05 de noviembre de 2018
Praga tiene una identidad literaria muy robusta y la presume como pocos. En una ciudad tan hermosa que parece hecha para que la visiten y le tomen fotografías (cada calle del centro excede lo perfecto: no hay escenografía, hay historia, arte, conservación llevada al extremo), y que cada año es visitada por millones de personas, esto puede sonar a poco. Pero es muchísimo. Vaya: la gente no llega a Praga sólo por Kafka, por ejemplo, pero la imagen del escritor está tan asociada al paisaje (y ha sido tan reivindicada por la comunidad) que resulta evidente que las cosas no serían iguales sin su sombra revoloteando allí. ¿Han visto playeras, imanes, llaveros, postales, carteles de su autor favorito fuera de las librerías que usan sus fotos como gancho de compra? Pues don Franz sí los tiene y su perfil asoma en las tiendas de souvenires de su villa natal, que están por doquier. Y eso que lo pintan feo, incluso más caricaturesco de lo que lo muestran sus retratos reales, con orejotas, ojeras de vampiro y el pelo relamido de los años veinte del siglo pasado. Resulta curiosísimo que un autor que no tiene ni una cucharadita de sentimental, que no fue particularmente simpático en vida (o al menos, que no lo fue de un modo que convoque a las multitudes, es decir, siendo político y efusivo), y que no es bandera de los cursis tampoco, tenga ese peso público postmortem. Kafka el pesimista, el satírico, el sombrío, el paradójico y circular y desesperante Kafka, ha sido elevado a los altares del turismo en su ciudad. Lo cual resulta tan exótico como si en Guadalajara vendieran monitos de Juan Rulfo en los puestos del mercado de San Juan de Dios en vez de lo que ofrecen: ollitas con una caca (de barro) dentro o prendas de algodón barato que rezan el mismo chiste, inmunes al paso de los años: “Fueron a San Juan de Dios y sólo ésta pinche playera me trajeron”. Pero la cosa va más allá, porque Kafka, además, es recordado oficialmente. Tiene un museo en su honor (secundario, pero interesante para neófitos), hay locales que ofrecen “experiencias” basadas en su obra (a lo mejor son cafés y todo se trata de que un mesero nunca te llegue a atender, lo cual sería muy kafkiano), placas conmemorativas en cada barrio… Y cada librería expende sus obras completas en varios idiomas, claro. Praga, pues, es ciudad que aprecia su herencia literaria. Y se enorgullece de ella. Otros souvenires, ampliamente visibles en los escaparates, conmemoran al Gólem de Gustav Meyrink, autor austriaco que ubicó su obra más conocida en el gueto de Praga (en las tiendas de juguetes venden versiones posmo del Gólem, cabe añadir, con luces y apariencia de que el pobre engendro del rabino formara parte de los Cuatro Fantásticos). Y no puede faltar el protagonista de la deliciosa sátira de Jaroslav Hasek llamada El buen soldado Svejk (en mi último día en Praga me compré una marioneta suya, mofletuda, con uniforme austrohúngaro y pipa), ese sí checo por los cuatro costados. Muy apropiadamente, una cadena de tabernas típicas también recuerda al sabio badulaque de Svejk, que era especialista en empinar el codo. Y bueno, Hasek tiene una estatua maravillosa en su barrio, Zizkov: un caballito está construido alrededor de su busto y el conjunto parece burlarse de la estatua ecuestre del general Jan Zizka, que corona la montaña a su derecha. Hay también por ahí un mural que recuerda al estupendo Bohumil Hrabal, por ejemplo, aunque, al menos que yo supiera, aún no hay un punto de peregrinación para los fans de Milan Kundera (los de Rilke van todos al café Slavia, frente al Teatro Nacional, que el poeta llegó a evocar en sus escritos). Aún así, lo enunciado ya es bastante. Praga no se ha olvidado de que su encanto no es sólo arquitectónico e histórico (y miren que una ciudad que es al tiempo medieval, renacentista, barroca, neoclásica y art decó parece bastante) sino literario. Y en vez de condenar al olvido a los escritores que la amaron tan esquivamente, que la convirtieron en escenario de horrores metafísicos, mágicos y políticos, los abraza y los cobija.
Imagen de portada: Fotografía de ŠJů. Žižkov, en Wikimedia Commons. Escultura ecuestre de Jaroslav Hašek, de Karel Nepraš y Karolína Neprašová. Praga, República Checa.