¡Ay del agua viva que corre libremente por la sierra! Hela muerta, estancada en las albercas de los viejos y los nuevos ricos de aquella ciudad del noroeste mexicano, pudriéndose una y otra vez, necesitada de continuas atenciones de los trabajadores. Entre estos modernos Sísifos se encuentra Joaquín, el joven alberquero de Tumbas de agua, la segunda y esperada novela de Miguel Tapia, que le mereció el Premio de Novela Ciudad de Estepona 2019. Nacido para soñar o para enamorarse en un barrio donde más vale ser bravo o dar la finta de serlo, Joaquín debe comprobar a la fuerza que la ilusión cuesta cara. Aun así, no mella su nobleza la corrupción moral circundante. Nativo de Culiacán y residente en París, Miguel Tapia reincide con Tumbas de agua en el retrato intimista y el registro en sordina de un universo urbano y regional cuyos rasgos referenciales prefiere metamorfosear en la ficción antes que traicionarlos con un irrespeto pretendidamente realista. Semejante política del pudor ya guiaba Los ríos errantes (Era, 2017), su primera novela, que también narra las desventuras iniciáticas de un joven cuya despreocupación se desvanece ante la violencia del mundo que le tocó en suerte. Una y otra novela invocan el agua desde su título: como ideal imagen del accidentado y plural fluir del relato en Los ríos errantes; como elegíaca constancia en la más sombría Tumbas de agua. Pertinaz como el agua misma, infiltrándose por los pliegues y recovecos de la turbia realidad que recrea, la escritura de Miguel Tapia logra abrirse paso por entre los obstáculos que supone el retratar con sutil justicia y exactitud un mundo permeado por el crimen. ¿Desde dónde contar? Ciertamente no desde afuera, ni al modo burdo de cierta prensa, sino desde la tenue distancia y la íntima experiencia de quien se halla inmerso en ese mundo cuyos contornos se difuminan y que, de tan cercanos, resultan imperceptibles hasta que le invaden a uno la propia casa. Joaquín vive justo en donde se cocinan las vocaciones e ilusas ambiciones de los “narquillos”, en aquellos barrios de las intrincadas y escarpadas lomas que parapetan su ciudad. Con la moto que le sufraga la empresa que lo emplea recorre otros barrios, lujosos éstos, de mansiones cuyos altos muros las protegen de las miradas ajenas y viviendas celosamente guardadas por encargados en ausencia de los dueños quienes, intermitentemente, se apersonan en ellas. A lo suyo va, a trabajar y recibir un sueldo mensual, que es la maravilla en comparación con lo que les toca en suerte a otros del barrio. Tan discretamente sale Joaquín de esos jardines como entra en ellos, y sabe ensimismarse en los espejismos y reflejos de las durmientes aguas que aclara al limpiar las albercas. ¡Ay de él! Tanta ciencia innata de la calma no resiste la visión que lo perturbó, la de una bella serrana piel de cobre, de cuerpo grácil, ojos color miel y movimientos de ave. Ya se desvive el Joaco por Miranda, la inalcanzable y furtiva habitante del nuevo barrio rico de Viñas. El “patrón” o dueño de la casa, el Rorro, vive inquieto y se dedica a hacer negocios cuya índole conviene no averiguar. Pronto, el joven protagonista se ve involucrado en las indagaciones de Miranda sobre su pariente, de cuya lealtad desconfía. Y mientras tanto, de vuelta en casa, intenta vigilar a su hermana, a quien ronda con su troca el narquillo más envalentonado, ruidoso y grosero del barrio. ¿Cómo encontrar la salida? Amparado por su inclinación contemplativa y su apego a la rutina familiar, el alberquero logra sortear sus sobresaltos y adormecer sus aprehensiones, como adormece nuestra capacidad de alarma la insidiosa destilación de menudas peripecias a lo largo de la primera parte de un argumento que se reparte entre 48 capítulos breves. Así, con ejemplar economía verbal e impecable, por solapada, tensión dramática, Tumbas de agua traza un entrañable mapa de la ciudad surcada por la moto de Joaquín entre los barrios pobres y los residenciales; retrata las rudas desigualdades entre unos y otros; rescata los despojos aún vivos de la cultura popular y, de súbito, nos mete en medio de una balacera y nos mantiene en ella hasta que experimentamos el terror de quienes se ven atrapados en el tráfico de aquella avenida céntrica. Veloces, aunque jamás esclarecidos del todo, se suceden tras este episodio los acontecimientos que torcerán el destino de todos, conocidos o anónimos habitantes. La ciudad entera sufre las consecuencias del acuartelamiento de la policía local y su consiguiente sustitución por el ejército. No nos confundamos. Si bien la novela pareciera acudir a temas y motivos habituales en otras ficciones recientes, se manejan éstos con tal contenida maestría que los va limpiando de toda tentación de estridencia. Así, el lector apenas atisba, al igual que Joaquín, la posible lógica de las escenas que presencia el joven al espiar, a petición de la bella, los movimientos que se producen en torno a una mansión, o el sentido de los dibujos e incomprensibles números que encierran las libretas que le confía Miranda. Y es que, para descifrar aquellas páginas que en vano escruta el joven, la lectura debe abandonar la superficie de la trama para sumergirse en las aguas del discreto juego simbólico que insinúan. Dibujados en las libretas, vuelan libres los halcones de la sierra, a diferencia de aquéllos, enjaulados, del parque zoológico donde Miranda citó secretamente a Joaquín; los números de probables cuentas bancarias parecieran asemejarse a otras tantas rejas o barrotes. No por casualidad el joven persiste en acechar desde un puente peatonal los distantes reflejos y rumores del río nacido libre en la sierra y tan tristemente encauzado en la ciudad. Con incorregible nostalgia, intuye que “el fondo del misterio está aguas arriba, en la fuente”. Uno de los epígrafes, tomado de Moby Dick de Melville, alude a la inverosímil presencia de una sustancia incorrupta “en el corazón de semejante corrupción”. Joaquín se presta a soñar con la estoica e imposible tarea que sería limpiar no ya las corruptas aguas que descansan en sus tumbas urbanas, sino el mismo Mar de Cortés, incansablemente. Frente a la magnitud y esquiva ubicuidad del mal sólo queda, como quisiera Joaquín —y como lo hace Tapia—, “entregarse sin remilgos al consuelo de una tarea noble y sin esperanza”. Así, créanlo o no, al tiempo que en la superficie narra la vida precaria de un joven de abajo en aquella ciudad del noroeste mexicano, Tumbas de agua se sumerge y nos sumerge en una elegiaca y subrepticia meditación sobre la naturaleza del mal y el mal de la naturaleza. Poco no es.
Imagen de portada: Fotografía de Iván Calderón. Unsplash.