Y cada noche perfecciono mi plan

Espías / dossier / Junio de 2024

Lucía Lijtmaer

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And every night I hone my plan How I will get my satisfaction How I will blow your paradise away away, away ‘Cause I spy Pulp


Una de las canciones que más me gusta tararear es “I Spy”, de Pulp. En ella, el protagonista, que asumimos es un trasunto del cantante y letrista Jarvis Cocker, describe cuál es su actividad diaria: espiar a chicos, chicas y adultos de su barrio en una ciudad industrial del norte de Inglaterra.

​ Iba a decir que no sé por qué me gusta tanto esa canción, pero lo sé perfectamente: el acto de espiar de manera enfermiza es, quizás, la propuesta literaria, cinematográfica o artística en general que me fascina por encima de todas las cosas. A otra gente le gustan las historias de amor o las novelas de fantasmas, a mí me gustan las de stalkers.

Fotograma de *Mujer soltera busca* de Barbet Schroeder, 1992Fotograma de Mujer soltera busca de Barbet Schroeder, 1992

​ Para empezar, porque es un acto de honestidad. Dejemos de lado la legalidad vigente, si un personaje espía a sus vecinos todos los días, sabemos que nos está contando algo veraz, y —aunque esto probablemente sea carne de diván lacaniano— algo con lo que yo, personalmente, me puedo identificar. Hacerle saber al espectador o al lector que una persona espía compulsivamente es la mayor confesión de amor hacia tu audiencia. Estás admitiendo tus pecados más ocultos y mostrándoselos para que te juzguen. Sí, mírame, soy esto. No estoy orgullosa de ello, pero soy esta enferma, esta obsesiva, esta incapaz. Tengo problemas de sociabilización y una enorme curiosidad. Es lo que nadie se atrevería a poner en una biografía de Tinder. Es encontrarte en el baño justo después de masturbarte, frente al espejo, con la ropa interior bajada después de haber fantaseado con… bah, mejor ni escribirlo. Con lo que cada uno fantasee. Honestidad, a toda marcha, a toda hostia, así, sí, sin frenos.

​ ¿Cuáles son los personajes más interesantes en la ficción? Kathy Bates en Misery, Jennifer Jason Leigh en Mujer blanca soltera busca, Glenn Close en Atracción fatal. Hay algo profundamente humano en todas ellas: han mostrado sus debilidades, su soledad, y la han proyectado sobre un amor, una amistad o un artista. ¿Acaso, si despojamos esas películas y libros de su banda sonora llena de violines y sombras aterradoras, no nos encontramos con un espejo un tanto oscuro de nosotros mismos? ¿Qué es Glenn Close si no cualquiera de tus yos anteriores enamorados de un hombre casado, que intentó una receta culinaria innovadora con un conejo? Si despojamos a Jennifer Jason Leigh de su subtrama con una hermana gemela a la que acuchilló, ¿no es cualquiera de nosotras, absolutamente fascinadas con nuestra mejor amiga que hasta le copiamos el peinado y la ropa y, en ocasiones, nos acostamos con su ex?

​ Nótese que me he centrado únicamente en mujeres y películas de los años ochenta y noventa; este acto, por supuesto, no es casual. He optado por mis heroínas de adolescencia porque formo parte de esa generación que bordea entre la Generación X y la Millenial, que algunos han bautizado como “Generación nada” o “Millenials Geriátricos”. Somos aquellos que no nacimos con internet ni redes sociales sino que tuvimos que socializarnos con ellas a partir de la veintena, cuando prácticamente nuestros lóbulos cerebrales frontales ya estaban del todo formados. A nosotros, internet no nos jodió la infancia y la adolescencia. Solamente la adultez.


Hace veinticinco o treinta años, stalkear requería un compromiso respecto al objeto de tu obsesión. Requería horas de fantasía e imaginación. Conocer las páginas amarillas de la ciudad del objeto de tu obsesión, los horarios de transporte, y algo inconcebible en estos tiempos: socializar para obtener información. Hoy todo está a golpe de clic. ¿Por qué nos gusta saber? O mejor dicho, ¿por qué, en la actualidad, nos gusta indagar compulsivamente? La respuesta más evidente es que se trata del signo de nuestra era. Con tres horas en la red podemos saber más sobre una persona que vive en nuestro edificio que si nos tomamos un café con ella. Podemos conocer sus aficiones, gustos, horarios de trabajo, dónde pasa las vacaciones, con quién, qué música escucha, si tiene un ex, sus hábitos alimenticios y los de su pareja; si lee, pesca o le gusta el cine de terror. Por supuesto, dónde trabaja, con quién y cuánto gana al mes. Toda esa información no solo está en las redes sino que la solemos ofrecer nosotros al mejor postor. Pero eso, a estas alturas, lo sabe todo el mundo.

​ Lo que puede resultar interesante en un principio y mucho más inquietante después es en qué momento la curiosidad se torna en algo más. Al estar ofreciendo nuestra intimidad diariamente, para quien la quiere, ¿qué pasa cuando alguien se engancha a ella? Hay quien hace de eso una profesión —influencers o cualquiera de esas especies contemporáneas de trabajadores en línea que muestran y narran su vida mientras ganan dinero con ello— pero después estamos todo el resto, los que vivimos una vida más o menos digital, más o menos normal. Y ahí es cuando hay que abrir el siguiente melón: ¿qué es la normalidad, en cuestiones de stalkeo? O más bien, ¿qué diferencia una actividad medianamente obsesiva con un problema mental o directamente un delito?

​ El acoso online se ha convertido en una problemática contemporánea importante. Ya hay legislación adecuada para castigarlo e información por todas partes para intentar prevenirlo. Pocas cosas más aterradoras que leer o escuchar a alguien que ha sufrido stalkeo digital continuado. Es enfermizo, persistente y acaba con la salud mental de cualquiera. Varias comunicadoras feministas de mi entorno lo sufren por parte de lo que ahora se denomina “la machosfera”, en la que se propagan críticas y bulos contra los avances feministas y que ha encontrado un espejo en la cultura pop feminista para crear una réplica machista. Así se viralizan ataques y ridiculizaciones contra ellas. En la ficción, los psicópatas de las películas o de los tan adictivos true crimes, son también las estrellas de las plataformas. Desde la frivolidad, me permito repudiarlos. No me seducen literariamente. Por eso, Jarvis Cocker es una excepción. Su venganza es más teórica que masculina. Los stalkers macho suelen ser, en la ficción, la precuela de un tipo de violencia sádica. Su ejercicio es el control. Tienen la intención de generar humillación, ansiedad o terror al objeto de su obsesión que suele ser una mujer. Yo, para ver violencia contra las mujeres, no necesito una ficción, está por todas partes.

Fotograma de *Atracción fatal* de Adrian Lyne, 1987Fotograma de Atracción fatal de Adrian Lyne, 1987

​ No, las mejores stalkers de la ficción son siempre mujeres. Observadoras, cínicas, cuerpos rebeldes que se vengan o meras sufrientes por amor, todas me interesan. Especialmente en la literatura. Aquí van algunas de mis favoritas. ¿Cómo olvidar a la señorita Sanz? En El Pasado, de Alan Pauls, la profesora, la señorita Sanz es el objeto de lujuria de un protagonista niño que la contempla todas las mañanas mientras ella da clase. Con sus labios rojos, su piel blanca a ratos moteada de lunares, la señorita Sanz tomaba la lección a la clase siempre distraída, aún en la nube de somníferos que ingería por las noches para no pensar en aquello que no podía olvidar: el amante que la había repudiado. La señorita Sanz tomaba la lección mientras el protagonista descubría que por debajo de la falda ella llevaba aún el camisón. La pobre señorita Sanz, inconsciente de ser el desencadenante de tanto erotismo. La pobre señorita Sanz, implorante, en un teléfono público, suplicando a su amante una y otra vez no ser abandonada. Llamando sin parar. Esperando una llamada. Con alma de bolero, rogando y afirmando que es una zombi en vida por amor, porque “hace tiempo que me acostumbré a estar muerta”.

​ La protagonista anónima del cuento Abans de morir, de Mercè Rodoreda, encuentra en la examante de su marido el motivo de su obsesión. El cuento, situado en la posguerra catalana, tiene el mérito añadido de situar a su principal personaje en una espiral de obsesión que le llevará a buscar a esa mujer otra y a leer todas las cartas que se enviaban. Spoiler: acaba largándose con un par de tubos de Nembutal y una sonora carcajada antes de que su marido —que en realidad nunca la amó— regrese y vea que ella se ha llevado todas las cartas de esa tal Elisa que vestía kimonos y usaba perfumes embriagadores.

​ Cómo olvidar también a Ana María de La amortajada, de María Luisa Bombal, que yace muerta y sin embargo lo ve todo. La stalker definitiva, la que está mejor camuflada con su mortaja, que la envuelve en el manto de ser la víctima perfecta y, a pesar de todo, la principal observadora punzante de todo lo que dejó atrás. O quizás no dejó del todo.

Y luego que hubo anochecido, se le entrabrieron los ojos. Oh, un poco, muy poco. Era como si quisiera mirar escondida a través de sus largas pestañas. A la llama de los altos cirios, cuantos la velaban se inclinaron, entonces, para observar la limpieza y la transparencia de aquella franja de pupila que la muerte no había logrado empañar. Respetuosamente maravillados se inclinaban, sin saber que Ella los veía. Porque Ella veía, sentía.

​ Pero mis stalkeadoras literarias preferidas son las protagonistas de La novia ladrona, de Margaret Atwood. Charis, Roz y Tony, todas examigas de la maléfica y hermosísima Zenia, se dedican a espiarla y a seguirla por todas partes por el terror que tienen a que vuelva a hacer lo que ya hizo años atrás: robarle a cada una de ellas a su marido. Solo hay una única complicación: se supone que Zenia está muerta. Pero eso no le impide a las tres que, una vez que ha reaparecido la peor de sus pesadillas encarnada ante ellas, se la tomen absolutamente en serio.

​ En los últimos tiempos, la stalker femenina plaga la cultura pop contemporánea. Tenemos la más reciente en Baby Reindeer, la serie que se ha convertido en un verdadero fenómeno mostrando en qué consiste el acoso continuado por parte de una mujer —Martha— a un actor en ciernes —Richard Gadd—. La ficción no lo es tanto, porque está basada en hechos reales, que el propio Gadd vivió. Esto no es un pequeño detalle, puesto que en una inesperada vuelta de tuerca, la Martha real, llamada en realidad Fiona Harvey, ha decidido dar declaraciones a los medios, tachando a Gadd de psicótico. Fiona se siente acosada por la versión de los hechos y los desencadenantes que ha tenido en su vida: fama, llamadas amenazantes, etcétera. La realidad, en este caso, podríamos decir que les ha superado a ambos.

​ Por otro lado, tenemos otro subgénero reciente: la mirona de bestseller. The girl on the train, La mujer en la ventana, o la más exitosa Gone Girl son ejemplos de lo que la crítica Anne Helen Petersen ha denominado “la distopía de la mujer contemporánea”. En todos estos libros, la protagonista es una mujer blanca que suele narrar la historia en primera persona. En todos, espía, se obsesiona y maquina una venganza. En ellos, la fantasía de la mujer de clase media alta de suburbio se torna en pesadilla desde el momento en que su marido se acuesta con otra más joven, cuando ella se da a la bebida o no puede tener hijos. Es decir, cuando deja de cumplir la fantasía. Y ahí, la protagonista se convierte en el propio monstruo-héroe de la fantasía, ya sea por sus tendencias homicidas, psicópatas o puramente autodestructivas. El subgénero nos advierte: no es culpa de ellas, es el patriarcado. Aparentemente, quince millones de personas están de acuerdo, ya que compraron Perdida. Veintitrés millones compraron The girl on the train. La venganza de todas estas mironas, sin duda, se sirve en un plato frío, pero de platino.

Fotograma de *Misery* de Rob Reiner, 1990Fotograma de Misery de Rob Reiner, 1990

​ En conjunto, la espía, la obsesiva, la stalkeadora, nos muestra un mundo más allá de la ficción formulaica. Tenemos un reguero de personajes extremadamente vivos que sienten, piensan, maquinan y se vengan. Y todas esperan su final feliz. O, como canta Cocker en “I Spy”: “a la medianoche vendré a por ti, te sacaré de esta enfermedad, de estas cenas llenas de champagne, tomaré tu cuerpo y haré que vuelva a cantar.” Lo cual, como promesa, no deja de ser una de las más bonitas de los futuros posibles.

Imagen de portada: Fotograma de Misery de Rob Reiner, 1990