Es imprescindible acercarse a las revoluciones separándolas del romanticismo que las acompaña, para tratar de entender los errores de la misma revolución. Esto lo he visto en el mundo árabe y en México, mi primer país, en el que un poco de autocrítica nos permitirá entender cómo la fantasía revolucionaria se convirtió en un disfraz que ocupó el lugar de la realidad, mientras esa realidad se comió todas las esperanzas de un mejor lugar.
M. S. A., Pensar Medio Oriente
Es probable que al reflexionar sobre ciertos eventos sea difícil distinguir si se pueden considerar revolucionarios; si se está hablando del evento en sí, del espíritu con el que se dio, o incluso, con el que se vio. Escribo esto por una sola razón: las manifestaciones que se comprenden como la Primavera Árabe no fueron una revolución, pero contaron con un espíritu revolucionario amplificado por los que no formaron parte de dichas manifestaciones. Es más, quizás el primer problema al acercarse a los eventos que ocurrieron entre 2010 y 2013 en algunos países del norte de África y Medio Oriente sea su repetida percepción en singular. No fue una Primavera —si se está dispuesto a continuar con el apelativo entusiasta e inexacto bajo el que han sido nombradas—, fueron muchas. Puesto que Siria es el país de mi familia, no tengo forma de ser completamente objetivo. ¿Quién cercano a una revolución puede serlo? La visión del ganador no será la del vencido, la del vencido no será la del que quedó al desamparo de ganadores y vencedores. La distancia del observador nunca entenderá la vulnerabilidad de quienes participaron, los que participaron no contarán con la incertidumbre del que estando ahí sólo presenció. En 2010 compartí el entusiasmo de las revueltas en Túnez. Las denuncias eran tan justas como las que siguieron en Bahréin, Libia, Egipto y, más tarde, Siria, entre otros. Con temor, las sonrisas eran abundantes. Hay un punto en que se puede sonreír con miedo. Todos los que pertenecemos a esos países sabíamos qué era vivir bajo un régimen autoritario —México no conoce la magnitud de los medio-orientales—, conocíamos el miedo de cruzarnos con la policía secreta y aceptábamos que la vida alejados de ella era complicada. En 2011, tras las protestas en la Plaza Tahrir, canté el himno nacional de la República Árabe Unida, cuando Siria y Egipto fueron un solo país. Fue mi canción de infancia, tarareos de una casa en la que por un tiempo era impensable regresar a Damasco sin ser detenidos por el Mukhabarat, la policía secreta. Es difícil expresar la euforia de la ilusión contenida. Por unos meses se pensó que las décadas de control por parte de las dictaduras iban a terminar. Pocos días de presión en El Cairo dieron resultados inauditos. Los militares, por sus propias convicciones, pragmáticas como de costumbre y poco involucradas con la población civil, no se colocaron de su lado como se ha entendido, sino contra la inestabilidad que causaría la permanencia de Mubarak en el poder. Su caída permitió augurar que otros le seguirían. Existió en esos días una credulidad que desconocía nuestra historia, y la real imposibilidad de imaginar lo que pasaría años más tarde. De lo último no hay reclamo; era en verdad inimaginable que el mundo árabe llegaría a padecer los niveles de violencia que terminaron por destruir Siria o Yemen, y que vería surgir uno de los frutos más podridos de nuestra época: el Daesh, el Estado Islámico.
Al iniciar las protestas en Siria, supe de mis amigos cargando pancartas a las afueras de la universidad, de mi tía temerosa porque les fuera a suceder algo a sus sobrinos, de mi tío angustiado por si sus hijos se metían en problemas. Las protestas eran nuevas para las generaciones más jóvenes. Él, junto a mi madre y sus cercanos, había marchado por el partido comunista y en contra del Partido Baaz, que tras más de seis años de guerra civil aún se mantiene en el poder. Conforme fueron avanzando los meses, el escepticismo ganó terreno. El crecimiento de la violencia en Libia, a manos del ejército de Gadafi, y la posterior participación de las tropas de la OTAN para perseguirlo, fueron anuncio de la inestabilidad. En todos estos países que vieron levantamientos sociales, los denominadores comunes eran el hartazgo hacia los sistemas autoritarios y la inmensidad de su corrupción, pero también era coincidente la nula idea de qué hacer en caso de tener éxito en las peticiones que impulsaron a salir a las calles, o cómo hacer para que las protestas cobraran un carácter político que no fuera aniquilable por el salvajismo de los regímenes. Por esta razón he insistido en llamar a las Primaveras Árabes el triunfo de la ingenuidad. En países donde el derecho de reunión era increíblemente limitado, las redes sociales y métodos de comunicación digital resolvieron los problemas de convocatoria a los que se habían enfrentado las inconformidades de la región. Incluso con similitudes en sus muy diversas demandas, dichas inconformidades fueron insuficientes para tener un ideario —ni político, social ni militar— que pudiera hacer frente a los escenarios que se desarrollaron. En Egipto, por ejemplo, con la toma de control de los militares y unas elecciones que obligaban al respeto de partes que tradicionalmente se negaron entre sí. En Libia, la violencia e ira de una población legítimamente enojada dio lugar a una estructura que después de las primeras incursiones de fuerzas internacionales fue abandonando las nociones de Estado para recuperar sus raíces tribales. En Yemen, las rencillas entre tribus o por motivos religiosos se mezclaron con los instrumentos de lucha por la hegemonía local. Estos ejemplos encontrarán sus pares en cada país influido por el espíritu revolucionario de las Primaveras. Dos casos se distinguen, uno a cada extremo de la balanza. Túnez, país donde iniciaron las protestas y que logró medianamente algunos de los objetivos buscados, y Siria. Por sus consecuencias locales, regionales y globales, Siria es el ejemplo con el que hay que medir las Primaveras. Desde la época de las primeras prédicas coránicas, Siria ha representado las virtudes y defectos de la zona. Siria es el ejemplo de las disfuncionalidades de Medio Oriente. Es el epítome de la cultura, también de la violencia. Sin embargo, en el siglo XXI Siria fue lo que nunca esperamos. Las Primaveras no fueron revoluciones porque no contaron con un ideario revolucionario, sólo con su espíritu. Si les queremos llamar revoluciones es porque resaltaron todos los problemas de los lugares que las vieron surgir. En las revoluciones históricas, el revolucionario no estaba necesariamente interesado en cambiar lo que funcionaba mal, sino que trataba de eliminar toda la estructura de lo que hacía mal. Las Primaveras no se acercaron a esa intención. En el caso sirio, la mayor muestra de ingenuidad fue pedir la modificación de hábitos sin tocar la permanencia de los sujetos de esos hábitos. Durante meses las calles pidieron apertura laboral, libertades democráticas y ataque a la corrupción, sin exigir la deposición de una dictadura que supera cuarenta años en el poder. Se ignoraron cada uno de los códigos de la violencia que se conocían perfectamente. Fue como si una existencia llena de abusos, de torturas, de masacres, no fuera a repetirse. Se olvidó el carácter criminal de los asesinos.
Las revoluciones tienen una visión de permanencia. Las Primaveras dejaron todo menos a las Primaveras. Es tan fácil decir revolución. Salir a la calle con una proclama no es ser revolucionario, es salir a la calle. Los eventos de 2010 a 2013 fueron el detonador que abrió la caja de Pandora. Ya nadie habla de ellas, ya nadie piensa en qué pudo haberse hecho de otra manera. La guerra en Yemen no recuerda esos días, la guerra en Siria ya no recuerda nada. Ninguna de las manifestaciones intentó cambiar las raíces de los conflictos: la relación abominable de todas las estructuras de poder medio orientales con los códigos religiosos. Política y religión son indisociables en nuestros países. Esto no quiere decir que sean teocracias. Es algo mucho más grave. Siria, para continuar con el caso emblemático, era dentro de todo un país medianamente secular en el que las estructuras verticales del autoritarismo eran comparables a las de una teocracia. ¿Por qué? ¿Por qué estos gobiernos autoritarios habían echado tales raíces? Porque no era necesaria la religión para comportarse como religiosos. Porque desde una idea supuestamente civil se logró que el individuo no fuera ni remotamente tan importante como la comunidad. Y las Primaveras Árabes defendían la individualidad de quienes salieron a la calle. El llamado central era la libertad, y la libertad nunca es grupal, siempre es individual. Las revoluciones tienen que juzgarse por sus consecuencias, no por sus intenciones. Hacerlo de otra manera es atarse al romanticismo de una idea en la que terminan por desecharse las vidas de la gente que participó en ellas. Tres años después de las primeras protestas, mi familia se había reducido. Mis tíos murieron en ese tiempo, mis primos migraron a Dubái, Estados Unidos y una, la mayor de nosotros, vivía entre Beirut y Damasco. Rescato lo personal para mostrar lo que se repite, con dimensiones mucho más grandes y dolorosas, en el resto de Siria, en Egipto y en Libia. A la muerte del hermano de mi madre, su mujer decidió permanecer en su departamento para esperar la muerte. ¿Qué se hace con quien aguarda la muerte porque es lo mejor a lo que puede aspirar? La prima que vivía entre Líbano y Siria se quedó para visitar cada tanto a su madre. Ignoro si lo sigue haciendo. En el transcurso de una de sus visitas, su hija iba caminando con un amigo en el barrio cristiano de Damasco cuando un misil cayó a su lado. El amigo murió y ella tuvo que permanecer en el hospital. De la llamada que me dio noticia de aquello sólo recuerdo dos cosas: la fragilidad y el desamparo. ¿Todo para esto?, se me preguntó al otro lado de la línea. Ese todo eran las Primaveras Árabes. Es imposible pensar éstos o cualquier otro movimiento social en términos geométricos y absolutos, pese a lo definitivos que llegan a ser sus desenlaces. Entraré en lo que se puede entender como una contradicción, pero los humanos somos nuestras contradicciones: las Primaveras Árabes debían suceder. Por su poco valor en la jerarquía del discurso reflexivo, le hemos quitado a la esperanza su importancia en la escala de motivaciones de las sociedades. Sólo que la esperanza es la pasión más necesaria para la supervivencia. No existe una sola razón para justificar las condiciones de vida previas a las Primaveras. La brutalidad de aquellos regímenes era inefable, y aunque la violencia posterior ha sido aún más grave, el juicio desde la relación del mal menor es demasiado injusto. El problema no fueron las Primaveras, por eso ni en Libia, Yemen o Siria son sujeto de estudio o punto de partida para las discusiones hacia la paz. El conflicto es la longevidad de los sistemas que participan en la composición política y social del norte de África y Medio Oriente. La vocación criminal de los gobiernos de estos países siempre estuvo ahí, como lo está el sectarismo religioso. El radicalismo de los grupos extremistas retrocedió el desarrollo social de la región unos tres siglos, pero con todo y su otrora menor capacidad de hacer daño, ya se encontraba en el día a día de los fundamentalistas. La injerencia de potencias internacionales y regionales era todo menos nueva. La indiferencia del mundo, también. ¿Qué pasó entonces? ¿Qué puede pasar? Los defectos que quisieron combatir las Primaveras crecieron por la naturaleza de los mismos defectos. Hay un momento de definición en todo esto. Existe la tendencia a responsabilizar a Occidente por las tragedias de la región. Hay mucho de ello, por supuesto, pero no el lugar común que he escuchado y leído en los últimos años. Si tomamos el caso de Yemen y Siria, dos países pobres, no eran sus recursos naturales los que se encontraban en disputa. Éstos son muy reducidos. El punto de inflexión tiene dos caras. En Yemen, la indiferencia masiva del planeta y la crueldad de sus vecinos llevaron a la peor crisis sanitaria de la que puedo tener memoria. Un país consumido por el cólera y la falta de alimento. La hambruna como medida punitiva para reducir las oposiciones políticas. Lo innombrable. En Siria todo pudo ser distinto si la administración del presidente Obama hubiese intervenido en el conflicto cuando se dieron los primeros ataques con armas químicas. La culpa occidental es ésa, haber hecho caso omiso a la responsabilidad que tiene en el planeta. Hoy, el resultado de las Primaveras Árabes debe pensarse desde la imposibilidad de levantamientos similares, porque no hay nada que levantar. La guerra absorbe la totalidad, desaparece lo que no forma parte de ella. La tragedia ya no es la corrupción o el autoritarismo. La tragedia es la anulación del futuro, como he repetido en distintos foros: ¿qué hace una sociedad a la que se le arrebataron sus porvenires? La atención debe caer sobre las principales preocupaciones, dejando de lado otras que con su crudeza piden esperar. En el fracaso más rotundo, es necesario negociar con los actores contra los que se levantó. Se trata de sentarse en la mesa con la barbarie. No con el terrorismo. Es la petición desesperada de abdicar a lo que un día se tenía derecho, para imaginar que no se necesitará morir por esos derechos. Es volver de forma voluntaria a la ingenuidad para vivir, ahora, entre las ruinas. La consecuencia más grave de los eventos que iniciaron en 2011 es la violencia que adoptó el fundamentalismo islámico. Ahí se tendrá que enfrentar la resignación: no podremos eliminar el terrorismo. El terrorismo no es otra cosa que la vía violenta y criminal de la utopía, y siempre habrá tantas utopías como entidades que construyan el hábito de identificarse con la idea de superioridad sobre los demás, capaces de buscar la anulación del otro. Hemos buscado razones definitivas donde las razones eran elásticas. Las motivaciones colectivas no han terminado por explicar las individuales. Fallamos en entender lo maleable de las Primaveras. Las afinidades con los grupos extremistas de hace unos años no corresponden necesariamente con las de hoy. A veces fue el miedo, otras la coerción, unas más las ventajas inmediatas. Las jerarquías de lo dañino se intercambian, un día fueron los dictadores, después Al Qaeda, más tarde Daesh. La criminalidad del fundamentalismo agrede a sus comunidades y hace daño al mundo entero. Los biempensantes insisten en criticar a quienes ven en el extremismo una forma del islam, olvidando que esa versión asesina lo es tanto como la forma pacífica de la misma fe. Entonces no es un problema doctrinario, aunque las creencias están cargadas de ellos. Es la manifestación violenta del dogma. Como toda religión, el islam ha pasado por una serie de transformaciones. Una fue la desarabización de lo musulmán, que descubrió el mundo al tener creyentes sin turbante que no hablaban una palabra de la lengua fuera del Corán. Los que se enfilan a la versión criminal de la utopía no han pasado por el aprendizaje del ver y crecer. Cada vergüenza que provocan, cada daño que infligen, cada proclama asesina, acercan a la desislamización del islam. Occidente deberá diferenciar las versiones para tratar el terrorismo como el mayor acto criminal: el que crea incertidumbres. Las comunidades musulmanas tendrán el trabajo más complicado. Aprovechar la elasticidad de las Primaveras para hacer que una versión de su fe triunfe sobre la otra. Generar los anticuerpos locales que impidan desde las comunidades el abrigo de la barbarie.