Había una vez un bello estado de la República mexicana que en el siglo XIX se declaró país independiente, no una sino dos veces, y que ya entrado el XXI recibía a millares de turistas al año, invadido por centenares de oriundos de otras partes de la nación que aquí nos hemos venido a radicar. Y por gringos y canadienses jubilados, de chanclas, camiseta sin mangas y dudosa higiene personal en algunos casos. Era un estado rico y soberano (dentro del pacto federal), con un calor del carajo y ocasionalmente azotado por huracanes. Quizás sus playas no fuesen tan hermosas como las del Caribe, pero ciertamente eran muy disfrutables. Amén de sus célebres zonas arqueológicas; de sus selvas húmedas por cuyas brechas era posible internarse para descubrir sus cenotes y bañarse en ellos. También era factible admirar a bordo de una lancha sus manglares y las rías de perezosos cocodrilos, los gráciles flamencos y otros pájaros asombrosos que revoloteaban ante los binoculares. Y comer sabroso y grasoso, apurando los condimentados bolos de maíz o cochinita con una cheva helada. Un placer adicional era observar a los rollizos toloc bajo el sol en las albarradas, y luego tener que corretearlos y expulsarlos de tu jardín con una malla para limpiar la alberca. En fin, el paraíso. Una utopía, diría alguien. Su capital concentraba las principales fuentes de riqueza y el gobierno. Podría decirse que la vida transcurría en la pacífica tranquilidad tropical de siempre. Hasta que llegó no el SAT de la Secretaría de Hacienda sino un virus mucho más maligno: el SARS-CoV2. A partir de aquí el relato debe formularse en tiempo presente, aunque antes se impone una mínima cronología, ya que, pese a ser una península —en muchos sentidos una isla—, y a su histórico regionalismo, Blanco Trópico no es ajeno a lo que pasa en el mundo y el resto del país. El 30 de enero la Organización Mundial de la Salud declaró que el virus detectado por primera vez en Wuhan, China, de origen zoonótico y transmitido a los humanos probablemente a través de una sopa de murciélago, o de algún manejo inadecuado de productos en un mercado de animales chino, había contaminado a tantas personas que el planeta se encontraba frente a una emergencia de salud internacional. El 11 de marzo, su director, el etíope Tedros Adhanom, anunció que nos hallábamos amenazados por una pandemia. El Consejo de Salubridad General mexicano, por su parte, decretó la emergencia sanitaria el 30 de marzo. El gobierno de Blanco Trópico, hay que reconocerlo, implementó algunas acciones oportunas, por ejemplo, la suspensión de clases desde el 17 de ese mismo mes en todos los niveles educativos, adelantándose incluso a las autoridades federales. La cancelación del ingreso a zonas arqueológicas como Chichen Itzá y Dzibilchaltún. El cierre temporal de bares, discotecas, centros nocturnos y, poco después, restaurantes, cines, clubes sociales y gimnasios. Luego determinó el cese indefinido de actividades no esenciales, para lo cual confeccionó una discutible lista que en los hechos ha dado pie a la discrecionalidad y abusos de la policía. Así, algunas tienditas tienen permitido abrir, otras no; esta tlapalería sí, aquélla no. La construcción está prohibida, pero si eres un vecino influyente de la zona norte de la ciudad, pues que los albañiles entren a su casa a hacer las reparaciones con discreción y cubrebocas, cuyo uso obligatorio se instauró posterior y juiciosamente. No obstante, al amparo de la opinión de un improvisado comité de epidemiólogos y expertos, el gobierno también ha tomado resoluciones arbitrarias que delatan el verdadero talante represor de quien lo encabeza. De la nada, se amenazó a la ciudadanía con cárcel hasta por 3 años y una multa de hasta $86800 pesos para cualquiera que presentara síntomas o hubiera sido diagnosticado con coronavirus y no acatara el aislamiento. Es verdad que hay gente muy inconsciente, hasta estúpida, y que ha sido fundamental en este apocalipsis evitar la saturación de los hospitales. Pero hay excepciones que en su ceguera y mano dura las autoridades albotropicales no previeron. Si un padre está infectado, y lo sabe, pero su mujer e hijos también, ¿lo van a meter a la cárcel por llevar a su familia a la clínica? Otros absurdos se han presentado con la disposición de que pueda haber sólo una persona por automóvil, para disminuir la movilidad y el riesgo de contagio. Pongamos por caso: mi compañera, que es músico, trabaja en su estudio, a pocas cuadras de nuestra casa. La creación es una actividad esencial para su salud física y emocional, aunque la lista oficial no la considere así e incluya, en cambio, a la seguridad privada, para que los ricos estén tranquilos, como si eso representara algún beneficio para el interés público. Mi pareja no sabe conducir. Me pide que le dé un aventón, porque estamos a 40ºC. Decido hacerlo y me detiene una patrulla. Me amenaza con arrestarme si no damos la vuelta, ella tendría que viajar en uber o taxi, lo que aumenta el riesgo de contagio para la pasajera, para el conductor y para mí mismo. La sabiduría impar del dichoso comité de expertos. Pero todavía hacen algo peor: bajo el pretexto de reducir la violencia familiar, sobre todo contra mujeres y menores de edad, le cuchichean al gobernador, según el chisme un abstemio redomado, para convencerlo de que decrete la ley seca. También se argumenta, a favor de tan progresiva medida, mientras que en países como Canadá se declara a la producción cervecera como una actividad esencial para su economía y la felicidad de sus habitantes, que los pobrecitos indígenas son tan brutos que son incapaces de no emborracharse en el encierro y comenzar a golpear a esposa e hijos, lo que incrementa el número de llamadas al 911. Nadie niega que la violencia intrafamiliar y contra las mujeres sea una realidad atroz en nuestro país, pero en una democracia el gobierno no debería asumir el papel del padrecito de iglesia que pastorea a sus ovejas descarriadas, haciendo además pagar a justos por pecadores. Si un individuo golpea a quien sea en estado de ebriedad, pues que le apliquen el rigor de la ley y lo sometan a un programa reeducativo, en lugar de atropellar los derechos de los bebedores civilizados. En este punto ha sido evidente la ideología de derecha, puritana y católica de las actuales autoridades. Y el desconocimiento de, o desprecio a, la historia y el episodio de la Ley Volstead y la prohibición de venta de alcohol en Estados Unidos entre 1920 y 1933. Era obvio que ocurriría lo que está sucediendo: florecen el mercado negro, el contrabando y hasta los asaltos a plena luz del día a las bodegas de las plantas cerveceras. Por no hablar de la ristra de muertos por beber licor adulterado. El inevitable aislamiento, para quienes lo realizamos, pues los que viven al día no pueden darse ese lujo, nos ha afectado en muchos aspectos emocionales y de la cotidianidad. Los padres que tienen hijos en edad escolar han visto cómo el pésimo sistema educativo del país se metamorfosea ahora en una ridícula carga de tareas vía remota que suma al enclaustramiento domiciliario el suplicio del complejo de culpa de los colegios, que de algún modo deben de justificar su razón de ser y, en el caso de los particulares, el cobro de onerosas colegiaturas. Del mismo modo, en el trabajo debemos someternos a una oleada de interminables reuniones virtuales, a través de zoom o de otras plataformas, donde muchos sienten la necesidad de perorar para escucharse a sí mismos, en una especie de no solicitada terapia colectiva, o de erigirse en presuntos especialistas en covid-19. La violencia en Blanco Trópico, sobre todo la familiar, contra los augurios del multicitado comité no ha disminuido en esta coyuntura tan ruda, pues el trasfondo social sigue siendo la pésima o nula educación básica de mucha gente en todo el país, y no que alguien beba o deje de beber sus cervecitas. O lo que se le pegue la gana. Con todo, la pandemia pasará. Los estados más poderosos y las farmacéuticas más mercenarias llegarán a un acuerdo y se dispondrá de una vacuna. Con suerte, se extinguirán los comités de expertos y, con más suerte, también las conferencias zoom. Las salas de cine reabrirán sus puertas y podremos descansar de las montañas de basura de Netflix. Pero si algo ha puesto de manifiesto en Blanco Trópico esta epidemia, es la peligrosa facilidad con que la utopía se convierte en distopía, lo poco que valen las garantías individuales cuando aparece el autoritarismo. En esta geografía, que tan buena y falsa imagen goza en los medios, la emergencia sanitaria se ha confundido con un estado de excepción. Calles cerradas, retenes en la ciudad y la carretera, policías con perros amedrentando a los conductores. Comunidades indígenas literalmente secuestradas en sus pueblos por furgonetas policiacas, a la espera de las despensas que les quiera dar el gobierno, en ejercicio de un paternalismo tan rancio como cuestionable. Y otras flagrantes violaciones a la libertad de tránsito, como la prohibición de ir a la playa y sancionar duramente, hasta con calabozo, a quien la infrinja. Una anécdota ilustrativa al respecto. Al presidente municipal de Progreso, un conocido puerto de Blanco Trópico, se le ocurrió imponer el toque de queda en su jurisdicción a partir de las siete de la tarde. Sí: toque de queda. Recibió una recomendación de las instancias defensoras de los derechos humanos. Por momentos, he tenido la impresión de habitar el libro Fahrenheit 451 de Ray Bradbury, en una versión con palmeras mecidas al viento y bananos. Y he recordado una triste lección de historia que yo creía de alguna manera superada. Las élites de Blanco Trópico siguen siendo las propietarias absolutas del poder político y económico. Los indígenas son una legión de explotados sin acceso a servicios mínimos. Confinados a la fuerza en sus aldeas —aunque algunos se las ingenian para ir a trabajar a la urbe, tal es su necesidad—, ahora viven una situación en extremo desesperada. Visto así, Blanco Trópico vuelve a asemejarse a una gran hacienda colonial de patrones y criados, cuya real esencia no desmienten ni siquiera sus modernos rascacielos.
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Imagen de portada: Palmeras ante el huracán. Fotografía de Rennet Stowe, 2017. CC