Ella me espera todos los días para que juguemos con las muñecas. En el mundo del juego éstas copian a las niñitas obligadas a desfilar en concursos de pequeñas bellezas. Simulan los atributos de las mujeres adultas; son muñecas que imitan el exceso de carne y colorido de las estrellas pop afroamericanas, que emulan la anorexia de las blancas. Ella posee una mezcla impúdica de plásticos de todos tipos y tamaños; figuras humanoides, personajes de cuentos de hadas que exhiben rasgos de animales exóticos, mascotitas, mini-mercancías y piezas para armar. La colección no deja de sorprenderme. Yo siempre fui purista con mis juguetes y nunca se me ocurrió fusionarlos. Me sorprende la infinidad de posibilidades que ofrece la mezcla y que acabemos por imaginar escenarios que traslucen la nostalgia por el colegio, por los paseos en los centros comerciales y las cafeterías corporativas, por los viajes a la casa de campo, a la playa. Ella aguarda con paciencia a que la sorprenda acucharándola para dormir la siesta, a que comparta con ella noticias serias o banales, a que le confiese mis angustias, a que le ofrezca un tazón rebosado de verduras fritas con salsa Valentina, o a que le muestre memes o videos de bailarines de funerales ghaneses. Espera a que yo vaya a intercambiar caricias con ella en minutos robados a momentos escondidos. La última vez que cerramos la puerta con llave durante un rato, a ella le dio un ataque de llanto incontrolable y estuve cerca de interrumpirnos a mí y a mi pareja para ir a consolarla. Le cocino comida hindú para que no se le olvide que la quiero, le preparo snacks cinco veces al día para mantener su energía y que acabe las tareas pronto. Quién es la destinataria del helado de mango es una pregunta sin respuesta clara, igual lo saboreamos. Entre ella y ella estoy yo. Y están los perros que nos observan enredados en nuestros pies y que a veces exigen caricias o salchichas. Caminamos con cuidado entre los espacios que se hacen entre nosotras, mientras que nos observamos de cerca, notando los trazos del tiempo de encierro registrarse en la piel de nuestras caras: acné, arrugas, piel un poco más colgada por aquí, crecimiento excesivo de cejas o pelo en las axilas, fleco o canas desbordados, mayor o menor volumen corporal, señales de crecimiento. Nos hemos entretenido pintando con acuarelas, con partidas de Catán, aprendiendo a hacer panqués por videollamada. Justo al principio (ya no me acuerdo hace cuántas semanas, los días se suceden indiferenciados y acelerados), hicimos un video con una multitud de panditas de goma. Acomodamos concienzudamente un kilo y medio para formar un público enardecido que cantara a todo pulmón con Freddy Mercury (un pandita azul): “I want to break free”. Freddy estaba aprisionado en el escenario dentro de un vasito mezcalero, y la estrofa que canta a coro con la multitud de panditas sigue haciendo eco en la sopa de sensaciones que transportan nuestros cuerpos. De pronto alguien colapsa o explota, pero ya sabemos qué hacer más o menos en caso de que suceda. Supe que Pop murió en la isla en plena pandemia. Se fue una madrugada en la que tosió hasta agotarse y Mili no pudo reanimarlo con sus manos expertas y cansadas. Estamos tristes porque el entierro militar que soñaba, con la bandera rayada y estrellada arropando su féretro — en homenaje a su vida y dejando que su cuerpo alimentara a la tierra—, no fue posible. Mili y el primo guadalupano que admira por Zoom la colección de pinturas de “la Señora”, recibieron resignados las cenizas, las cuales estuvieron presentes en la videollamada familiar. Nuestra manera de abrir un paréntesis de duelo en medio de la cuarentena. Afuera algunos pasean con el rostro parcial o completamente cubierto, dependiendo de la intensidad de su paranoia. Aunque la mayoría están trabajando y no llevan mascarilla, ya sea porque les da igual, porque no pueden comprársela o porque ya se agotaron en las farmacias. Hace algunos días desfiló por nuestra calle una banda gigantesca regalando música. Corrimos a asomarnos, nos sorprendimos y decepcionamos al ver que se trataba de una banda de tan sólo dos instrumentos el trombón y tambor. Un tercer hombre recogía el dinero que nadie salía a darles. También pasó por aquí una marimba que ya no vimos, pero sí a los colibríes que se aparecen a diario en el jardín. Nos llegan de afuera sonidos y olores de los vecinos: alguien practica el piano aquí detrás, enfrente otro aprende guitarra, del lado izquierdo la casa está vacía y el perro solo porque no para de ladrar, aquí junto se cocina comida coreana, todas las tardes alrededor de las siete y se esparce su apetitoso aroma. Mayates, cucarachas, hormigas de las grandes, moscos y ardillas que no son bienvenidos pululan en los intersticios de la casa. Estos afueras nos atierran o nos acuerpan después de pasar horas capturadas por las máquinas de ausencias. Así llamo a las pantallas que abren ventanas a juntas multitudinarias, a salones de clase o a clases de baile, de música, de feminismo, de yoga. Buena parte del día estamos de cuerpo presente pero en realidad estamos ausentes, evaporándonos en los vacíos de las pantallas que nos dan la sensación de “llevarnos” a otros lugares para saciar el tiempo. Afuera los hospitales están llenos a reventar; allá atacan a las enfermeras en la calle y el cielo cargado de metal es un espejo opaco que intensifica los rayos del sol hasta bien entrada la tarde. El afuera que es abstracto al parecer se está desplomando a toda velocidad por lo que se lee en los encabezados de las noticias, en 280 caracteres, en las noticias compartidas en grupos de WhatsApp. Ese afuera me parece sumamente ajeno e inverosímil. Qué ganas de fumar un cigarro. Cuando se crea la propiedad privada y se inventa al mercado como único medio de sobrevivencia, la gente es expulsada de la tierra y es obligada a vender su fuerza de trabajo. Para sobrevivir llegamos a depender no de nuestros propios medios sino de la efectividad del sistema de producción, que se convirtió en la base de las relaciones sociales. Nuestras sociedades están estructuradas en el intercambio al interior del mercado, que promete elevar nuestros estándares de vida. La pandemia nos obliga a poner un freno en la producción. Lo que tiene como consecuencia la suspensión de toda relación social mediada a través del mercado. No sabemos qué hacer con nuestra productividad. ¿Sabremos existir fuera del mercado? Qué ganas de fumar. Tampoco estamos acostumbrados a perder el tiempo gozosamente; a tener tiempo para leer, para jugar cartas, tomar la siesta o levantarse tarde, obsesionarse con hacer limpieza en el indomable archivo de papeles, aprender a cocinar, llamar una vieja amiga, hacer ejercicio, tratar de reflejarse en el espejo opaco en el que se ha convertido el cielo. Corramos a buscar la cizalla, porque esto acaba de comenzar y no tenemos idea de cómo va a estar la cosa cuando por fin podamos salir de ésta.
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Imagen de portada: Reunión de gomitas. Fotografía de Lennart Tange, 2012. CC