Siento una fascinación rayando en fanatismo por Frances McDormand. Y no es porque sea esa mujer que actuó en overol en la magnífica película Tres anuncios por un crimen (que también), ni porque haya optado por no hacerse las tetas o rellenarse la cara con gel o vitaminas y luzca sus arrugas recordándonos que las estrellas de Hollywood son un signo que no define cuerpos, ¿sabes? Porque comprar un poco de juventud a punta de cirugías, finalmente, deja esa sensación de haber alcanzado algo que no te pertenece, algo que te llena de vergüenza cuando, por ejemplo, hinchas de tal manera pómulos o labios que la cara que muestras no es ese rostro que reconociste propio cuando dijiste, “soy yo”, sino un fantasma que sobrevive en la trastienda.
Pero no es eso, insisto, aunque también. Lo que me fascina es su capacidad de representar la violencia. Ni que hubiese nacido en Latinoamérica o conociera de cerca sus ciudades, barrios y esa intimidad puertas adentro que construye un lenguaje que va legitimando el golpe, la bofetada, aunque sabemos que es peor, ¿no? Si solo fueran cachetadas, quizás nos reiríamos de los peces de colores, pero nadie ríe, porque la violencia anclada en el lenguaje tiene un correlato en la violencia material. Te pego, te muerdo, te arranco un pedazo de piel y “toma tu cagada de hijo”, y así, se va patentando la violencia que reproduce el hijo puertas afueras cuando levanta el teatro de Freud y distribuye la herida: el maltrato del padre, el abandono de la madre, los abusos del tío buena onda que llega los fines de semana y nadie, excepto los padres (quizás) reciben con buena cara. La hija intenta colarse en casa de las amigas, porque el tío le mete mano cuando está viendo televisión o durmiendo en su cama, ¿sabes? Aprendió. Tranca la puerta, no quiere morir, no con una de esas muertes de las que ha escuchado y pasan, no sabe si tan seguido, pero pasan y puede recordar a la amiga de la prima que quedó embarazada después de la violación y nadie le creyó en casa, porque no es una mera pesadilla, no hay modo de intervenir, sumergirse en el sueño para torcer las piezas, no, no, son hechos puestos sobre una mesa, no hay manera de corregir, tampoco de argumentar, a la chica nadie le cree, la tratan de puta, ¿ves? Porque es culpable, punto. Así es que muere de esa muerte que le propina la familia, “zorra de mierda, calentando el culo de la parentela” y le pegan, claro que le pegan. La insultan y le pegan hasta que muere y cuando no muere, realmente desea haber muerto, porque anhela tanto esa gracia que le ha sido esquiva. Las amigas hablan de la lucha feminista, del matriarcado, pero nadie dice qué hacer con el tío que le cagó la vida, ¿verdad? Callan. Es el silencio lo que la mata, un mutismo que es pura violencia, porque no hay pausa adentro, en su diálogo interior sobra el ruido día y noche, sobre todo, un grito que ha guardado en el bolsillo. Cualquier día lo lanza tirándose sobre las líneas del metro o desde el edificio más alto de la ciudad y nada sucede, ¿ves? Otro número para ahondar la miseria de las cifras.
¿Y qué hay del chico? Tampoco las tiene fácil, aprende el arte del matonaje y su frustración se revela rápidamente en un canal de rabias múltiples, se convierte en ese desastre que decían que iba a ser desde el día uno, ¿te suena? Claro que sí, nadie esperaba otra cosa que lo que él mismo representa: un fracaso familiar, social, un desastre de pendejo que fue a meterle bala a una pobre anciana y todo por robar un par de pilchas, ¿lo escuchaste? Ahora lo van a secar en la cárcel, “que aprenda de una vez el malparido”. Pero allá adentro no existe aprendizaje posible, excepto nuevas formas de disfrazar sus inseguridades y abandonos. Y se decide por la calle, gana fama de macho duro, le temen, se hace de su propia leyenda. Tiene una automática, dicen. Esa que le permite cierta impunidad a la hora de moverse como culebra por las calles de su ciudad, ¡pff!, se las conoce por libro, también los vericuetos legales, toda esa farsa de fiscales y abogados defensores. Nadie le ha preguntado por sus propios miedos, que los tiene, pero ya es tarde cuando cae la duda, no vale la pena el esfuerzo siquiera, porque su resentimiento es energía que moviliza y mata, ¿y qué? ¿Alguien se pregunta por la edad en que mueren los chicos de barrios marginales? ¿Alguien hace algo por esa fantasía que dona el negocio de la droga y que es tan tentadora por su dinero fácil y su bling-bling? Los ves en las calles, casi parece que lo han logrado, aunque el horror corra por sus venas, porque los tratos con el diablo se pagan caro, tú sabes, cuando no matas, mueres.
Pero hay algo oscuramente democrático en la violencia latinoamericana y es que se reparte por igual, estés en donde estés, seas de la clase que seas, tarde o temprano, te encuentra. Lo sabes, lo temes, ¿verdad? Porque nadie está a salvo, cuando no es violencia física, es verbal y cuando no es verbal es sistémica. Y así en un hilo infinito, un día te descubres en una calle presa de un terror fundado: la policía reprime una manifestación y debes correr a lo que den tus piernas. Corres por tu vida, literal. Las fuerzas armadas y del orden son fuerzas de uso indiscriminado de la violencia, lo sabes. Escuchaste lo que pasó en Chile, lo que sucede en Colombia, Brasil, en México, ¿sigo? Saltas y gritas y pierdes un ojo o los dientes o un brazo o la vida. Puedes quedar atrapado en un callejón y te muelen a patadas y ¿qué estabas haciendo? Bailando, gritando, saltando. Da igual, podrías haber estado robando, pegando, haciendo daño; da igual, querías desquitarte contra ese rancio monumento del prócer de tu patria, da igual, te muelen a patadas por las dudas. Así es que la calle, finalmente, deja de ser ese circuito urbano que se te antoja paradisiaco en otros lugares. La calle, amiga, es ese cruce de peatones, violencias y frustraciones. De miedos, sobre todo eso, porque no es posible manifestarte sin correr riesgos.
La violencia como lenguaje, como expresión de deseo, impuesta como sistema, como lucha política, la violencia que vives a diario, la que hace de piedra en tu zapato, la que corre sibilina trepando muros, conversaciones, ganas, por todos lados, imbricada en un sinfín de relaciones, algunas veces amparada por ley, otras, corriendo con colores propios. Y llegado a este punto convendría citar a Žižek cuando dice que:
deberíamos aprender a distanciarnos, apartarnos del señuelo fascinante de esa violencia “subjetiva”, directamente visible, practicada por un agente que podemos identificar al instante. Necesitamos percibir los contornos del trasfondo que generan tales arrebatos. Distanciarnos nos permitirá identificar una violencia que sostenga nuestra lucha contra ella y promover la tolerancia.
Eso me raya de la McDormand, que no se detiene en el instante únicamente, sus actuaciones, la mayoría de las veces, están dirigidas a dialogar sobre una violencia sutil, casi transparente, ¿no? Esa que te parte el corazón cuando descubres al grupo de jubilados de Nomadland. Entonces te la piensas, no es solamente el garrote, el arma, el insulto, la palabra soez, las jubilaciones de miseria, la educación que no alcanza, el dinero siempre ausente o el fucking sistema, es algo rancio que recorre carreteras y cañerías y se cuela hasta tu casa. Un modo de hacer, resolver, una manera de pensar, un lenguaje validado desde múltiples espacios. Vuelvo sobre Žižek cuando dice:
la violencia sistémica es algo como la famosa “materia oscura” de la física, la contraparte de una (en exceso) visible violencia subjetiva. Puede ser invisible, pero debe tomarse en cuenta si uno quiere aclarar lo que de otra manera parecen ser explosiones “irracionales” de violencia subjetiva.
Porque es fácil culpar lo evidente. Decir, por ejemplo, el “sistema”, como si ese sistema se manejara solo y no estuviese amparado por todos nosotros, como si fuese tierra de nadie o de unos poderosos ridículamente sencillos de señalar, cuando lo difícil, sobre todo en las circunstancias actuales, es ir en sentido contrario y preguntarte, ¿qué estás haciendo tú por ser más tolerante?
Partir preguntando, por ejemplo, cómo reconciliar la violencia que se escribió el día uno, el día uno de los conquistadores, está claro, los que llegaron en barcos, una hazaña gigantesca la de hacerse de un “nuevo” mundo. Incendiaron casas, construyeron otras, anularon un orden e impusieron otro, de paso, borraron tu imagen, tu lengua, tu propia forma de apropiación del paisaje. El relato es conocido, sin embargo, a la hora de mirarnos, rara vez nombramos esa violencia que nos quebró los huesos. Y entonces, ¿cómo se negocian las narrativas históricas? Si nos planteamos la posibilidad de reescribir la nuestra tomando en cuenta las diferencias, todas ellas, razas, culturas, cosmogonías, creencias, relación con el mundo animal y natural, ¿cómo comenzamos sin apropiarnos de una historia que hoy mismo desconocemos? ¿Somos conscientes de la distancia que separa, por ejemplo, el relato de una mujer occidentalizada por ese proceso colonizador que comenzó hace ya doscientos años y una mujer quizás esclava, quizás indígena, quizás negra, a quien esa misma narrativa anuló y dio por inexistente en cuanto ciudadana, sujeto de derechos? No es banal que nos preguntemos esto cuando América Latina cruje por todas partes.
Detengámonos a pensar, porque las problemáticas poscoloniales que nos convocan tienen mucho que ver con los que se ubican al margen y fueron despojados de derechos, ¿cómo reunir estos relatos?, ¿en qué punto se separan? Pongamos como ejemplo en la lengua, algo tan básico y que se nos ofrece de manera natural al nacer, mientras construimos sociedad, de qué manera rotunda nos ubica en universos tan distintos. Énfasis, cadencias, palabras, puntos de quiebre, ¿cómo puedo leerte si desconozco la complejidad de sus alteraciones? Para nosotras, nosotros, ciudadanos de este continente, ha llegado el momento de intentar al menos responder estas cuestiones, de lo contrario, esa violencia imbricada terminará por engullirnos por completo.
Una versión de este texto fue publicada en Cuadernos Emília, de Brasil.
Imagen de portada: Stanley William Hayter, Victime, 1943-1946. ©Smithsonian American Art Museum