sus frutos muy temprano y sucumben antes de madurar, como las plantas del jardín de Adonis bellamente evocado por Platón en el Fedro, ese famoso diálogo dedicado a la persistencia de la memoria y el olvido. ¿Me pregunto qué significó esta pérdida irreparable de la voz para las personas que estuvieron conectadas a un ventilador mecánico estos meses? ¿Qué pudieron sentir las doctoras y los enfermeros al momento de tener que apagar el ventilador para ayudar a morir? Ahí también se tuvo que experimentar la sonoridad del parpadeo y el silencio de la UCI en medio del ajetreo de las camillas. Étienne de la Boétie —gran amigo de Montaigne—murió en 1563 por la epidemia de la peste negra que asoló Europa durante dos siglos y de la cual hablaron tanto los filósofos. Años más tarde, el propio Montaigne huiría a Burdeos para salvar su vida. Él escribe: “Si me presionan para decir por qué lo amaba, siento que esto sólo se puede expresar respondiendo: porque fue él, porque fui yo”. Y es que, en definitiva, de eso se trata la existencia: de que es uno el directamente concernido y otro con quien compartimos un parte infinitesimal del universo. Lo que está en juego ahora es la posibilidad de abrazarse más que la regla de guardar la distancia social estricta entre los cuerpos para evitar el contagio. Ya estamos todos contagiados de miedo y ansiedad y esta enfermedad durará quizás años o siglos y de poco servirá lavarse las manos con lejía, tomar alcohol o bañarse con desinfectante. Hay una sensación de suciedad, de inmundicia que nos carcome de manera subterránea. Estamos todos untados de algo que no vemos pero que se pega a los objetos, a las monedas, al pasamanos del autobús y que perdura en los botones del ascensor y en las miradas vigilantes e incrédulas de quienes aún habitan el mundo. En el Diario del año de la peste, Daniel Defoe —el autor de Robinson Crusoe— narra cómo los más ricos se agolpan en los caminos para huir de Londres. Por estos días hemos visto cómo miles de ricos neoyorquinos se agolparon en el aeropuerto para huir de un Nueva York azotado por la pandemia. Hoy sigue habiendo millones de Lázaros muriendo en las puertas de ricos Epulones pues como dijimos antes: la historia se repite. En Nueva York, uno de cada tres fallecidos a causa del virus es latino y viven principalmente en Queens donde el hacinamiento, la pobreza y el abandono de uno de uno los países más ricos del mundo son proverbiales. El virus se propaga más fácilmente en vecindarios con mala calidad de aire y deterioro habitacional. Según la OMS, en el mundo hay 663 millones de personas sin acceso a agua potable. Mientras que los políticos corruptos hacen contratos millonarios a expensas de la epidemia, en La Guajira de Colombia, el pueblo de los Wayuu está destinado al olvido y a la pandemia del hambre. Mientras tanto, en Chile —desde donde escribo estas letras— el descontento social aumenta sigilosamente y un presidente solitario pasea por una “Plaza abandonada”; y en Nicaragua la corrupción y la desinformación frente a la desaparición del presidente Daniel Ortega, quien se tomó un receso de 34 días en plena crisis por el coronavirus. En Loreto, una de las regiones del Perú, más azotadas por la COVID-19, las personas se ven obligadas a morir en sus casas porque los hospitales están desbordados. En México la política de austeridad y negación del presidente López Obrador agrava la situación de los más pobres. Parte de la tragedia que vive Nueva York se explica por la injusticia estructural y las disparidades en salud de larga data. Muchas comunidades negras estadounidenses pertenecen a esa fuerza laboral para quienes el lujo del aislamiento está totalmente fuera de alcance. En España el presidente Pedro Sánchez firmó un decreto para que parados e inmigrantes temporeros vayan a los campos a recoger las cosechas y así evitar el desabastecimiento. Me pregunto si pasada la urgencia se creará un camino hacia la ciudadanía para que muchos de estos trabajadores puedan acceder a derechos sociales. En gran medida, la alta tasa de muertes por coronavirus en muchos países está asociada a problemas vinculados al racismo ecológico. No es lo mismo pasar la cuarentena en Hudson Valley que pasarla en los barrios latinos como el sur de El Bronx o el East Harlem. La COVID-19 revela claramente las urgencias aplazadas: las vulnerabilidades de los inmigrantes y, en particular, los hogares dirigidos por mujeres que trabajan en labores domésticas o como cuidadoras con bajos salarios. Las enormes barreras que existen en el acceso a servicios de salud y bienes básicos son una prueba de las violencias traslapadas de larga data. Todas estas desigualdades aumentan la vulnerabilidad de comunidades de inmigrantes, minorías y trabajadores temporales que no tienen un lugar al cual llamar casa. Guardando las diferencias que la costumbre y el contexto obligan, uno puede encontrar en la crisis que vivimos algunas similitudes con el caso de los leprosos obligados a vivir fuera del campamento, fuera de la hospitalidad de la ciudad. La crisis que vivimos no es sólo epidemiológica, ante todo es una crisis de todo el sistema de valores sobre el que hemos edificado la civilización occidental. La crisis concierne a las emociones políticas atomizadas y a nuestros miedos patológicos. Los métodos y medidas que tomemos para encarar la crisis marcarán para bien o para mal a las futuras generaciones. La vida social del futuro puede ser sometida a una vigilancia epidemiológica estricta, pero podemos ser más creativos y menos reactivos: podemos desarrollar un enfoque de medicina planetaria preventiva para evitar el colapso de los ecosistemas y el deterioro de la vida silvestre que constituye el eslabón roto de esta pandemia. Hay miedo por la pandemia, pero el miedo más profundo y corrosivo es el miedo ante el futuro que concierne a una perdida de confianza en la vida y en el vínculo humano como base de la vida en común. El miedo más grande es que otros puedan decidir sobre nuestras propias urgencias, que puedan incluso imponernos qué desear, cómo y cuándo salir a la calle y que nos impidan, incluso, hacer el duelo por nuestros seres caídos. El miedo consiste en no tener a mano las palabras propicias para saber nombrar esto que acontece.
Siempre pensamos que el mundo era algo elemental y que la vida era una cosa manifiesta, incluso llegamos a creer que vivir era algo acabado, fijo, lineal, sin sobresaltos. Pero tan pronto empezó el encierro, advertimos que las paredes tienen vida propia y que hay pequeños jardines en las azoteas, artistas disimulados detrás de las ventanas, vecinas escritoras a quienes nunca prestamos la más mínima atención. Siempre pensamos que vivir era cosa de pasar el rato: ir al centro comercial para tener la sensación de que formamos parte de algo, comer en McDonald’s para sentirse viviendo en el mundo capitalista. Tan sólo ahora sabemos que la vida puede ser algo más básico: arrullarse en una mecedora, comer un plato de lentejas, sacar a pasear el perro… Siempre pensamos que vivir era ir al trabajo, pagar los impuestos. Leer los periódicos, ver las noticias, pasar tiempo en las redes. Sólo ahora intuimos que la luz del sol es nueva para quien vuelve del sueño y que no hay nada oculto entre dos puntos suspensivos. Siempre pensamos tenerlo todo controlado. Ahora empezamos a advertir que siempre fuimos vulnerables a la naturaleza y que ahí afuera hay cosas diminutas con las que no sabemos lidiar. Ahí es cuando uno se da cuenta de que la casa puede contener mil demonios y el amor puede durar el tiempo que tarda una flor de durazno en caer al suelo. No nos queda otra alternativa que aprender a lidiar con nuestra fragilidad ontológica. El mundo es mucho más ondulante y serpenteante de lo que imaginamos y estas horas pesadas y silbantes tienen una profundidad desconocida. Hay en los ventanales de casas y edificios personas muriendo, otras juegan cartas, beben whisky o tocan la trompeta. Por estos días todos hemos visto escenas bizarras en nuestras azoteas y balcones. Uno hace aeróbicos, otro toca el contrabajo, una, más allá, da un concierto de ópera, hay un loco que no cesa de gritar en su ventana: ¡que vivan los virus! ¡Abajo los hombres! Ahí es cuando uno comprende el ruido que dejan las cosas al caer y el hedor que va dejando la peste. Lo grotesco que es ver cavar fosas comunes para enterrar a otros con quienes compartimos el mundo y que como nosotros se preguntaron quién sería el próximo. Todos tratamos de disimular el miedo y de no correr cuando nos atravesamos con alguien en la esquina del vecindario.
Jeyver Rodríguez es poeta, filósofo y magíster en Pedagogía UIS, en Colombia. Candidato a doctor en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Colaborador del Queensland Bioethics Centre. Profesor de ética y bioética en la Universidad Adolfo Ibáñez. Me interesa la vulnerabilidad de la Tierra, el ser ecológico y la interdependencia. En busca de simbiontes para trabajar por un enfoque de Medicina Preventiva Planetaria. Vive en Santiago de Chile. Tuitter: @JeyverRodriguez
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Imagen de portada: Leproso usando traje distintivo y castañuelas en la Edad Media. Wellcome Collection CC