1. La conquista del asfalto
Plataformas de la estación del Metro Hidalgo, Línea 3, la de cintillo verde, pocos minutos después de las diez de la noche. Aún había restos de ajetreo de un viernes en medio de quincenas. Me refiero al tráfico humano y heterosexual. Tuve suerte de que el dealer accediera a verme a esas horas, generalmente dejan de entregar a las 8 pm. Hay repartidores de 24 horas, pero los muy ruines aumentan el precio de su mercancía conforme la media noche arrecia el sudor. Nos tienen perfectamente estudiados a los putos. Más a los insaciables. Saben que una orgía sin poppers es como una cerveza michelada con azúcar o una quesadilla de chicharrón sin grasa. Si el dealer era puntual, tendría dos horas libres. Buen tiempo para ver cómo seguía el desmadre de “La cajita feliz”, como se le conoce a los encuentros sexuales entre hombres en los últimos vagones del Metro después de las diez de la noche. A pesar del auge de las páginas de internet y apps diseñadas para los “encuentros” (eufemismo beato para citas meramente sexuales), el furor por vivir la adrenalina de “La cajita feliz” acapara hoy día hashtags y tendencias en foros virtuales donde se intercambian consejos para no ser arrestados o debatir sobre cuáles estaciones del Sistema de Transporte Colectivo Metro son las más socorridas para el cruising gay. Algo en la biología masculina hace que el deseo cobre una urgente relevancia. Casi siempre terminas descubriendo que eres gay gracias al manoseo de los espacios públicos o satisfaciendo el deseo en lugares cerrados como los últimos asientos de los cines porno, la conquista de los baños, vapores y saunas, y los cuartos oscuros de algunos clubes nocturnos. Al menos ésas eran las dinámicas cuando yo salí del clóset, durante los primeros noventa. En este entonces no había muchos derechos, o no los había, y lo que más se exigía en las marchas del orgullo era respeto a la diferencia. El internet parecía una extravagancia de ciencia ficción. La Zona Rosa, disimuladamente, empezaba a despuntar como el barrio gay de la Ciudad de México, soñando con reproducir la leyenda turística del Castro Street de San Francisco. También en ese entonces el cruising era una parte del orgullo, como dijo Laud Humphreys en su polémico estudio de los setenta, Tearoom Trade: Impersonal Sex in Public Spaces, el sexo entre hombres en los espacios públicos sucedió como una forma de desafiar los convencionalismos de una sociedad como la buga capitalista (como les decimos los gays a los heteros), aferrada a un consumo voraz y la aspiración a “realizarse”, que abraza la represión sexual y la doble moral como forma de coexistencia y sobrevivencia y te asume, sin preguntarte, como heterosexual. Hasta que demuestras lo contrario. El clóset es un invento de los heteros para no alterar su orden reproductivo. Humphreys decía que, en lugares como los baños públicos, al menos en los setenta, el deseo no discriminaba razas ni clases sociales, tampoco cuestionaba si afuera de los azulejos tenías una vida paralela, con esposa e hijos. Yo agregaría, además, que los hombres homosexuales sucumbimos al exhibicionismo de los espacios públicos como herederos de una naturaleza depredadora. Basta ver la cantidad de lugares de esparcimiento sexual de hombres homosexuales frente a locales pensados para mujeres lesbianas. Los mismos que salían a cazar animales durante las cavernas, ahora salíamos a la caza de la caricia efímera en los vagones del Metro, los parques o los baños del Sanborns. No todo era miel sobre barbas o pectorales. El radar gay a veces fallaba y la mirada caía sobre el mingitorio de un heterosexual. A veces había que defenderse, ganarse el wawis de cada día a punta de golpes. Recuerdo un tremendo altercado en los baños para hombres del viejo cine Savoy, en el Pasaje Savoy del Centro Histórico, sobre la calle 16 de Septiembre. Cuando entré, un señor de tupido bigote quería derribar a patadas voladoras una de las dos puertas que resguardaban los inodoros, “¡Pinches putos! ¡Me tienen hasta la madre! ¡Ni mear dejan!”. Le grité que el que no dejaba mear era él con sus gritos y que si seguía con su escándalo sería yo quien le partiría la madre. Siempre he sido dado a los madrazos para defender mi putería de la homofobia argüendera y fantoche en México, pero cuando la encaras termina por agazaparse como un animalito torpe. Pero también me gustan los madrazos por placer, por eso boxeo de forma amateur. El señor se largó no sin antes dar un portazo frente a la indiferencia de los empleados del cine y la señora que atendía la dulcería con más cigarros que golosinas. Del inodoro salió un hombrecillo flaco envuelto en unos pantalones que pretendían ser de cuero, parecía un muñeco pirata, con las extremidades morenas y la cara pálida del susto. Temblaba como gelatina tibia. Con todo, eran tabús latentes que se vivían con discreto orgullo, a pesar de que la estigmatización del SIDA era la peste paranoica que nos asediaba. A mitad de los noventa empezaron a surgir espacios que seguían el ejemplo del pasillo oscuro de El Taller de Luis González de Alba, de la calle Florencia en la Zona Rosa, el primer club sólo para hombres gay que de algún modo replicaba las dinámicas del sexo público; la extinta Estación, en la calle de Hamburgo, la primera Casita, allá en Viaducto, el primer edificio de tres pisos abierto las 24 horas los 365 días del año, diseñados ex profeso para el sexo entre hombres, uno a uno, tríos o grupal. Algunos baños de vapor terminaron cediendo a una tolerancia resignada ante la muchedumbre gay que se apoderaba de sus instalaciones, los Baños Señorial, cerca de Salto del Agua; los Finisterre, hoy institucionalizados como after hours gay oficial, y después vendría el Sodome, el primer sauna diseñado con altísima sofisticación a la altura de los estándares de Montreal o París, abiertamente homosexual y vigente al día de hoy. A veces creo que el tabú del sexo entre hombres en espacios públicos estuvo a salvo de los prejuicios durante esa segunda mitad de los noventa, un sano limbo en el que el VIH avanzaba hacia un control médico, y el sueño del matrimonio igualitario se abría paso en un mundo donde la diversidad era consigna de lucha.
2. Tabú de a cinco pesos
Puse la tarjeta sobre el lector electrónico. Descarga de cinco pesos. El torniquete tronó y entré al Metro Hidalgo. El dealer llegó puntual, como siempre y con el precio intacto. Junto con el sello alemán Toy Tonics Records, el dealer ha sido de los descubrimientos más benditos de este 2018. Te vende poppers importados de Europa a precios más o menos razonables, tomando en cuenta el tamaño de los frascos, que suelen alcanzar para varias horas de sexo sin nombres ni amor. Soy adicto a ese solvente sofisticado que son los poppers. Los compré aunque algo en mi cita me hacía sospechar que no habría sexo después de las cervezas. Él era algo así como un recomendado de un buen compa canadiense: “me dijo que eras bien punk en tus columnas, un disidente gay y que definitivamente tenía que conocerte”; el recomendado era de esos a los que les da por asumirse orgullosamente queer —en la acepción tan de moda hoy en día, muy ligada al trasnochado redescubrimiento del Vogue, el baile combatiente de negros e hispanos del Harlem que luego retomaría Madonna para popularizarlo alrededor del mundo—, actor de performances que cuestionan el heteropatriarcado con canciones de Selena, la reina del Tex-Mex. Sus mensajes me llegaron en el momento álgido de la borrachera, en sus fotos aparecía con la cabeza afeitada, una de mis debilidades, así que le mandé videos porno de cuando me grabo con el celular y él me contestó con los suyos. Pero estaba seguro de que no tendría sexo porque sus cejas pintadas de rosa rompían mis fantasías skinheads. Aun así, quedamos. En un principio propuso encontrarnos en el hotel Condesa DF: le dije que no mamara, que para empezar ese lugar era tan a la moda que ahora estaba pasado, porque la denominación DF es del pasado, anticuada como las primeras canciones de Natalia Lafourcade, los Tamagochi o la primera temporada de Sex and the City. Ahora es la CDMX. Y, además, que era muy hipócrita de su parte andar con discursos contra el colonialismo eurocentrista y sólo querer conocer locales tan idénticos entre sí como cualquier barrio gentrificado alrededor del mundo. Nos vemos en El Viena y te chingas. Cenaría en el Condesa DF, por lo que la cita se fijó a la medianoche. El Viena, la vieja cantina casi esquina con el Eje Lázaro Cárdenas, involuntariamente pionera en la institución del corredor gay-queer en que se ha convertido la calle República de Cuba del Centro Histórico de la Ciudad de México. Se dice que esos dos títulos de la televisión ayudaron a visibilizar a los homosexuales en plena agonía del siglo XX, a derribar tabús frente a los bugas y con ello a empujar algo de saneamiento al imaginario hetero respecto a los gays, para hacernos acreedores a derechos como el matrimonio igualitario y la adopción homoparental. Si bien hay algo de cierto en esa afirmación, no puedo dejar de pensar que más que derribar estigmas, nos domesticaron a imagen y semejanza de los bugas convertidos a la secta del éxito, consumistas, asiduos a las buenas costumbres y restaurantes minimalistas: “En este sentido, el Marais [famoso barrio gay de París] se ha convertido en un espacio de representación de una forma normalizada de vivir y entender lo gay; lugar de escenificación de una imagen viril, convencional, acomodada y empresarial del hombre homosexual. El gay de traje y corbata de la revista Têtu”, dice el maestro en sociología urbana de Lab´Urba, Instituto Francés de Urbanismo, René Boivin Renaud. Los franceses están muy obsesionados con el estudio de la geografía homosexual en las grandes urbes, herederos directos de la Historia de la Sexualidad de Foucault. Pero el ejemplo del Marais se presta a analogías en los barrios de otras ciudades. En la Ciudad de México tiene eco en las colonias Condesa y Roma, y la Zona Rosa con un twist más barato y pop. Fueron Carrie Bradshaw y sus secuaces fashionistas de la sin lugar a dudas entrañable e icónica Sex and the City, junto con Will & Grace y Queer as Folk, las series que devolvieron el sexo gay en espacios públicos, anónimo y exhibicionista, al estatus de tabú. Queer as Folk fue pionera en mostrar un ritmo de vida gay más realista, sí, aunque curiosamente la promiscuidad tenía un tufo de moraleja y castigo. De algún modo, esos shows televisivos lograron colarse al inconsciente gay, alterando la configuración del deseo e imponiendo nuevas claves de éxito y fracaso. Casi al mismo tiempo que nos tragábamos la idea de que el gay merecedor del respeto buga (¿hay otro?) era aquel que podía emular los estereotipos de poder adquisitivo de Sex and the City, los empleos glamorosos de Will & Grace o pagar los gimnasios de Queer as Folk. Las Sociedades de Convivencia empezaron a tomar forma en el entonces Distrito Federal. Los debates estuvieron plagados de golpes bajos, todos relacionados con el tabú de la sexualidad gay: “Pero ¡cómo los gays quieren casarse y adoptar hijos si son unos degenerados!”, decía espantado uno que otro diputado santurrón. “No todos” decía uno que otro activista. Por lo visto, para alcanzar ciertos derechos hay que hacerse de un poco de autodesprecio y vergüenza por el propio deseo para no parecer degenerados frente a la rectora moral buga, que es la que aprueba o niega nuestro acceso a la ley.
3. Gracias al matrimonio igualitario, ahora podemos ser como ustedes, bugas
Será porque no podemos esconder el tufo de homosexualidad calenturienta que los policías nos dejan ser en paz. A las diez de la noche, en el Metro, los policías siguen gritando con el mismo hartazgo enérgico de las horas pico mientras una resignada y pornográfica tolerancia gay empieza a respirarse en los pasillos, andenes, escaleras eléctricas y esos vagones anaranjados, heredados del urbanismo francés. Asegurado el frasquito en mis pantalones, tenía dos horas libres hasta la medianoche. Así que opté por averiguar qué tan cierta era la leyenda de la que se ha vuelto una marginada tendencia en foros de internet especializados en el cruising, redes sociales y apps. Quién sabe, en una de esas me deshacía de la inyección de sangre en las vías urinarias con algún pasajero anónimo. Abordé el penúltimo vagón del tren con dirección a Cuatro Caminos, pero no pasó absolutamente nada, había más mujeres con faldas sastre que hombres. Me sentí defraudado. Bajé en Panteones para cambiar de dirección y emprender el regreso al neurálgico Metro Hidalgo. De nuevo al penúltimo vagón. Rumbo a Taxqueña. Pasando la estación Cuitláhuac, el mito cobró una cachonda realidad: empezó la acción. Pude verlo desde la ventanilla ovalada al final del vagón. Un hombre hincado en un rincón, entre la puerta corrediza y la estación vacía del conductor, se masturbaba con lentitud hipnótica mientras otros pasajeros hacían lo mismo sobre los asientos azul petróleo. Cambié de vagón en Colegio Militar y me acerqué al grupo de hombres que se masturbaban para ver de cerca. La excitación me carcomió las tripas. Me dejé acariciar por un cabrón de lo más cachondo, muy moreno con una gorra de beis. Poco antes de llegar al Metro Hidalgo, el tipo hincado me la mamó y abrí el frasco de poppers y le di un jalón tan profundo que mis pulmones debieron chamuscarse, el cerebro empezó a hervir, las venas se dilataron, se inflaron (los poppers son nitritos vasodilatadores que aumentan el placer sexual y dilatan el ano) y eyaculé. Cuando el tipo hincado se levantó para limpiarse la boca con un kleenex, me dijo: “ese pendejo que se bajó nos estaba grabando. No alcancé a partirle su madre al muy metiche y puto. Ojalá no lo vea mi marido por ahí…” Me confesó que se había casado por un asunto de acceso al IMSS, pero además de la solidaridad, el marido era muy celoso y la monogamia era una regla que el tipo rompía en el Metro cada que podía. Así que mis tatuajes ya andan rondando por la red, quizás en esos canales del pornhub.com especializados en hombres mamando verga en el Metro de la CDMX, de los que más se descargan. He sabido que utilizan los perfiles de las apps gays de los teléfonos inteligentes para quedar en estaciones del Metro y adentrarse a la adrenalina de “La cajita feliz” en compañía, como diversión y seguridad, por cualquier cosa. Llegué a la cita casi media hora tarde. Para colmo, el recomendado se había deslavado esas ridículas cejas rosas y se había puesto unos arneses leather a lo Tom of Finland sobre una camisa de cuadros y a la tercera cerveza ya estábamos besuqueándonos. Dije que iba por unos Omeprazoles a la farmacia, cuando en realidad pedí unas pastillas de Cialis para así mantener mi estatus intacto. Rumbo a la farmacia, el bullicio de la calle República de Cuba iba en aumento. Gays jóvenes convencidos de la inclusión y la creación de los espacios seguros sin tomar en cuenta que esto contribuye a fortalecer el tabú de la homosexualidad, que tarde o temprano buscará una forma de desahogarse. Este 2018 se cumplirán 40 años de la Marcha del Orgullo LGBTTTI (Lésbico, Gay, Bisexual, Transgénero, Travesti, Transexual e Intersexual) mientras el activismo gay insiste en concentrarse en sólo luchar por el matrimonio y la adopción de niños homoparental como únicas metas, segregando temáticas como el VIH, las infecciones de transmisión sexual, la tolerancia de los espacios públicos o la regularización de los saunas gays y los clubes de sexo a un rincón cada vez más cargado de vergüenzas y tabús, alimentados por los mismos usuarios ansiosos de someterse voluntariamente a los grilletes de la moral y doble moral buga. Hoy, hombres gays pagan el cover del Sodome con el mismo encogimiento con el que mi padre entraba a los table dance, tomando en cuenta que en los últimos años en la Ciudad de México han proliferado los clubes de sexo y las fiestas orgiásticas en departamentos privados donde el desenfreno es parte del cover. La verdadera identidad del urbanismo gay alrededor del mundo se encuentra en las zonas de cruising y no en los barrios reconocibles por las banderas de arcoíris y los éxitos pop que suenan mal ecualizados. Lady Gaga debe sentirse orgullosa de unificar a los barrios gays del mundo, estandarizándolos bajo su discurso prefabricado de domesticar la diferencia, mediante coreografías deslactosadas y letras que glorifican la autoindulgencia, sin ese ego dictador e imparable que hace única a Madonna.
Imagen de portada: Enriko Stark