02 de febrero de 2018
Siempre me he preguntado para qué viaja un escritor. No se me malentienda: ya se sabe que los viajes ilustran, según quiere el lugar común, y resulta absurdo sostener que sólo puede escribir el que vive encerrado en una choza sin asomar las narices. En realidad, me parece maravilloso si el escritor se va al mar a surfear o si recorre la península de Anatolia, o el sur de Papua-Nueva Guinea en busca de la mariposa Duermevela, mientras lo haga porque le interesa o porque, como decía el bolero, la vida en su avalancha lo arrastró. Mi duda tiene que ver, en realidad, con esos otros viajes que el escritor emprende sólo porque lo invitan, porque a alguien que arma un programa cultural se le ocurre mandarle un correo y pagarle los boletos, los viáticos e, idealmente, los honorarios. Claro que los autores consagrados son requeridos en todas partes y sus periplos se justifican por el interés que levantan en la localidad que les paga la cuenta. Si cuarenta personas llenan una sala para aplaudirle a un escritor y escucharlo perorar, el organizador (que, por lo general, está utilizando dinero público, sacado de las arcas de una administración federal, estatal o municipal, o las de una universidad) triunfa en toda la línea. Si ofrece un taller y se llenan los lugares, lo mismo. Si lo consigue como jurado de un premio, igual. Se da un informe en el que se proclama que se invitó al Gran Maestro y las sillas resultaron pocas y no habrá auditoría o revisión de cuentas que lo repruebe. Como ése es el objetivo, pues se inflarán cifras o se hará lo que sea con tal de que el informe y el auditor sean felices. Pero, insisto: tampoco en eso pienso cuando me pregunto para qué viaja un escritor. Porque no se cuentan por docenas los autores que tienen en todas partes un público nutrido (y conste que las cuarenta personas que llenan un salón, o las veinte que repletan un taller, no son cifras como para una estrella del pop). En realidad, una buena cantidad de charlas, presentaciones y talleres se quedan, para decirlo con prudencia, a medio llenar, o de plano no se paran en ellas ni las moscas y hay que cancelarlas, situación que le propina al escritor un revés moral del que le cuesta mucho levantarse. Porque, sí, hay organizadores que convocan autores nada más porque les suenan de algo, o mandan traer al primo segundo de un amigo, y no se toman la molestia de averiguar previamente si alguien en su ciudad está interesado en arranarse en una silla para escuchar al invitado. Y porque son excepcionales los que, sabiendo que no hay público pero apostándole a que la obra del Joven Prometedor es sensacional, se encargan de formar un grupo de lectura con el suficiente tiempo como para que el Joven Prometedor se encuentre con que alguna gente de la localidad que lo está subiendo a un avión ya lo leyó y tiene ganas de escucharlo y hacerle preguntas. Bonita idea. Lástima que no ocurra casi nunca. ¿Qué es lo común? Un organizador rebasado por la cantidad de trabajo y con poco presupuesto, convoca a un escritor a visitar su localidad. Promueve su acto con los medios a su alcance (que son redes sociales y correos colectivos y poco más). Le ruega a un librero local (en muchos sitios, ese librero es un trabajador de la cadena pública Educal) que le consiga al menos diez ejemplares de la obra del invitado. Si el Joven Prometedor no tiene un grupo leal de amigos locales, a su acto asisten siete personas interesadas y otras cinco que bostezan porque fueron llevadas a rastras, o pasaban por ahí, o son profesores de los talleres de grabado del centro cultural sede y demuestran su solidaridad sentándose a mirar el celular en la última fila de sillas. Los libros no llegaron a tiempo, así que el Joven Prometedor habla de algo que solo él conoce ante un grupo de personas sin referencias claras y que terminan por aburrirse. El organizador, cuando todo acaba, porque no hay preguntas o alguien levanta la mano y da una conferencia sobre un tema que no tiene que ver, se lleva a cenar al invitado y le paga unos tragos por su cuenta si su institución no le cubre el alcohol de las facturas. A la mañana siguiente, un chofer se lleva al Joven Prometedor al aeropuerto. Cinco horas después de que despega llegan sus libros por paquetería, en una cajita. Los exponen en una librería en la que sólo entra la gente a preguntar si allí venden la laminita con la biografía del cura Morelos. Los libros se empolvan. El organizador se mete a Facebook y selecciona a otro Joven Prometedor para traer el mes siguiente. Pase lo que pase, al final del año presentará un informe hermoso. Y eso quizá tenga sentido para el funcionario organizador. ¿Pero el escritor qué piensa? ¿Le basta con salir de su trabajo un par de días y conocer alguna ciudad lejana, aunque nadie lo pele en ella? ¿Le basta con los tragos, pocos o muchos, que le invitan? ¿Para eso deja de escribir siquiera una línea? Si las respuestas son positivas, quizá su verdadera vocación podría ser otra. Vender cepillos, por ejemplo.
Imagen de portada: Antonio Seguí, sin título, 1987.