dossier Daños Colaterales SEP.2018

Un pastel para Mario Aburto

Laura Sánchez Ley

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Ah, ¿a poco Rafa se puso triste por mí? Ya sabe bien que yo le echo ganas aquí. Pues sí, pero estas fechas no son para que se pongan tristes, al contrario, que se pongan contentos de que está toda la familia ahí reunida y que tengan fe en que yo algún día tengo que estar con ustedes, no pierdan esa fe.” Mario Aburto


El ritual se repite cada 3 de octubre: un joven se para frente a un pastel que varios miembros de su familia eligieron cuidadosamente. Se aseguran de que tenga el sabor perfecto, la combinación idónea entre el pan esponjoso, el betún de mantequilla con azúcar glas y las velas bien clavadas. En el comedor anacrónico de la casa de sus abuelos en Long Beach, California, escucha “Las mañanitas”, primero en español, luego en inglés. Aplauden, gritan. Los cánticos se extienden una eternidad y se tararean una y otra vez. Parece que es un momento desagradable para el joven: al menos es lo que las muecas en su rostro, aún de adolescente, dejan entrever. Tuvo que despedirse de los vecinos con los que andaba en el patio y entrar a la casa. ¿Y todo para qué? Para soplar las velas de ese maldito pastel perfecto. Mario, se llama, tiene 22 años y está celebrando un cumpleaños. Tal vez no le desagradaría tanto pararse en el comedor y ver al abuelo en silla de ruedas aplaudir eufórico, a la abuela llorar desconsolada o a sus primos mirar el reloj constantemente con cara de let’s go, si ese 3 de octubre fuera su cumpleaños. Sólo de él. Mario lleva el mismo nombre de un tío que cumplía años ese día, por eso a sus parientes se les ocurrió una grandísima idea: para honrar al tío que ya no está le cantan “Las mañanitas” por el único hecho de llamarse como aquél. Tal vez no le desagradaría tanto si hubiese conocido al mentado pariente; o si no lo hubieran querido secuestrar en la primaria cuando pensaron que era hijo del tío ése; o si aquel día en la secundaria cuando una maestra leyó en voz alta su nombre y apellido no hubiera soltado una risita burlona. Si en la highschool, cuando le dio un ataque de gastritis, la enfermera no hubiera gritado: “¡Mario Aburto! ¡Mario Aburto! ¿No me digas que tu papá es el asesino?” Se llama como el tío, Mario Aburto, el asesino confeso del candidato presidencial Luis Donaldo Colosio Murrieta. Este año alcanzará la edad que tenía Mario Aburto Martínez cuando presuntamente mató al político priista, el 24 de marzo de 1994 en Tijuana. La celebración es una catarsis para representar al hijo ausente, que fue encarcelado hace 24 años y no han visto desde entonces.


Alejandra España, Fragmentos de casa, 2013


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“Hay que seguir. Sí, si la vida me ha enseñado algo es a no dejarme vencer tan fácilmente, ahora ya no me van a poder vencer, por eso, ¿cuánto tiempo duré sin hablar con ustedes? Papá, me dio gusto hablar con usted, ¿cuándo podría hablar con mis hermanos? Si quieres, cambio las llamadas para otros días.” M. A.


Fue hace casi diez años en Tijuana: el hombre me lo entregó destartalado, las hojas se habían vuelto amarillas y la tinta había comenzado a diluirse. Se sostenía con grapas viejas, con clips oxidados, la evidencia estaba ahí, casi suelta. Hojas y hojas con testimonios que ofrecían detalles pormenorizados que nadie se había atrevido a reproducir. Después del 24 de marzo de 1994, la prensa avaló la versión del gobierno encabezado por Carlos Salinas de Gortari: sólo hubo un asesino, un loco solitario que mató al candidato que se habría convertido en presidente. Durante el juicio contra Aburto publicaron versiones oficialistas del crimen. Un asesino con personalidad borderline, empleado maquilador, marginal que había escrito un manifiesto llamado “El Caballero Águila”, donde supuestamente confesaba su crimen. Nada se sabía de la familia del joven de 23 años que supuestamente le disparó dos balazos con un revolver Taurus calibre .38 a Luis Donaldo Colosio. Desde el día en que le perforó la cabeza con una bala, y traspasó la chamarra Burberry aperlada hasta llegar a su abdomen con otra, el apellido Aburto está maldito. El hombre que me entregó el expediente se llamaba Víctor y había sido testigo en el juicio de asilo político que solicitó la familia del presunto homicida. Los documentos narraban las tragedias ocurridas después de ese día. El 24 de marzo de ese año, el padre de Mario, el señor Rubén Aburto, salía de trabajar de una fábrica de madera en Estados Unidos, a donde había emigrado unos años antes. Prendió la televisión y escuchó su apellido. Vio a su hijo sangrando y arrastrado por una multitud. En Tijuana, Baja California, donde vivía María Luisa, la madre de Mario Aburto, con sus otros tres hijos, una vecina le gritó: ¡Prenda la tele! La respuesta instintiva de la madre fue: ¡Está sangrando, está herido! Unas horas después del asesinato, María Luisa fue detenida y trasladada a la Procuraduría General de la República (PGR) junto con sus hijos: Karina, de diez años, Elizabeth, de diecisiete, y José Luis, de veinte. Fueron sacados de su vivienda en la colonia Buenos Aires, entonces una zona pobre y apartada, cerca de la medianoche. Se llevaron un baúl, el famoso baúl de madera, que contendría la supuesta evidencia para sentenciar a Mario Aburto unos meses después. Interrogaron a María Luisa y la metieron en los separos de la PGR, un edificio oscuro donde rivalizaban el olor a tabaco y la peste. Fue ahí donde un grupo de policías les ordenó a las jovencitas que se quitaran la ropa: un momento traumático que las adolescentes aún recuerdan con asco. “Modelen para nosotros”, les gritaban los policías de panza doble, papada grasienta y voz rasposa. José Luis, el hermano menor de Mario —ojos chiquitos, cabello chino y nariz chata— fue torturado para que confesara su participación en el asesinato. Que se iba a ir al infierno, a la chingada. Le metieron un arma en la boca y amenazaron con asesinarlo. Golpeados y abusados, los Aburto fueron liberados unas horas después. El expediente también ofrecía detalles de los días posteriores. Durante varias noches fueron aterrorizados en su vivienda. Les lanzaban tiros al aire, trataron de forzar las ventanas y un auto sin placas los vigilaba todo el tiempo. Un día de mayo de 1994, los Aburto decidieron escapar a Estados Unidos: se presentaron en la garita de San Ysidro, en la frontera con las autoridades estadounidenses y solicitaron asilo político. Así los conoció Víctor, el hombre que me entregó los documentos. Las autoridades aprobaron los argumentos que presentaron los abogados de la familia y dijeron que había suficiente evidencia para determinar que las personas que solicitaban asilo habían sido blanco de persecuciones como resultado de las divisiones en el interior del Partido Revolucionario Institucional (PRI). “El asesinato de Colosio estará arraigado en la historia de la política violenta que data desde la fundación de ese partido; el asesinato ha sido históricamente el método de eliminación de personas que están fuera de sintonía con el partido.” El documento explicaba que el asesinato del candidato fue orquestado por miembros del PRI. Este veredicto convirtió a los familiares en asilados y a Mario Aburto en un preso político del Estado mexicano, al menos para las autoridades de Estados Unidos. Estas hojas sin orden quedarían resguardadas en los anaqueles de Víctor durante más de veinte años. Mientras su familia pedía refugio en Estados Unidos, Mario Aburto era juzgado por el Juez Primero de Distrito del Estado de México, Alejandro Sosa Ortiz, quien lo sentenció a pasar 42 años en prisión, en el penal de máxima seguridad de Almoloya de Juárez.


Alejandra España, Máquina I, 2013

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“Cuida mucho a los niños, salúdame a todos por allá, a Karina dale buenos consejos, ya que yo no puedo estar allá; tú eres la hermana mayor de Karina al no estar yo, porque ella me tiene mucha confianza, pero ahora que no estoy, entonces necesita a alguien con quien hablar y que le dé consejos, te la encargo mucho.” M. A.


Desde el día del asesinato nadie de la familia Aburto ha visto a Mario. Primero no podían regresar a México por su condición de asilados políticos, después, cuando obtuvieron la residencia estadounidense, por temor a ser asesinados. Creen que en cualquier momento podrían matarlos, aunque han pasado más de dos décadas. Se han acostumbrado a ver materializado al hijo, al hermano, al primo, en distintos objetos. Los Aburto sólo tienen una fotografía de él, la única que no se llevaron las autoridades mexicanas cuando ingresaron a su casa. De su Mario no conservan nada. El señor Rubén Aburto se ha vuelto un hombre envejecido, enfermo, desconfiado, obsesionado con gritar por aquí y por allá que su hijo es inocente y el verdadero asesino anda suelto. Siempre carga un fólder y lo muestra a quien tenga la paciencia de ver todo lo que lleva dentro: recortes de la época, las cartas que Mario manda desde prisión, declaraciones de políticos y fotografías de Luis Donaldo Colosio muerto. Esconde una pequeña cajita por los rincones de la casa, su posesión más valiosa, donde guarda las grabaciones de las pláticas telefónicas que tiene con su hijo cuando lo llama desde prisión. Encuentra al hijo ausente no sólo en el nieto al que llamó igual, también en los casetes, en el metal, en la cinta magnética que graba. Ahí está Mario. Una diabetes mal cuidada y la constante obsesión con el hijo aceleraron el daño irreversible de una enfermedad que llegó hace muchos años. Rubén casi no se mueve, anda en una silla de ruedas eléctrica que acelera al ritmo de la paranoia que lo acecha. La obsesión de Rubén se ha convertido en la de todos los Aburto: cada que suena el teléfono sienten una emoción indescriptible. ¿Será Mario? Pero él no llama desde hace varios años. En 2016 me comuniqué con una trabajadora social en el penal de Huimanguillo, Tabasco, a donde Mario fue trasladado. Me hice pasar por una pariente y la mujer me aseguró que el presunto asesino del candidato Colosio no quería hablar. Firmaba una hoja y dejaba por escrito que no quería hacer más llamadas telefónicas. Estaba deprimido, según ella. Pero en casa de sus padres y hermanos ahora creen que es el gobierno mexicano quien le impide hablar. Desde hace algunos años piensan que el hijo fue asesinado en prisión. Pero a México no pueden regresar, dicen, porque también podrían ser asesinados. Los Aburto comparten la paranoia de Rubén, la obsesión, el desfase con la realidad que se ha agravado con los años.


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“¿Por qué te estoy felicitando? Porque es tu cumpleaños hoy, mamá, ya se te había olvidado, desgraciadamente no tengo nada para darte. ¿No es hoy? Ah, sí, híjole bueno ya no me acuerdo de la fecha.” M. A.


Los Aburto también encuentran al hijo en historias ficticias como la que contaron a los niños durante más de una década: para los pequeños Aburto, el hombre que llamaba una vez a la semana durante diez minutos vivía en un rancho de un país llamado México. Los niños preguntaban cariñosamente cómo iba el trabajo en el rancho. Para ellos el tío era un granjero que vivía rodeado de animales. Mario, ansioso de traspasar las paredes chamuscadas de mugre en Almoloya, al menos telefónicamente, les contestaba que había adquirido un caballo, que nacieron puercos o recolectó huevos. Hasta que un día el propio Rubén, el padre aferrado a la idea de que su hijo está en un pastel o en un casete, mató a Mario Aburto. Al menos al tío utópico de los niños Aburto. Rubén le dijo a su hijo que prendiera la televisión. Ahí estaba él, hablando de Mario y Colosio. Seguido de las imágenes de archivo eternas: la sien reventada del candidato, la muchedumbre, Mario sangrando. Las imágenes iban una y otra vez. Los niños Aburto acusaron de mentirosos a los papás. ¿Cuál era el verdadero Mario? ¿El asesino? ¿El de las llamadas telefónicas? Fue por esa época que el niño Mario Aburto empezó a pararse detrás del pastel. Han sido muchos los agravantes para mantener en perpetuo estado de duelo a los Aburto Martínez. Las versiones encontradas de la prensa, una supuesta suplantación dentro del penal, el chivo expiatorio, el crimen de Estado, los largos periodos de incomunicación, el acoso mediático. Después de 24 años, los Aburto siguen en negación. La última vez que tuve noticias de que Mario llamó a María Luisa, su madre, ella le platicó que había cocinado carne con chile. Él le pidió detalles, descripciones del sabor, ¿quiénes la comieron? Rubén grabó la conversación y la ha escuchado una y otra vez.

Alejandra España, Dorado II, 2013

Imagen de portada: Alejandra España, F2, 2012.