Para estar allí juntos en un día de signos Donde el nombre y el pan serán ceremoniales Pensando qué don darte humilde y verdadero Que no pague por nada que declare la deuda Pero pensando más en ti que en la tarea Tomás Segovia
El Dios de la Biblia hebrea (y de todas las demás) planificó con cuidado la tarea de crear el mundo. Es por eso que primero creó el soporte con que se sostienen la tierra y el agua, en forma de ríos y océanos. Inmediatamente después creó el principio que lo ordena: el tiempo.
Y vio Dios que la luz era buena: y apartó Dios la luz de las tinieblas. Y llamó Dios a la luz “día”, y a las tinieblas llamó “noche”: y fue la tarde y la mañana un día. (Génesis 1:4)
Desde ese principio primordial en que Dios creó (o en el castellano de su traductor, Casiodoro de Reina, protestante español del Renacimiento, crió, como si el mundo fuera un niño), el tiempo se dividió en dos: el tiempo de hacer y el tiempo de descansar, el shabbat. En la gran estructura de arquetipos transcendentes que es la Biblia, Dios dio desde el principio buen ejemplo. Él mismo descansó al séptimo día:
Y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera. Y fue la tarde y la mañana el día sexto. Y fueron acabados los cielos y la tierra, y todo su ornamento. Y acabó Dios en el día séptimo su obra que hizo, y reposó el día séptimo de toda su obra que había hecho. Y bendijo Dios al día séptimo, y santificólo, porque en él reposó de toda su obra que había Dios criado y hecho. (Génesis 1:31)
Para los teólogos obtusos, los antropomorfismos de la Biblia son un escollo insalvable. Dios escucha, se pasea, se alegra, se le “hinchan las narices” (traducción literal del modismo hebreo que expresa el enojo) y, sobre todo, se compadece. Aunque la etimología siempre es una herramienta punzocortante que hay que utilizar con cuidado, en este caso puede hacer vislumbrar realidades profundas. La compasión y la misericordia (rajamim, en hebreo; rahmah, en árabe) derivan en todas las lenguas semíticas —vehículos privilegiados de revelación de la religión (concepto cuya etimología es “lo que nos vincula, lo que nos liga, lo que nos sujeta”)— de una realidad muy corpórea: el réjem en hebreo, el rahm en árabe, es decir, el útero en español. Allá donde Atenas y sus exegetas de Occidente hicieron reinar la “histeria” misógina (que desciende en línea recta de la hystéra griega, es decir, el útero), el Dios de la Biblia, y las gentes que pensaron a ese dios, fundamentaron en ese útero materno la raíz misma del amor divino y la expresión insoslayable de la razón de que el mundo mismo exista: el afecto (“Y vió Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera”).
La división del tiempo en sagrado —destinado a celebrar, conmemorar y descansar, es decir, a dar sentido a la vida— y profano —destinado a producir y preparar, es decir, a tener con qué vivir la vida— es tan crucial para la comprensión del mundo que emana de la Biblia, que todas las versiones del texto lo han conservado y lo han dejado en su lugar, al principio (en hebreo, bereshit), es decir, el Génesis. La Biblia tiene en su mismo nombre la pluralidad que la conforma: biblia, en griego, significa “libros”, no “el libro”. La Biblia es una biblioteca que la tradición rabínica señala que empezó a crearse por la letra álef (que luego fue encontrada en toda su potencia creadora en un sótano de Buenos Aires), la misma que encabeza la palabra émet, “verdad”, con que el Gólem, que protegía a la comunidad judía de Praga de las asechanzas de la historia, tomó vida. La historia de la Biblia es la de una incesante polifonía, de una multiplicidad que desarma cualquier ambición de hacerla monolítica o monocorde. La Biblia habla muchos dialectos, y lo viene haciendo desde hace más de dos milenios, pero en todas esas inflexiones de la voz humana transpira la necesidad del tiempo: de pensar el tiempo, de encontrarle sentido, de afirmar lo que somos a través del tiempo. Sin embargo, ese descanso fijado en el arquetipo con que funciona el mundo no siempre se ha cumplido. En muchos aspectos, la relación de nuestra contemporaneidad con el tiempo es aberrante desde el punto de vista bíblico (ab-erra-nte, es decir, que nos convierte en gentes que vagabundean sin destino, sin orientación. El oriente, hacia donde uno se dirige, es la tierra de la Biblia, el lugar donde sale el Sol e inicia el día, es decir, el tiempo, que es el lugar imaginario donde Dios plantó el jardín del Edén: Dios aparece en los primeros versículos de la Biblia como un hortelano cuidadoso). El tiempo se ha mecanizado con espíritu contable hasta niveles incomprensibles para la creación bíblica. El tiempo bíblico, según acreditan todos los feriados religiosos, empieza cuando dejamos de ver el día y termina cuando empezamos a ver la siguiente noche. Por eso el shabbat judío y los días de conmemoración cristianas, que se inspiran en las prácticas litúrgicas judías, empiezan en la víspera de lo que, con pudor laico, llamamos “calendario civil”. El shabbat inicia la tarde del viernes y acaba en el crepúsculo del sábado. La secuencia de tres días que conmemora el punto álgido del relato cristiano de pervivencia transcendente y resurrección gozosa empieza la tarde del jueves, en que inicia la liturgia del Viernes Santo, y se extiende hasta el día domingo, en que las comunidades cristianas conmemoran, de una u otra forma, que “Cristo ha resucitado” (Jristós anesti!) y, con él, toda la especie humana. Quien lee con cuidado el relato evangélico, advierte que el mesías Jesús de Nazaret anuncia el reino para ya, para ahora mismo, para esta tierra donde, en algún lado, el Dios con útero compasivo y cuidadoso del relato del Génesis puso ese Edén cuya ubicación ignoramos pero cuya realidad anhelamos: “Así es el reino de Dios, como si un hombre echa simiente en la tierra” (Marcos 4:26). ¿Dónde está el jardín primigenio? Allá donde el ser humano planta un jardín. (Otro aspecto que no conviene olvidar es que Jesús, en los evangelios, se la pasa de fiesta en fiesta. Jesús era un jaranero; su predicación, una fiesta). En una investigación reciente, la historiadora Corine Maitte y el historiador Didier Terrier detallan cómo el manejo del tiempo ha ido convirtiéndose en Occidente de voraz en avorazado, marcando la ruptura en que vivimos (o sobrevivimos) respecto del precepto bíblico de descansar. De forma sintética, podemos afirmar con bastante seguridad que los campesinos medievales trabajaban menos que nosotros. Es una noción que provoca desazón, como un movimiento de tierra que nos desequilibra. ¿Cómo puede ser? Pero repárese en algo: la lavadora, el lavavajillas, la computadora son herramientas del tiempo. Se vendieron como instrumentos de una liberación cuyo principal síntoma sería contar con más tiempo. Y, sin embargo, ¿cuántas veces no nos hemos detenido, sin resuello, a pensar adónde vamos y qué tan exhaustos estamos? ¿Con qué herramienta tecnológica conseguiremos liberar el tiempo? Otro problema de nuestra contemporaneidad a menudo libérrimamente difusa es la falta de expectativas. No solo laborales y, en consecuencia, vitales, sino del calendario. El capitalismo de consumo adopta, en ese sentido, formas perversas: cada vez llegan antes los panes de muerto o aparecen antes los árboles de Navidad. Cada vez se extenúan antes las tarjetas de crédito. Justamente, el crédito es una operación financiera con amplias repercusiones en las expectativas con que construimos nuestra subjetividad: el tiempo bíblico no prevé el crédito sino la forma de esperanza que libera, es decir, la transcendencia, personal y colectiva. Nos faltan efemérides, la confirmación del ciclo de la vida, del año con sus estaciones (primavera, verano, otoño, invierno; lluvia torrencial y época de seca). Es decir, nos sobra fiesta porque la única fiesta que nos autorizamos es la del consumo. En este sentido, conviene recordar que uno de los pocos episodios que los cuatro evangelios sinópticos toman cuidado en registrar es la furia de Jesús cuando expulsa a los mercaderes del atrio del Templo de Jerusalén. Lo sagrado y los rituales que le dan sentido no son afectos a la compraventa.
El jubileo israelita, que la etimología popular (falsa pero resonante) vincula con la jubilación, era el momento de liberarse de las deudas, de los votos, de las obligaciones y de todo lo que aherrojara al ser humano a los requisitos de un toma y daca terreno. La tierra quedaba en barbecho. Ninguna deuda atenazaba tras el jubileo al ser humano, fruto de esa misma tierra (Adán, en la comprensión etimológica, de nuevo espuria pero verosímil que acredita el relato del Génesis, proviene de la tierra roja que se puede cultivar, adamá, el barro primigenio, una Pacha Mama mediooriental):
Y santificaréis el año cincuenta, y pregonaréis libertad en la tierra a todos sus moradores: este os será jubileo; y volveréis cada uno a su posesión, y cada cual volverá a su familia. (Levítico 25:10)
Tradicionalmente (es decir, hasta hoy mismo y quizá aun mañana) el trabajo de lo que sustenta la existencia es femenino: la casa, los cuidados, el desapego de una misma, la enfermedad producto de velar por los enfermos. Entre finales de la Edad Media y principios de la Modernidad, una revolución silenciosa y profunda remeció el mundo judío del Mediterráneo, entonces poblado de exilios y catástrofes. Fue la revolución de la cábala. El fundamento de esta revolución fue revalorizar el tiempo: lo sagrado en lo cotidiano. En una lengua como el hebreo en la que todo tiene género, masculino o femenino, el dialecto cabalístico del shabbat habló, desde el principio, en femenino. Es desde entonces que son precisamente las mujeres las sacerdotisas del tiempo sagrado del descanso: asher qidshanu bemitzvotav vetzivanu lehadlik ner shel shabat. El código sagrado con que se inicia el descanso semanal es prácticamente la única bendición de la liturgia judía que solo pueden pronunciar las mujeres. En un artículo reciente, Edgar Straehle analiza las ideas de Hannah Arendt respecto de la naturaleza del trabajo. Para Arendt, en la lectura que hace Straehle de su libro fundamental de 1958, La condición humana, “el mayor problema del trabajo […] era su reiterado vínculo histórico con la necesidad, la constricción, la fatiga, el dolor, la explotación y, en fin, la violencia”. Echando mano de la etimología, en numerosas lenguas se encuentra esa relación inquietante entre trabajo, coacción y servidumbre. Todas las lenguas romances de Occidente, hijas desgreñadas del latín del populacho (el otro latín, el de Séneca y Cicerón pero también el de los padres de la Iglesia o el de los humanistas algo ceñudos del Renacimiento, nunca lo habló nadie), concuerdan en derivar las palabras que utilizan para trabajo de un instrumento de tortura, el tripalium, que los romanos no conocieron. Esta etimología, como casi todo en la historia, es falsa. Pero lo falso no es sinónimo de inútil o, aún menos, de inverosímil: el arado, el torno, el lavadero, el trapeador, el escritorio de la computadora, acaban agotando. Ningún instrumento de la plusvalía, por muy necesario que sea el rédito económico, libera. Todos, sin excepción, acogotan y acongojan. El alemán, esa lengua que a menudo destaca por su ceño fruncido, no toma prisioneros en la etimología del concepto con que designa el trabajo: Arbeit. El alemán literario es fruto de un refugiado político, Lutero, que tuvo que ocultarse de la inquina del emperador. Durante ese tiempo pergeñó el documento fundacional de la lengua alemana moderna: su magna traducción de la Biblia a partir de las lenguas originales. Si se va a lo hondo de las raíces de la palabra Arbeit resuenan los ecos de una congoja inmemorial. La raíz se enreda en la memoria de los siglos con la de huérfano (Waise, de la raíz indoeuropea *-orbh, relacionado con Erbe, “herencia”) y con la noción de una actividad que resulta penosa. La redención conceptual de Arbeit empezó precisamente con Lutero y su asunción de la moral burguesa, la glorificación del trabajo y de la acumulación de capital como medio de edificación (no me miren así: no lo digo yo, lo dice Wolfgang Pfeifer, autor de la entrada correspondiente en el Etymologisches Wörterbuch des Deutschen, publicado en 1993). Es decir, los alemanes supieron desde siempre que nada bueno podía surgir de la enajenación de la plusvalía. El ser humano ha sido consciente de que el fruto de su trabajo, como el fruto del vientre de la persona que da a luz, se pare con dolor. ¿Cómo redimir ese dolor? ¿Cómo convertir el agotamiento en esperanza? La Biblia, documento fundacional de la civilización, propone que lo único perdurable de la vida humana es la necesidad del reposo y del consuelo. Hay que comer y para comer hay que trabajar porque así lo dicta el orden social. Pero ese no puede ser el sentido de la vida. El escritor bíblico, desde la ventana de su escritorio en las colinas de Jerusalén, no podía ser optimista. Siempre ha sido un momento difícil para los seres humanos: los primeros capítulos del Génesis, que imaginan nuestro origen compartido, son antropológicamente pesimistas. La receta para sobrevivir a la fatiga está escrita en hebreo desde por lo menos la época del reino de David y Salomón, en que quizá se terminó de redactar el Génesis: la efeméride, la fiesta, el reclamo del tiempo, la necesidad de lo sagrado (con-sagrado). Es decir, la abolición de la plusvalía para que la vida no sea una mercancía y tenga, por fin, sentido.
Imagen de portada: Moshe Ganbash, Shiviti, ca. 1938. The Jewish Museum Collection