Soy el etcétera de la familia, decía. En sus fotos de adulta, Silvina Ocampo siempre está algo disgustada. Oculta detrás de los anteojos oscuros de marco blanco, vestida con ropa de hombre y gargantilla o sacón de piel, con frecuencia levanta la mano para detener al fotógrafo o para taparse la cara. No soy sociable, soy íntima, decía. Odiaba su cara. Prefería no ser vista. Era la hija menor de una de las familias más ricas de la Argentina. Su hermana Victoria, agitadora cultural, fundó la revista Sur; era, además, la antagonista más visible de Eva Perón y su doble radiográfico: la rica heredera vs. la plebeya poderosa. Silvina estaba casada con Adolfo Bioy Casares, galán estanciero y escritor, autor de La invención de Morel. Su mejor amigo era Jorge Luis Borges, íntimo también de Bioy. Los tres pavos reales, cada uno a su manera, famosos, adulados, pendencieros. Borges se hizo conocido gracias a Sur. También Bioy. Silvina, a pesar de esta posición central, se movía entretelones. Tanto que, en su momento, pocos se dieron cuenta de que era una escritora descomunal. Ni sus brillantes parientes y amigos se dieron cuenta de la extensión de su genio. Silvina prefería las sombras, especialmente las de su húmedo departamento del barrio de la Recoleta. ¿Decidió su lugar secundario? ¿Sucedió y luego ella se acomodó al segundo plano con rara inteligencia? Silvina no llevaba un diario y sus cartas no se han hecho públicas, salvo algunas: en una de las pocas que se conocen, le dice a un amigo que le gustaría ser una escritora popular, vender sus libros de cuentos en quioscos de revistas, ser leída por la gente. Pero ella misma no hacía mucho para activar la presencia de su literatura: tardaba meses en dar una entrevista; solía contestar preguntas sólo por escrito y a veces se negaba de plano a recibir periodistas. No iba a eventos literarios ni sociales. Nunca trabajó fuera de la escritura —ni siquiera como reseñista: no necesitaba dinero—. No participó en ninguna actividad política o de función pública. Nunca fue a la escuela: se educó en su casa con institutrices inglesas. Nunca viajó en avión: no le gustaba mucho viajar en ningún medio. Pintaba y bastante bien; fue alumna de Giorgio de Chirico en París, pero expuso una sola vez. Cuando visitaba su casa de campo, se la veía caminar por el costado de la ruta con sus zapatillas baratas de color rojo. Pasaba muchas horas hablando por teléfono. No cocinaba y tampoco comía en restaurantes ni pasaba horas en bares. No le gustaba la vida de los salones ni ser anfitriona y pasaba las navidades con su marido y Borges, y más tarde con su hija y nadie más. Se escondía. Y su escritura tiene el perfume húmedo, de musgo y mugre, del secreto. En su primer libro, Viaje olvidado, de 1937, hay datos lúgubres y recuerdos de infancia como flores muertas en libros olvidados. La muerte de su hermanita. Una niña que tiene rulos de sangre. Una empleada doméstica que asesina a la hija de su patrona. Una violación en primera persona, la niña secuestrada y arrojada a una cama sucia. Su hermana Victoria reseñó este libro en Sur y no lo entendió. Dice que está hecho de recuerdos deformados. Que la infancia de las Ocampo, la de Silvina, la de ella, no fue así. “Me encontré por primera vez en presencia de un fenómeno singular y significativo: la aparición de una persona disfrazada de sí misma”, escribió Victoria, con furia contenida. Silvina publicó su segundo libro a los 45 años. Y el tercero diez años después, en 1959. Se llama La furia. Es un título adecuado. Silvina está desatada. Cambia el sexo de los protagonistas de los cuentos, en un movimiento proto-queer. No duda en hablar de celos insanos y de nombrar a la amante que los ocasiona con el nombre de la mujer que le ponía los pelos de punta: Elena, como Elena Garro, entonces todavía esposa de Octavio Paz y amante de Bioy Casares. Pero de lo semiautobiográfico pasa como si nada a lo demencial: en el cuento “La casa de los relojes” a un jorobado le planchan la joroba en una tintorería industrial. En “Las fotografías”, la crueldad encarna en una fiesta de cumpleaños donde, por exceso de tortas y pasteles y cuidados y bailes, la familia acaba matando a la niña lisiada para quien se organizó la celebración. Y está “Mimoso”, el cuento que Borges detestaba, sobre una mujer tan enamorada de su perro que, cuando el animal muere, lo manda embalsamar: duermen juntos. Un niño le prende fuego a su madre y a sus amigas mientras ellas hablan de ropa interior y coqueterías; otra niña mete una araña venenosa en el rodete de una novia; un vestido, de tan ajustado, termina matando a la rica señora que lo encarga, mientras la hija de la modista repite “qué risa, qué risa”. Es posible que nadie haya sabido muy bien qué hacer con este libro, que es una maravilla. En todo caso no llamó mucho la atención. ¿Fue mejor para Silvina? ¿Le permitió pensar que podía, entonces, ir aún más lejos porque nadie estaba leyendo de verdad? Hay que ser justos: se publicaban algunas reseñas, tenía sus admiradores, su obra existía. Pero en relación con sus contemporáneos, y teniendo en cuenta que sus relatos eran puñales envenenados y su círculo íntimo la cima del poder literario, pasaba bastante inadvertida. Ella era tan esquiva que las leyendas sobre Silvina son muchas y son intensas. Que tenía el don de la adivinación y predecía crímenes y hasta tornados. Que su vida sexual era audaz: un trío con su prima Angélica y el voraz Bioy —de quien Angélica era amante—. Los guapos jóvenes que se llevaba a su estudio de pintura con la excusa de usarlos como modelos vivos. Sus romances con mujeres, el más famoso con la poeta Alejandra Pizarnik, que le dedicó poemas y cartas desesperadas (“Ayudame, no es posible ser tamaña supliciada… Sos mi paraíso perdido”). Los amigos que quedan vivos siguen resguardando su intimidad, cuentan a medias. “Nunca especificaba el sexo de sus amantes”, ofrece uno de ellos. “Decía ‘me espera una persona’”. Muchos reconocen que era bisexual, pero quiénes eran esas chicas, ah, eso se lo guardan. Otros aseguran que solamente amaba a Bioy y sufría como una loca. Es difícil imaginarla como una esposa sufriente. Aunque, en verdad, se puede sufrir por amor y tener amantes de ambos sexos y disfrutar de la compañía de jovencitos de ojos grandes y ser diestra con las cartas de Tarot, todo al mismo tiempo. Su libro Las invitadas se editó en 1961: la obra de Silvina, una vez desencadenada la furia, adquirió un ritmo más intenso. Siguen los niños asesinos y las cópulas monstruosas, pero aparece un secreto brutal, el que cuenta en “El pecado mortal”, un cuento que reconoció autobiográfico. Una niña de la alta burguesía es dejada al cuidado de un sirviente de confianza, Chango. Y él abusa de ella. En el cuento, él se exhibe: le muestra su sexo. La niña no se horroriza: se excita. Silvina volvió a la escena en poemas y otros textos; el episodio redescubierto se vuelve cada vez más sórdido, pero ella siempre lo relata entre la culpa y el placer prohibido. Silvina Ocampo escribió hasta el final, incluso cuando ya estaba perdida en la memoria confusa del Alzheimer. Escribía en servilletas, billetes, recetas de médicos, cualquier papel. Su último libro, Cornelia frente al espejo se publicó en 1988: ella tenía 85. Murió en 1993, a los 90. El redescubrimiento de su obra, especialmente en ámbitos académicos, se concretó poco después. Ni sus amigos la entendían. Borges escribió en un prólogo de sus cuentos: “Hay un rasgo que aún no he llegado a comprender: es un extraño amor por cierta crueldad inocente u oblicua”. Se esperaba algo diferente de ella. Extravagancia sí, pero no ese aire de crimen que respiran sus cuentos. No las flores del mal. Borges detestaba a Baudelaire. Silvina fue enterrada en el cementerio de la Recoleta, cerca de su casa. Su esposo, Bioy Casares, no fue al entierro. Debajo del ataúd, durante la misa de despedida, se acomodaron dos gatos, seguramente buscando refugio porque llovía. Su cuerpo está en la bóveda familiar de los Ocampo, pero no hay una placa en la sepultura que lleve su nombre. Están las fechas de nacimiento y muerte de sus hermanas, de su padre. Las de Silvina no. Nada la menciona. Se oculta incluso ahora, cuando ya no está.