Bukele, un autoritario disfrazado de hipster

Populismos / dossier / Diciembre de 2022

María Luz Nóchez

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El primero de junio de 2019 Nayib Bukele se convirtió, con 37 años, en el presidente más joven de la historia de El Salvador. Desde que apareció en el ecosistema político del país, en 2011, se le ha calificado como un político “hipster”, término utilizado para describir a aquellos con ideas progresistas y un estilo peculiar para vestirse. Su meteórica vida política, sin embargo, da cuenta de que el apelativo no es más que una fachada. Sus chaquetas de cuero, los trajes sin corbata, sus calcetines multicolores, la barba poblada y la gorra hacia atrás son solo artilugios para que parezcan atractivas sus prácticas autoritarias. Y funcionan, tanto en El Salvador como en el resto de América Latina. Todos quieren un Bukele en sus países, y hasta los políticos hacen campaña copiando su estilo, incluyendo el tono autoritario.

​ A Bukele le gusta rodearse de soldados, ama la represión y coquetea con el caos. Las ideas progresistas de los hipsters a los que copió el atuendo no se corresponden con su forma de hacer política. La opacidad, el conservadurismo, el control y la opresión hacia cualquier voz disidente han sido constantes en cada uno de los puestos de función pública que ha ocupado desde que en 2012 fue electo alcalde de Nuevo Cuscatlán, un pequeño municipio a trece kilómetros de la capital que ha tenido un desarrollo inmobiliario acelerado en los últimos años. De ahí saltó a la alcaldía capitalina y luego a la presidencia, siempre a la caza de enemigos (adversarios políticos, medios de comunicación, organizaciones de la sociedad civil, organismos internacionales, la ley misma) a los cuales culpar cuando no pudo cumplir sus promesas.

​ A tres años y medio de asumir la presidencia, su manera de gobernar es comparada a la de Hugo Chávez y Daniel Ortega, figuras a las que cualquier progresista renunciaría. Bukele, mientras tanto, presume de su política de seguridad más efectiva: un régimen de excepción que, después de ocho meses de vigencia, poco tiene de excepcional, y en donde suprimir derechos constitucionales ha sido la única garantía para la “seguridad” de los y las salvadoreñas. Eso sí, solo de quienes el oficialismo considera “honrados”. Para los demás, palo y cárcel.

*El dinero alcanza cuando nadie roba*, cartel del partido Nuevas Ideas, 2020 El dinero alcanza cuando nadie roba, cartel del partido Nuevas Ideas, 2020


De empresario a político altruista

Nayib Bukele inició su carrera política en el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), el partido de izquierda formado por la guerrilla que se enfrentó a las Fuerzas Armadas durante los doce años que duró la guerra en El Salvador. Los estatutos del FMLN lo perfilan como un partido revolucionario, socialista y de representación de las mayorías, por lo que la afiliación de Bukele pudiera parecer incompatible con la clase social de la que provenía: según un perfil publicado en septiembre de 2021 en el periódico digital El Faro, sus ingresos eran de 120 mil dólares anuales cuando se postuló como candidato a alcalde. Aun así, nada de esto es extraño. Obermet, una de sus empresas, había realizado campañas publicitarias para este partido desde 2000, mientras que su padre se consideraba amigo íntimo de Schafik Hándal, líder histórico del FMLN fallecido en enero de 2006. No obstante, Bukele siempre marcó distancia con el partido y no usó su eslogan ni sus colores para hacer campaña. El centro de atención siempre fueron su rostro y su nombre.

​ Su entrada a la política nunca ha merecido mayores explicaciones que la de abandonar sus privilegios: “Decidí levantarme de mi silloncito y hacer algo por el país”, dijo durante un debate en 2012. Se vendió como un político honesto al que no le hace falta apropiarse de los fondos de un municipio pequeño y acuñó la exitosa frase de “El dinero alcanza cuando nadie roba”. Una vez electo, anunció que su salario como alcalde sería donado para becar a estudiantes, abrió una convocatoria para dar trabajo a “personas talentosas” y repartió alimentos en municipios vecinos. Hacia el final de su mandato como alcalde, en 2014, la deuda de Nuevo Cuscatlán había ascendido un 320 por ciento con respecto a cuando recibió la comuna, y fue catalogada por el Ministerio de Hacienda dentro de la peor categoría financiera. Apenas dos años después, toda la información relacionada con su gestión fue declarada bajo reserva. Para entonces el municipio estaba —y está— bajo el poder de personas de su confianza.

​ En 2014 anunció su interés en competir por la alcaldía de San Salvador, cargo generalmente usado para catapultarse a la presidencia. Pese a la debacle financiera que ocasionó en el municipio que dirigía, en el imaginario colectivo salvadoreño ya era concebido como un hombre de acciones —sobre todo rimbombantes— y un visionario. Prometió convertir el centro histórico de la ciudad en un espacio seguro de recreación para locales y extranjeros y hasta sugirió que con skateboarding y break dance era posible rescatar a los jóvenes de la violencia de las pandillas.

​ Su proyecto en el centro histórico consistió en pavimentar las plazas, iluminar los edificios patrimoniales con luces led, negociar con las pandillas y trasladar, fallidamente, las ventas ambulantes a un edificio convertido en mercado que los comerciantes rechazaban. Los ambulantes poco a poco fueron tomando las calles nuevamente, y aunque se reprodujo el caos en las áreas aledañas a las tres plazas principales del centro histórico, Bukele logró un cambio en la mentalidad de las personas que, antes del remozamiento, no se acercaban al lugar más que en casos de necesidad. Esta área, que era una zona de tránsito, empezó a convertirse en un nuevo punto de reunión para la vida nocturna, sobre todo de jóvenes. Se inauguraron cafés, restaurantes y bares, y sitios como el mítico billar La Dalia tuvieron que transformarse para recibir a un nuevo tipo de visitantes. Algunos lo llamaron “la hipsterización del centro histórico”.

​ En un país donde los parques apenas existen y los centros comerciales son el principal destino de entretenimiento familiar, esta falsa liberación del centro histórico de la ciudad fue un golazo para la carrera política de Nayib Bukele. En aquellos tiempos era común escuchar frases que ensalzaban el cemento, las luces led y los bares como una gran obra. Si eso había logrado como alcalde de San Salvador, pensaban algunos, ¿qué no lograría como presidente? Este era su as bajo la manga, por lo que no escatimó en saltarse la ley si eso le permitía terminar su proyecto urbanístico justo a tiempo para lanzar su candidatura presidencial.

​ Entre febrero y marzo de 2017, Bukele violó lo establecido por la Ley Especial de Protección al Patrimonio Cultural y usó la fuerza contra un equipo de arqueólogos para garantizar que no paralizaran su obra. En el proceso se había identificado el hallazgo de vestigios arqueológicos, pero el alcalde dijo que no se detendría “ni aunque encuentren la tumba de Atlacatl”, un mito de la sublevación indígena salvadoreña. Finalmente, se ofreció a pagar para que las excavaciones se realizaran después de la inauguración. El gobierno, que entonces seguía a manos del FMLN, le dio la razón y Bukele se salió con la suya.

​ Por sus constantes críticas al FMLN se ganó la simpatía de varios periodistas, sin embargo, para quienes han seguido desde el principio su carrera política con cierta desconfianza, un precedente como este encendió las alarmas sobre su forma de gobernar.

Familia Bukele en el día de las madres, 2021. Tomado de @nayibbukeleFamilia Bukele en el día de las madres, 2021. Tomado de @nayibbukele

​ La primera gran bandera roja de su matonería la ondeó en febrero de 2016 frente a las oficinas de la Fiscalía General de la República. Para esas fechas, el fiscal general investigaba el hackeo de la página de La Prensa Gráfica presuntamente por órdenes del entonces alcalde de San Salvador. Bukele convocó a sus seguidores a través de su cuenta de Twitter, quienes aparecieron uniformados con camisetas color cyan con la leyenda #TeamNayib y pancartas que decían: “Todos somos troles”. Rodeado de unas dos mil personas, Bukele subió a la tarima, agarró el micrófono y advirtió al fiscal que si seguía adelante con esa investigación “el pueblo lo va a ir a sacar de la oficina”. A esa congregación llegaron personas que no tenían idea ni siquiera de qué era un trol, otros no sabían de qué iba la acusación, y otros más ignoraban que —para entonces— Bukele no era el presidente. “Nosotros no vemos las noticias”, confesó a El Faro una de las asistentes, quien junto a su familia agradeció que le dieran almuerzo por el simple hecho de presentarse. Los sospechosos fueron eventualmente declarados inocentes.

​ Ni esa amenaza velada al fiscal general ni el incumplimiento de una ley secundaria afectaron la popularidad de Bukele. Es más, la potenciaron. Sus arrebatos lo perfilaron como un hombre fuerte que se impone y pasa por encima de la autoridad, venga esta de donde venga. En julio de 2018 amagó, incluso, con un llamado a la insurrección invocando el artículo 87 de la Constitución, luego de acusar a la Fiscalía de intentar bloquear su elección presidencial. “Ya no vamos a bajar la cabeza”, tuiteó, como si alguna vez hubiera optado por el diálogo en lugar de usar la fuerza.

​ Antes de exhibir su lado más agresivo, Bukele se había mostrado relajado en apariciones públicas. En 2015, por ejemplo, cuando llevaba apenas tres meses como alcalde de San Salvador, se presentó a la feria montada de la capital, que celebraba las fiestas patronales, para aceptar el reto de subirse al tagadá sin caerse. Su adversario era un personaje famoso entre los jóvenes llamado Smara la Gabana, interpretado por Salvador Alas, quien luego se convertiría en el Comisionado de la Juventud de su gobierno. Más adelante, en 2018, colocó una pantalla gigante en la plaza que divide el centro de San Salvador del resto de la ciudad para proyectar un episodio de Dragon Ball Z, lo cual le valió aplausos hasta de sus detractores.

​ Bukele, además, ha usado las redes sociales para mostrarse como alguien transparente y en constante contacto con su pueblo, aunque el acceso a internet en móviles (no banda ancha) apenas llegaba al 55 por ciento de la población en 2020. Contrario a los demás políticos, que han dependido siempre del territorio para hacer campaña, al presidente le basta hacer transmisiones en vivo por Facebook, Twitter e Instagram para ganar adeptos. De hecho, durante su campaña presidencial realizó un solo mitin y sus participaciones públicas para atender preguntas de sus seguidores tuvieron lugar en dos universidades: una pública y una privada.

​ Una vez que se juramentó como presidente, obvió las conferencias de prensa y las entrevistas a medios de comunicación locales para hacer de Twitter su canal oficial. Desde ahí despidió, al mejor estilo de Donald Trump, a funcionarios nepotistas del FMLN que trabajaban en el Ejecutivo para después instalar a sus propios familiares, y desarmó las secretarías de Transparencia, Planificación e Inclusión Social. Los aplausos siguieron llegando porque sus acciones eran concebidas como actos de justicia. El pueblo quería venganza y Bukele la alimentaba.

​ La matonería de Bukele no hizo más que escalar. El 9 de febrero de 2020, a nueve meses de asumir el poder y después de amenazar a los partidos de oposición con disolver el poder legislativo si no votaban por un préstamo, tomó la Asamblea con la ayuda de los militares. Tras convocar a sus seguidores a una manifestación pública, estos le pidieron enardecidos que los dejara entrar en masa para ayudarle en su misión. Bukele dio un giro oportunista a su discurso y aseguró que su presencia era la de un mediador que buscaba calmar los ánimos de una turba violenta.

​ En 2021 su partido ganó 56 asientos en el Congreso luego de pedir a los ciudadanos el voto por “la N de Nayib”. Desde el 1 de mayo, cuando tomaron posesión de sus cargos, estos congresistas han sido piezas clave en el desmantelamiento de la institucionalidad salvadoreña, pues destituyeron al fiscal general y a los miembros de la Sala Constitucional para, contradiciendo la letra de la Constitución, abrirle a Bukele la puerta de la reelección y cerrar las unidades especiales que investigaban actos de corrupción cometidos en su gobierno.

​ Mientras todo esto pasa, Bukele desvía la atención en Twitter. Ha cambiado antojadizamente su biografía, en donde ha sido alcalde, líder del ejército de troles, presidente, papá de Layla (su hija nacida en 2019), dictador de El Salvador o CEO de El Salvador, entre otros. De igual forma, ha cambiado su imagen de perfil, intercalando fotos reales con fotos intervenidas mediante una app que muestra cómo se vería de anciano o del sexo opuesto. Su comunicación es políticamente incorrecta y rehúye la diplomacia. A cualquiera que lo critique lo acusa de “repetir el pasado”, algo que para él no existe. La historia empezó y se hizo con su llegada a la presidencia, no importa lo que digan los académicos.

​ Su tono solo se modera cuando habla de Dios.

Registro del despliegue militar de Nayib Bukele contra las pandillas, El Salvador, 2021. Tomado de @nayibbukele Registro del despliegue militar de Nayib Bukele contra las pandillas, El Salvador, 2021. Tomado de @nayibbukele


Del camino de Belén a la Presidencia

En diciembre de 2014, cuando ya era candidato a la alcaldía de San Salvador, Bukele lanzó su mensaje de Navidad declarando: “Mi abuela nació en Belén”. Nadie recuerda ahora lo que decía el resto del spot, pero esa frase quedó marcada en el imaginario colectivo de las y los salvadoreños. En un país conservador como este, el uso de la religión con fines proselitistas ha sido siempre muy redituable. Todos los partidos la han utilizado sin ningún reparo y es usual que previo a las elecciones se dejen bendecir por sacerdotes y pastores evangélicos en eventos públicos. Bukele, como buen publicista, ha sabido sacar el mejor provecho de ello.

​ Relacionar su origen con el lugar donde nació Jesús no es cualquier cosa. Y en la medida en que sus acciones populistas hicieron crecer su aceptación, sus seguidores empezaron a reconocerlo como un “enviado de Dios” para rescatar El Salvador. Por supuesto, no llegaron a esa conclusión solos, sino que ha sido labrada a partir de una construcción mediática del Bukele pastor y mesías a quien le es revelada la verdad “directamente de Dios”, según él mismo ha dicho en varias ocasiones.

​ Pero la publicidad no basta. Convertirse en un mesías moderno para la ciudadanía ha implicado el trabajo directo de aquellos en quienes más confían los feligreses: los pastores evangélicos. Dicha complicidad fue revelada por el mismo presidente y un grupo de pastores representantes de la Alianza Evangélica de El Salvador en julio de 2019, durante un evento privado al que la prensa no fue invitada. Sin embargo, este fue el segundo encuentro de gran magnitud que Bukele sostuvo con los evangélicos. En el primero, ocurrido en vísperas del cierre de su campaña electoral, el entonces candidato se comprometió a crear una Secretaría de Valores de rodillas ante un grupo de pastores que lo ungieron como futuro presidente sobre una tarima. Para entonces era sabido que Bukele sería electo. Todas las encuestas le daban ventaja sobre sus opositores, pero ninguna ayuda sale sobrando, menos aún la que utiliza a los feligreses como moneda de cambio. El favor de los pastores, por supuesto, no es gratis y viene atado con la garantía de mantener el statu quo conservador.

​ Bukele sabe que la despenalización del aborto y los derechos para las poblaciones LGBTIQ+, como el matrimonio o el derecho a la identidad, no son populares en El Salvador. Por eso no le importa ser interpelado por sus posturas retro, aunque sean incompatibles con la imagen de presidente cool que tan desesperadamente quiere proyectar.

Imagen de portada: Familia Bukele en el día de las madres, 2021. Tomado de @nayibbukele