Uno de los problemas de no ser crítico de arte, ni siquiera en la intención, es que si uno se asoma por un museo o galería y luego dice cualquier cosa (por ejemplo: “Me aburrí muchísimo”) se le aparece de inmediato, como maldición, un verdadero crítico y le arroja a Foucault entero a la cabeza. Acaba de sucederme algo así con el Museo Jumex, en el que pasé parte de una mañana hace unos días. Hago acá un paréntesis. El Jumex es un sitio notable, ¿no? Mi pieza preferida en exhibición es el elevador, una plataforma colosal en la que caben sesenta y seis personas (eso indica su letrero de seguridad, al menos). ¿Quiere uno ir de la planta baja al piso uno? Pues pulsa el botón y, luego de unos minutos, y anunciado por un estruendo como el de un avión (pero no: miento, es un mecanismo silencioso, aunque lentísimo) aparece el elevador gigante. Y así puede hacerse con todos los pisos, uno a uno y hasta el sótano. Pura felicidad. En fin. Prosigo. El Jumex presenta en este momento (abril del año del señor 2018), y entre otras cosas, unas muestras de “arte comprometido” latinoamericano (“Memorias del subdesarrollo: el giro descolonial en el arte de América Latina, 1960-1985” y “Sueño de Solentiname”). Bastante bien armadas ambas, he de decir, aunque resultan un poco curiosas allí, en ese recinto que lleva el nombre de un grupo industrial que, según me sopla Google, reúne a las empresas Frugosa, Botemex, Jugomex, Alijumex, Vilore Services Corporation, Vilore Services y Vilore Foods, Inc. ¿Qué sería del arte sin coleccionistas privados que lo arropen? No estoy en condiciones de responder semejante pregunta, desde luego. Sólo anoto que salta como una paradoja el hecho de que una pequeña multitud de piezas cuya inspiración evidente es la ideología de izquierda radical (muchas de ellas, de hecho, fueron concebidas como propaganda y no como arte, aunque de todo haya en las muestras) reposen, endiosadas por la hábil curaduría, en las paredes y repisas de un centro pagado y sostenido por el capitalismo más conspicuo. Pero decía que el hecho de no ser crítico de arte (ni pretenderlo) lo pone a uno en franca desventaja. Al día siguiente de asomar por el Jumex quedé para desayunar con un amigo en La Condesa. Se me ocurrió comentar la visita al museo. Mi amigo, que lleva años dedicado a la crítica de arte, se entusiasmó. “¡Hombre, qué maravilla!”, etcétera. Todo iba muy bien hasta que se me ocurrió deslizarle el comentario de que las muestras de arte comprometido me habían resultado un poco tristes, atrapadas entre esos muros relucientes, y al cobijo de un museo encajado en mitad de un desarrollo hipercapitalista (Plaza Antara, el Soumaya, el Acuario Inbursa, Plaza Carso, etcétera). A mi amigo se le descompuso el rostro. “Estás mezclando las cosas”, me dijo. Y procedió a citar, sin apenas tomar aliento, a Foucault, Benjamin, “Bifo”, Groys… Entonces le dije: “Pues cancela tu jugo orgánico y pídete un Jumex”. Y los dos nos reímos. Pero los dos, sintomáticamente, nos quedamos incómodos. ¿Quién se aprovecha de quién?
Imagen de portada: Fotografía de Lirva Vallens, en Wikimedia Commons. Vista del Museo Jumex.