crítica Extinción NOV.2017

Escrito en el cuerpo de Jeanette Winterson

¿Por qué la pérdida es la medida del amor?

Pablo Valdés

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Es imposible no regresar a los mismos temas una y otra vez. Tal vez no pudo haber otros temas desde un principio. Nada nuevo bajo el sol, la historia como una enorme puerta giratoria: los griegos se sabían ya todas las rancheras. Los clásicos crearon los grandes temas para todos los que seguimos después. El resto de nosotros volvemos a ellos de una u otra manera y tomarlo en cuenta nos permite explorar en los pequeños resquicios dejados por ellos, por si queda algo más por decir. Sobra decirlo: siempre habrá algo nuevo por decir. La puerta giratoria está siempre en movimiento. La reinvención de las palabras no solamente es posible, sino indispensable: sin ella, el lenguaje muere, como en los cementerios de los que hablaba Cortázar. La repetición es la muerte. La inmovilidad es la muerte. El cliché es la muerte. El amor es el epítome del cliché. No es fácil escribir sobre el amor y decir algo nuevo. La adoración del cuerpo de la amada existe al menos desde el Cantar de los cantares (“Tu talle se asemeja al talle de la palmera, y tus pechos a sus racimos”). Recorrer el cuerpo de la amada, literariamente hablando, es una proeza, por la probabilidad del fracaso: el lugar común es tan amplio que lo difícil es no caer en él. Y es justamente esta proeza la que se propone Jeanette Winterson en su novela Escrito en el cuerpo. La novela narra, con humor y un desprendimiento casi religioso, las desventuras amorosas del narrador. Su antología de amores rotos incluye una anarcofeminista empeñada en explotar orinales públicos y afín a las palomas mensajeras (una de ellas se llamaba Besamerrápido); un fisicoculturista con aros en los pezones que fue criado por enanos; una novia adicta a las noches estrelladas y los matorrales; una trabajadora del zoológico sin mayor encanto que parecer un animal doméstico; y una dueña de un bar, gorda y cincuentona. La historia comienza con una embestida de imágenes propia de un manifiesto poético sobre el amor y el cliché:

Tú dijiste: “te quiero”. ¿Por qué lo menos original que podemos decirnos uno a otro sigue siendo lo que más anhelamos oír? “Te quiero” siempre es una cita. Ni tú lo dijiste primero ni yo tampoco, y sin embargo cuando tú lo dices y cuando yo lo digo hablamos como salvajes que han encontrado dos palabras y las veneran. Yo las veneraba, pero ahora estoy en completa soledad, sobre una roca tallada en mi propio cuerpo. […] Miro desesperadamente al otro lado para que el amor no me vea. Quiero la versión descafeinada, el lenguaje sentimental, los gestos insignificantes. El hundido sillón de los clichés […] qué felices seremos. Qué felices serán todos. Y todos vivieron felices.

Nuestro narrador se pregunta el porqué de su gusto por las mujeres casadas. Son relaciones fallidas de origen: su común denominador es enamorarse de alguien con quien sabe que no hay futuro posible. Pero la alternativa es todavía peor, conformarse a vivir en las convenciones sociales (un leitmotiv de la narrativa de Winterson): “sienta la cabeza, pon los pies en el suelo. Es una buena chica, es un buen chico”. Vivir el cliché del “felices para siempre”. Algo notable por su ausencia en este libro (conociendo la trayectoria de Jeanette Winterson) es el tema del lesbianismo. El género y la orientación sexual del protagonista son intencionalmente ambiguos durante la mayor parte de la novela, y el sexo de las parejas resulta inconsecuente a un grado envidiable. Esta ambigüedad del narrador es una pequeña muestra de la capacidad narrativa de la autora: la protagonista por momentos parece mujer (como cuando está con la anarcofeminista explotando orinales) y por momentos hombre (como cuando se pelea con el exesposo de su Louise). En ningún punto causa conflicto. El libro no busca aprobación ni escándalo: simplemente es. La autora no nos presenta el resultado pulido de aquella búsqueda de autenticidad. En su lugar tenemos las manos un libro que ondula entre los lugares más comunes, con frases dignas de una novela rosa (“hicimos el amor tan vigorosamente que la cama auxiliar corrió por la habitación empujada por la turbina de nuestra lujuria”, “déjame navegar en ti sobre estas briosas olas”), y otros que poseen una lucidez transparente, dolorosa. El desarrollo después de la pérdida adquiere una claridad lacerante, marcada por la ironía, la tragicomedia y la impiedad consigo misma:

Tu problema —dijo, limpiándose— es que quieres vivir dentro de una novela […] Supongo que era incapaz de admitir que había caído en la ratonera de un cliché tan absolutamente redundante como las rosas de mis padres al lado de la puerta. Buscaba el acoplamiento perfecto; el poderoso orgasmo que nunca duerme ni se detiene. Éxtasis sin fin. Estaba hasta el cuello en el cubo de agua sucia de la aventura sentimental.

El lugar común es tan amplio como para poder albergar también a los que tenemos una obsesión morbosa contra el cliché y queremos hacerlo todo absolutamente nuevo. ¡Somos tan predecibles! El cliché es tan infructuoso como nuestra obsesión por él. Pero, como dijo Hitchcock, “vale más partir del cliché que llegar a él”. Y la novela se salva, por fortuna, de las fatalidades, haciendo lo que mejor sabe hacer: narrar. Al despreocuparse de la originalidad absoluta, Jeanette Winterson despliega la prosa limpia e incisiva a la que nos tiene acostumbrados. El resto es historia. Por fin le cayó el veinte: es mejor tener pájaro en mano que ciento volando. Aún más: mientras todas las otras mujeres eran simples capillitas, el amor de su vida fue su catedral. Después de tener el alma en un hilo, de quedarse por meses con el Jesús en la boca, tuvo que hacer de tripas corazón y quemar las naves. El que no arriesga no gana, la tercera es la vencida. Pero para aplaudir se necesitan dos manos, y ella también tiene su corazón de pollo. Y vámonos que aquí espantan.

Lumen, Barcelona, 2017

Imagen de portada: Henri Matisse, Pareja entrelazada, 1948.