Lo más extraño que pudo pasarme fue nacer. No en sentido biológico, sino sociocultural, lingüístico. Pronto tomé una fatal decisión, siendo todavía un bebé: no hablar la lengua de mi padre, que era también la de mi pueblo natal. Ese silencio véneto-chipileño1 se prolongó durante 25 años. Mis compañeros de clase pensaron que tampoco la entendía y comentaban cosas sobre mí creyendo no ser escuchados, pues una de las funciones de esa lengua fue, por muchos años, justo ésa: defenderse del forastero, del ajeno a nosotros. Pero yo era un “nosotros”. Un nosotros sofocado. Fui un niño atormentado y ambiguo: yo no era chipileño, pues no hablaba su lengua, era mestizo y no me interesaba el mundo agropecuario al que ellos parecían destinados por una voluntad inmemorial; tampoco era como los vaqueros que venían a trabajar desde los pueblos aledaños. Yo era como los chipileños por facciones, aunque también como mis parientes maternos, Anguiano-Villicaña, Martínez-Cancino. Pero vivía acá en Chipilo y no en ciudades como ellos.
La sorpresa fue cuando mi padre, sin importar si hablaba o no aquella lengua, me obligó a trabajar en el establo. A partir de ese momento dividí mi mundo en dos: el paterno era brutal, abundante en astillas, alambres, forraje, estiércol, sudor y posibles heridas. Carecía de música. El materno en cambio era huida, refugio al que yo entraba a cada oportunidad; ahí, mientras mi madre tejía, podía ensimismarme en un aspecto fascinante de sus telenovelas: la música incidental, sobre todo la rara, usada para villanas y suspensos, que seguía resonando en mis oídos cuando los gritos paternos me hacían salir de nuevo a trabajar. En ese mundo materno, ahora lo veo, también estaba un idioma, el castellano, hablado desde un guion, con la más elemental de las ediciones literarias, cosa que me provocaba curiosidad. Y, finalmente, el grado más popular de la ficción. En el mundo paterno no había ficción. Todo era demasiado real, animal en grado atroz, y algo que sólo con el tiempo pude comprender: sonaba y resonaba dueña de todo aquella lengua que era imposible escribir, según decían todos ellos, los que sabían, sus hablantes. Ese flatus vocis me producía angustia, un auténtico horror vacui. Tal defensa de la agrafía de su lengua me parecía un engaño porque yo, en secreto, escribía ciertas palabras mientras continuaban asegurando que esta lengua no se puede escribir. Si bien es verdad que dos de sus fonemas no existen en castellano, no veía mayores problemas en escribirla. Hasta ahora no he encontrado ningún otro chipileño que haya comenzado escribiendo su lengua étnica en vez de simplemente hablarla. Puede que sea el único. Incluso cuando me decidí a hablarla y llevé mis primeros cuentos en véneto para revisión de un primo, tuve que responder, ante la ridícula situación, que yo sólo la escribía. Todo comenzó con ese conflicto lingüístico causado en gran medida por mi mestizaje. Habría sido mucho más fácil ser un mexicano monolingüe en castellano como hay tantos o un chipileño intiero (no mestizo) y no un medo chipileño (mestizo): así, como me dijo alguna vez Mario Bellatin: “no te habrías dado cuenta de nada”. Ya en mi adolescencia me interesé a la defensiva, sin saberlo, por la escritura japonesa, y llegué lejos en esa atracción críptica que años después tuvo que expresarse en modo más cercano y comprensible: la literatura tanto en véneto como en castellano. Era mi sensibilidad, mi voz propia pugnando por salir en un pueblo donde las sensibilidades y las voces propias, junto con la creatividad, todavía están proscritas. Durante años pensé que eran mi madre, su lengua y su ideología las que estaban atrapadas en un mundo dominante, ajeno a ella, y que había que defenderlos. No podía saber que las cosas eran por completo al revés. Los datos duros que ofreceré los descubrí de manera atónita y dramática. Nunca pensé que hablar de mi pueblo fuera políticamente incorrecto pues, aunque no apoyo la colonización, somos producto disperso de ella.
Esa pregunta nos la siguen haciendo muchos mexicanos provenientes de toda la República. La han hecho durante los 135 años de historia de Chipilo y de su lengua, el véneto (llamado tradicionalmente talián). ¿Por qué nadie lo sabe, si nuestros antepasados fueron traídos como colonos a invitación expresa del gobierno mexicano? La razón es que México fracasó en su proyecto federal de colonización y ha olvidado ese episodio de la historia nacional, dejando, por ejemplo, fuera de los libros de texto gratuito un párrafo explicativo de las seis colonias italianas establecidas entre 1881 y 1882 en pleno México porfirista, bajo el mando del presidente Manuel González. El gobierno mexicano pretendía ingresar al país unos 20,000 colonos italianos, pero se terminó trayendo a poco menos de 3,000. ¿Qué podían hacer ellos ante millones de nativos? Además, hubo ineptitudes bárbaras, planeación lamentable y, por supuesto, corrupción desde la compra de las tierras donde los colonos debían establecerse. El fenómeno etnolingüístico chipileño es, si no único, al menos sí muy particular a nivel mundial. Nuestra lengua está catalogada por la UNESCO como vulnerable en su Atlas de las lenguas del mundo en peligro, y su ubicación se distribuye desde luego en Italia, Croacia, Brasil. Y también Chipilo. Los descendientes de esos colonos vénetos y en menor medida lombardos y piamonteses que fundaron Chipilo somos hoy, en nuestro propio país, una etnia huérfana de Estado, un error histórico. No somos tomados en cuenta en ninguna ley mexicana, salvo por el ambiguo “sin importar etnia” de varias de ellas. Por desgracia, lo único que nos ayuda a entender lo que sucede es percatarnos de que esta nación desprotege incluso a sus etnias originarias. ¿Qué podemos esperar nosotros? De 532 colonos fundadores, sólo un año después, quedaban poco más de 300, para ser 437 en 1895: ese escaso número de hablantes es uno de los puntos más enigmáticos en el fenómeno de conservación lingüística y cultural de Chipilo. Qué raro ser mexicano bicultural y bilingüe en lo que, según la lingüística, es una cultura alóctona y una lengua étnica minoritaria de inmigración. Qué desolador tener que dar explicaciones de tu presencia en México, aunque aquí naciste, creciste y morirás. Qué rabia cuando con frecuencia abrumadora tenemos que escuchar o leer: “vuelvan a su tierra, que los regresen, éste es mi país, refugiados, incestuosos, racistas”. Qué fastidio estar explicando siempre lo mismo, ya sin esperanza de que la gente lo entienda. Qué impotencia escuchar en las calles de tu pueblo natal: “óyelos: siguen hablando su dialectito aunque comen de México”, o “es falta de educación que usted hable frente a mí una lengua que no entiendo”. Inconcebible también escuchar comentarios de ese tenor por parte de académicos, como el día en que el director estatal del INAH opinó que conservamos nuestra lengua por vanidad. Qué pena escuchar diagnósticos histórico-raciales del tipo “la mezcla fracasó: los hijos con gente mexicana les están saliendo morenos”.
Se nos acusa por no habernos asimilado culturalmente a México, por no haber perdido nuestras raíces, evidentes sobre todo en esa lengua. Tal es nuestro pecado. Nos hemos integrado, pero no se produjo la asimilación. Lo curioso es que el mexicano promedio ve con malos ojos a otros mexicanos emigrantes que pierden su identidad. Entiendo que también nuestra identidad resulta difícil de comprender: el chipileño no es ni italiano ni del todo mexicano, es chipileño: la unión de esas culturas, lenguas, y sangres en el caso de los mestizos. Ser chipileño es un estigma social equivalente al de los indígenas; un estigma que a veces se atenúa, pero otras se agrava, por atrevernos a ser tan italindios, tan chipilindios, pero blancos. Desde Chipilo el mundo se ve en forma particular, igual que ocurre con cualquier otra etnia originaria. Hay algo que sólo nosotros comprendemos y que resulta imposible transmitir a los demás. Tampoco es que con los vénetos de Italia la comunicación sea absoluta: nos unen etnia y lengua pero nos separan situaciones nacionales por completo distintas. Tampoco nos resulta fácil entendernos con los descendientes de las otras colonias fundadas porque ellos han perdido la lengua étnica y centran su discurso en cuestiones genealógicas; han creado una especie de argot unificador que tiene como raíz la mención del apellido, mientras que nosotros no pudimos olvidar ni un solo día ese lazo enigmático con los orígenes. Ahí estaba siempre la lengua para ponernos en nuestro verdadero y único lugar, uno tan auténtico para nosotros como ambiguo ante los demás. El dolor de ver que nada ni nadie nos ayuda a defender lo nuestro es igualmente intransferible. Produce incertidumbre existencial. Hoy Chipilo se enfrenta a lo que llaman urbanización salvaje, pues el enclave o isla etnolingüística que somos está incrustado en tan sólo 600 hectáreas. No podemos recibir más gente y los especuladores inmobiliarios se emperran en colgarse de nuestra cultura para lucrar. Siempre temimos que la mancha urbana poblana terminara por desplazarnos, dispersarnos o aplastarnos. Pensábamos en la ciudad de Puebla, pero llegó antes y desde más cerca: Lomas de Angelópolis: lo más exclusivo de Puebla construido sobre el despojo de tierras en comunidades rurales aledañas a nosotros. Nos invade una especie de anomia ontológica. La pérdida del yo antropológico de manera casi orgánica junto con cada palabra que se va.
Chipilo quedó en un limbo, en un ni de aquí ni de allá, en lo que el filósofo Sloterdijk llama uterotopo: el lugar de vuelta simbólica al vientre materno que se crea cuando la distopía no es letal pero cuando tampoco es posible la utopía. Para que un lugar así surja es necesario replicarse colectivamente a sí mismo, aunque sea en otro continente: crear una cosmogonía propia, un mito fundador aglutinante y producir una especie de primera constitución local tácita. Todo ello expresado y entendido en la lengua étnica. No puede ser de otra manera: se trata del fonotopo sloterdijkiano, elemental en la incubación de mundos propios, de cavernas-nosotros. Hay un libro alemán que estudia el fenómeno de conservación lingüística y la identidad étnica chipileña cuyo título fue escogido atinadamente por su autora en el curso de las entrevistas realizadas: Qua parlón fa nuatri (Aquí hablamos como nosotros). Los colonos fundadores y sus hijos encontraron tierras del todo infértiles que tuvieron que ser abonadas con una disciplina férrea y cotidiana; el trabajo agrícola que el gobierno pretendía que nuestros fundadores desempeñaran se reveló de inmediato inútil (el gobierno pretendía inaugurar la industria del vino mexicano en Chipilo, sabedor de que los fundadores eran de Valdobbiadene, la futura tierra del Prosecco, y pueblos vecinos). La cosecha no se daba o no alcanzaba, por el tipo de suelo, casi ni para sustento de las propias familias. Los colonos desistieron, por decisión propia, de sembrar lo que se les pedía y se dedicaron a cultivar alfalfares y a desarrollar como vía de subsistencia la ganadería, lo que les permitió ahondar más en el uterotopo porque en sus pueblos prealpinos de origen se dedicaban a la producción de lácteos. Chipilo fue autárquico por instinto de supervivencia durante demasiados años. En este momento la vida en el pueblo se desarrolla normal, sin datos históricos ni discusiones lingüísticas. Si se les preguntara a ellos, la mayoría no sabría explicar gran cosa sobre sus orígenes. La lengua seguirá siendo llamada talián o incluso “dialecto” por sus propios hablantes. Esas vocales truncas en la palabra talián nos hicieron pensar a todos en algún momento que nuestras palabras surgieron no del latín, a causa de la romanización de los venéticos, sino del italiano: una especie de vicio de raza acentuado por la distancia y los años desde la llegada a México. Y eso es bueno. Porque aporta autenticidad. Nuestro único milagro, si lo hubo, fue la lengua conservada hasta hoy. Ninguno de esos campesinos habría emigrado de haber sabido que ésa sería nuestra riqueza en verdad colectiva. Ellos imaginaron algo más tangible. Ahora luchamos por defender nuestra esencia del lingüicidio.
Tardé mucho en descubrir la ficción y la música del mundo paterno-comunitario, pues su secreto estaba en incrustarse bajo la más aparente realidad, pero a veces siento que todo lo escuchado y conversado en véneto, todo lo escrito, se perderá cuando la lengua muera, como si, en una especie de solipsismo lingüístico, nunca hubiera existido.
El véneto, o veneciano, es una lengua romance originaria de una región de Italia cuya capital es Venecia. La mayor parte de los hablantes de véneto se encuentra en Europa, aunque existen minorías en otros sitios, como en Chipilo, una pequeña ciudad al sur de Puebla. [N. del E.] ↩