Por cosas del destino, o tal vez por algún cálculo indescifrable, a Érika Palacios le tocó ser la primera. Salía del supermercado cuando decidió sumarse a una protesta por el desabasto de agua y la inflación. Así, en minutos, un día de enero de 2018 se convirtió en la víctima cero —victimaria, según el gobierno— de la “Ley contra el Odio, la Intolerancia y por la Convivencia Pacífica”, aprobada unos meses antes en Venezuela.
En la ficha policial, la mujer de cuarenta y un años aparece junto a un joven de veinticinco, también tocado por el azar en esta nueva lotería de la Revolución bolivariana. Primero vemos a Érika de frente, erguida e indefensa. Luego, de espaldas, con las trenzas del cabello despeinadas. Mientras la reseñaban, unos cuarenta agentes de inteligencia y seguridad revolvían todo en su casa de Naguanagua, en el estado Carabobo.
Al día siguiente, un tribunal la acusó de “instigación al odio”, un delito que se castiga con una pena de entre diez y veinte años de prisión. En lo que se refiere a sentencias, es peor odiar que matar. La pena máxima por homicidio es de dieciocho años. ¿Qué había hecho Érika para encontrarse en una situación tan delicada? Lo mismo que los demás manifestantes: participar en una protesta. A partir de la promulgación de dicha ley, los venezolanos hemos ido descubriendo nuevas formas del odio, según el gobierno de Nicolás Maduro.
Con las declaraciones policiales como únicas pruebas, Érika Palacios terminó en la cárcel. Cinco meses después, fue liberada junto con un grupo de presos políticos que obtuvieron “beneficios procesales”. Mientras estuvo detenida fue objeto de malos tratos y tortura, denunció su hija de dieciséis años. Érika terminó por admitir su culpa: sí, había gritado consignas contra el presidente.
Hasta mediados del año pasado, Espacio Público (una organización no gubernamental) documentó los casos de al menos 83 ciudadanos afectados por la “ley del odio”. “Esta regulación ha justificado detenciones, allanamientos, procesos judiciales arbitrarios, agresiones físicas, hostigamiento y despidos por parte de instituciones públicas, entre otras acciones”, explicó la ONG.
Al catálogo de presuntos ofensores, inaugurado por esos dos primeros manifestantes arrestados en 2018, se han ido sumando muchos periodistas, locutores, líderes sindicales, religiosos, funcionarios públicos, comediantes, usuarios de redes sociales y ciudadanos en general. Contrarrevolucionarios, básicamente. Culpables por default.
En uno de los casos más conocidos, dos bomberos fueron detenidos por agentes de la Dirección de Contrainteligencia Militar, acusados de “promoción e instigación al odio agravado”. Los presuntos haters difundieron en redes un video en el que un burro pasea por las instalaciones de una pequeña estación en Los Andes mientras una voz narra en tono protocolario: “Buenas tardes, compañeros, como podrán ver estamos recibiendo la visita del presidente Maduro Moros”.
Con el arresto de los bomberos, la broma se viralizó aún más dentro del país y llegó a internacionalizarse. Paradójicamente, el gobierno participó, de manera involuntaria, en su difusión. Tras 48 días en la cárcel, los bomberos obtuvieron libertad condicional. Pero no todo quedaría en la anécdota.
Pasados seis años, los dos individuos todavía están sujetos a “medidas cautelares”, de acuerdo con la ONG Foro Penal. Viven confinados y amordazados. Por ley, no pueden salir del estado Mérida y deben presentarse ante un tribunal cada treinta días; no pueden dar testimonios ante la prensa ni usar las redes sociales.
La vaguedad de la ley, que no precisa definiciones, hace que la calificación del delito dependa completamente del criterio de fiscales y jueces. Así, “el odio” ha caracterizado a una amplia gama de formas de desobediencia, además de derechos civiles como la protesta o la libertad de expresión e información. Se trata de un hoyo negro que se amplía, con cada caso, para incluir nuevas modalidades de infracción.
El gobierno conoce bien la naturaleza del odio. Tiene detectores especiales. Puede presentirlo, intuirlo y adivinarlo en la cotidianidad, agazapado detrás de una noticia, oculto en un chiste o en alguna pregunta. Puede incluso descubrirlo en un chat o algún “estado” de WhatsApp, entre una audiencia reducida o una lista personal de contactos.
“El candidato del PSUV [Maduro] dijo ayer que Coro [capital del estado Falcón] estaba mejor que Chicago. ¿Qué piensa usted de eso?” Esta interrogante por sí sola fue considerada “instigación al odio” y condujo al arresto del creador de contenido Armando Sarmiento en marzo de este año. Preguntar también es odiar.
En Venezuela el sentimiento es ubicuo. Está en memes y mensajes —cándidos, malsanos o exaltados— de las redes sociales, en reportes de medios tradicionales o digitales, en denuncias de corrupción, en bromas vía Youtube o TikTok. También en homilías como aquella en la que un obispo pidió a la virgen librar a Venezuela de “la peste de la corrupción” que llevó al país “a la ruina moral, económica y social”, y que Maduro, dándose por aludido, pidió investigar como un “delito de odio” contra el “pueblo chavista”.
X es la plataforma más monitoreada. “De allí surgió el 60 % de los casos por incitación al odio” en 2022, según el periodista especializado Javier Ignacio Mayorca. “Le siguen Instagram (9 %) y TikTok (5 %). También hubo casos de uso de varias redes (14 %), así como denuncias sobre presuntas campañas a través de correos electrónicos, Kwan y WhatsApp, lo que implica un alcance inusitado”. En medio de este clima inquisitorial, resulta riesgoso chatear, aunque supuestamente los mensajes estén cifrados. Las últimas cuatro personas arrestadas fueron acusadas de “instigar al odio” por compartir, a través de WhatsApp, un video sobre una denuncia de corrupción contra el gobernador del estado Mérida, divulgado por un sitio noticioso. ¿Cuántas veces habremos promovido el odio sin darnos cuenta?
Propuesta por Maduro luego de una intensa ola de protestas en 2017, y aprobada por una Asamblea Nacional Constituyente oficialista creada para neutralizar al parlamento de mayoría opositora, esta ley contribuye a una “convivencia pacífica” ficticia, basada en la persecución política, la intimidación y la censura. Entre otras medidas, la regulación establece el cierre de medios tradicionales y el bloqueo de portales digitales, así como multas a los medios digitales y redes sociales “si el mensaje no es retirado dentro de las seis horas siguientes a su publicación”. La ONG Prensa y Sociedad Venezuela (IPYS) ha documentado hasta ahora veintisiete procesados por “instigación al odio”: entre ellos, tres directivos, nueve reporteros, cuatro escritores y cuatro locutores.
Además, la ley contempla la prohibición de partidos y organizaciones políticas “que promuevan el fascismo, la intolerancia o el odio nacional, racial, étnico, religioso, político, social, ideológico, de género, orientación sexual [e] identidad de género”. De acuerdo con la ONG Foro Penal, 79 personas fueron imputadas por instigación al odio desde 2017 y hasta 2023, un promedio de trece personas por año. No son las únicas que se han manifestado contra un gobierno cuya popularidad está por debajo del 20 %, sin embargo, no es posible encerrar a una multitud tras las rejas.
La ley contra el odio apunta a silenciar y atemorizar. Lo que se busca es el efecto del castigo ejemplar en la masa, una medida de manual en toda revolución. La misión internacional independiente de la ONU para Venezuela señaló, en marzo pasado, que a la represión violenta se suma otra modalidad “que crea un clima de temor e intimidación que restringe el ejercicio libre de los derechos fun-damentales”.1
Y para eso hay que mostrar los colmillos cada tanto. No es casual que, en plena campaña para las elecciones presidenciales de julio, la Asamblea haya aprobado en la primera discusión una “Ley contra el Fascismo, Neofascismo y Expresiones Similares”, que incluye el conservadurismo y el neoliberalismo. Presentada por la vicepresidenta Delcy Rodríguez como una idea de Maduro, “que nos cuida como buen padre”, esta normativa prohíbe las manifestaciones y las organizaciones políticas o sociales de signo fascista en un país donde el gobierno suele calificar a sus adversarios precisamente de “apátridas y fascistas”.
Las leyes que en otros países están destinadas a frenar la discriminación y la violencia contra las minorías —por razones sociales, étnicas, religiosas o de género— en Venezuela apuntan a proteger a “grupos políticos”. Aunque el plural está de más. En la práctica, la justicia, administrada por el oficialismo, hace énfasis en la defensa de un solo grupo. La gran víctima de la “promoción al odio” en Venezuela es el grupo en el poder. Pero desde el oficialismo sí se puede insultar con ferocidad a los rivales políticos, hacer bullying a gran parte de la población (a quienes ha tildado de “escuálidos”), denigrar a los más de siete millones de migrantes llamándolos “limpiapocetas” (inodoros) y usar los medios públicos para demonizar a toda la oposición.
No importa qué tan virulentos puedan ser sus ataques, en ocasiones homofóbicos (“capriloca” en alusión al excandidato opositor Henrique Capriles) o misóginos (“la Loca” es el apodo de la política María Corina Machado), la casta, incluido el chavismo silvestre, es impermeable a la ley. Y, desde su púlpito, el “buen padre” Maduro nos seguirá revelando nuevas formas de odio.
Imagen de portada: Erika Palacios y Ronald Sevilla fueron detenidos por funcionarios de la policía municipal de Naguanagua, estado Carabobo