Aullar sin ruido: catorce aproximaciones a la enfermedad literaria

Enfermedad / dossier / Abril de 2024

Jacobo Zanella

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Se ama los libros porque son libros. No se puede explicar más. Un día lo sabes. O no. En sus mejores momentos son una pasión que te absorbe por entero, te hace soñar durante días y noches, vivir en ese mundo hecho solo de lenguaje, olvidar todo lo demás. Contraje “la enfermedad” muchos años después de leer mi primer libro, como si un bacilo hubiera invadido mi cuerpo. Y ya no fui el mismo. A veces creo que no hay otra solución, que no hay otra salida, que no podría hacer otra cosa. Ahora “escribo”, por ejemplo, un libro de notas acerca de trescientos escritores que escriben sobre tres mil escritores, la mayoría olvidados. Pero en ocasiones ni siquiera tengo una idea clara de lo que hay en esas notas —en esos estantes— aunque sienta que tengo acceso a un acervo que espera ser consultado, y que puede sorprenderme. ¿De qué se trata? ¿Para qué lo hago? Y la clásica pregunta del adicto: ¿Qué me aporta? No estoy seguro. Sospecho que la interacción de la mente y el libro esconde cosas demasiado complejas e intoxicantes como para indagar en ello. No es necesario intentar explicarlo. La lista sería larga. Y dolorosa. Leer es aullar sin ruido. Y en un momento de locura es creer que nadie ha comprendido realmente lo vivido, nadie salvo los libros, la manera tan especial en que los libros nos leen. ¿Pero cómo hacerlos comprender todo ello? Que el libro se convierta en mundo, y no exista más esa ruptura, esa discontinuidad.

Anónimo, fantasía mármol en rojo, amarillo, verde, rosa y blanco, *ca*. 1850. RijksmuseumAnónimo, fantasía mármol en rojo, amarillo, verde, rosa y blanco, ca. 1850. Rijksmuseum


Amaba un libro porque era un libro; amaba su olor, su forma, su título. Lo que amaba en un manuscrito eran su vieja fecha ilegible, las letras góticas, misteriosas y extrañas, los pesados dorados de los dibujos; eran esas páginas cubiertas de polvo, de polvo cuyo perfume suave y tierno aspiraba él con delicia. Esta pasión lo había absorbido por entero: apenas comía; no dormía ya; pero soñaba durante días y noches con su idea fija: los libros. Soñaba con todo lo que debía tener de divino, de sublime y de bello una biblioteca real, y soñaba con hacerse una tan enorme como la de un rey. ¡Cuán a gusto respiraba, cuán orgulloso y potente se sentía al hundir su mirada en las inmensas galerías en que su vista se perdía entre libros! ¿Levantaba la cabeza? ¡Libros! ¿La bajaba? ¡Libros! A la derecha, a la izquierda, ¡libros y más libros!1


Mi última biblioteca estaba en Francia, dentro de un viejo presbiterio de piedra, en una aldea tranquila de menos de diez casas. Elegimos ese lugar porque junto a la casa había un granero, parcialmente derribado siglos atrás, lo bastante grande como para albergar mi biblioteca, que para entonces ya tenía treinta y cinco mil libros. Yo pensaba que, una vez que los libros encontraran su lugar, yo encontraría el mío. Estaba equivocado. Varios amigos generosos, que descendieron como buenos espíritus para ayudarnos a superar nuestra renuencia, embalaron la biblioteca, se quedaron en la casa, catalogando los libros, cartografiando su ubicación, envolviéndolos y metiéndolos en las cajas. A su turno, convocaron a otros amigos, que venían a ayudarnos semana tras semana, hasta que ya no quedaron libros en los estantes y la biblioteca se convirtió en una habitación llena de cubos reunidos en medio de estanterías vacías. En 1956, cuando robaron la Mona Lisa del Louvre, las multitudes venían a contemplar el espacio vacío que había ocupado el cuadro, como si esa ausencia poseyera su propio significado. De pie, en medio de mi biblioteca vacía, sentí el peso de esa ausencia hasta un punto casi insoportable. Cuando la biblioteca ya estaba embalada y llegaron los operarios de la compañía de mudanzas y las cajas partieron hacia su destino en Montreal, yo oía que los libros me llamaban en sueños.2


Me veo caminando por la calle soleada de mi infancia de la mano de mi abuela. Un domingo en la provincia. Un hombre tranquilamente sentado en su pórtico frente a una mesa grande cubierta de libros, todos abiertos. Se inclina sobre ellos, como delante de un buffet rico y variado. Con tal excitación aquel sibarita pasaba de un libro a otro. Como si para él no existiera nada más a su alrededor excepto esos tentadores platillos. Parecía tan distante, tan lejos de nuestro alcance… Nosotros podíamos verle, pero él estaba visiblemente en otro lugar. Entonces mi abuela me murmuró al oído: “ ¡Es un lector!”. A lo que yo pensé de inmediato: eso es lo que yo haré algún día. Me convertiré en un lector. […] Ni el sol ni la luna ni las chicas me interesaban entonces. Solo el viaje que permite la lectura. Nunca me sentía satisfecho. Soñaba que un día entraría a un libro para nunca jamás salir. Que fue lo que al final me pasó con Basho.3


¿Qué sentido tenía leer solo algunos de los libros de un escritor? Por entonces todo mi ser respondía a Proust, a quien había decidido leer de un modo nada ortodoxo. Las siete novelas de En busca del tiempo perdido podían encontrarse entonces en siete volúmenes de la Modern Library. Siete volúmenes, siete días. Me alejé del mundo durante una semana, no abandoné la habitación en la que vivía ni una sola vez, y consumí un tomo al día. Venían amigos, dejaban comida, y no paré de leer. No fue difícil —si eso es todo lo que haces, puedes leer seiscientas o setecientas estimulantes páginas en quince horas— y el resultado fue abrumador: la inmersión absoluta demostró ser un modo extraordinario de experimentar y absorber esa gran mente y ese estilo magistral. Tuve la sensación de que Proust era mío, o que yo era suyo.4


La literatura es una enfermedad que suele contraerse en la infancia, cuando la complexión es débil y el cuerpo está inerme (por no hablar de la mente, tan vulnerable, tan sensible —¡ay!— a los estímulos externos). Andas por ahí, aún imberbe, y de pronto tu padre o tu madre o un amigo o incluso el mismísimo pediatra va y te larga un libro para que te distraigas durante la convalecencia. Dolencia contra dolencia, clavo que saca otro clavo, cura homeopática. ¿Funcionará? Lees, te gusta, te entusiasma. La escarlatina estará ya curada, pero otro bacilo ha invadido tu cuerpo. Ya no eres el mismo, quieres seguir leyendo y buscas otro fármaco (aunque, como es sabido, phármakon también significa “veneno”). […] Entonces ya no hay solución. La literatura es la enfermedad del mundo: el cuerpo de los hombres y la realidad la excretan como el sudor que ayuda a paliar la fiebre.5

Odra Noel, apoptosis, s/f. Wellcome CollectionOdra Noel, apoptosis, s/f. Wellcome Collection


Un escritor escribe un libro acerca de un escritor que escribe dos libros, acerca de dos escritores, uno de los cuales escribe porque ama la verdad y otro porque le es indiferente. Acerca de ambos escritores se escriben, en conjunto, veintidós libros, en los cuales se habla de veintidós escritores, algunos de los cuales mienten pero no saben mentir, otros mienten a sabiendas, otros buscan la verdad sabiendo que no podrán encontrarla, otros creen haberla encontrado, otros creían haberla encontrado, pero comienzan a dudar de ello. Los veintidós escritores producen, en conjunto, trescientos cuarenta y cuatro libros, en los cuales se habla de quinientos nueve escritores, ya que en más de un libro un escritor se casa con una escritora, y tienen entre tres y seis hijos, todos ellos escritores, menos uno que trabaja en un banco y lo matan en un atraco, y luego se descubre que estaba escribiendo en casa una bellísima novela acerca de un escritor que va al banco y lo matan en un atraco; el atracador, en realidad, es hijo del escritor protagonista de otra novela, y ha cambiado de novela por la simple razón de que le resultaba intolerable seguir viviendo junto a su padre, autor de novelas sobre la decadencia de la burguesía, y en especial de una saga familiar, en la que aparece también un joven descendiente de un novelista autor de una saga sobre la decadencia de la burguesía, el cual huye de su casa y se hace atracador, y en un atraco a un banco mata a un empleado de banca, que en realidad era un escritor, y no solo esto, sino también un hermano suyo que se había equivocado de novela, mediante recomendaciones intentaba conseguir cambiar de novela. Los quinientos nueve escritores escriben ocho mil dos novelas, en las cuales aparecen doce mil escritores, en números redondos, los cuales escriben ochenta y seis mil volúmenes, en los cuales aparece un único escritor, un balbuciente y deprimido maniático, que escribe un único libro en torno a un escritor que escribe un libro sobre un escritor, pero decide no terminarlo, y le da una cita, y le mata, determinando una reacción por la que mueren los doce mil, los quinientos nueve, los veintidós, los dos y el único autor inicial, que de este modo ha alcanzado el objetivo de descubrir, gracias a sus intermediarios, al único escritor necesario, cuyo final es el final de todos los escritores, incluido él mismo, el escritor autor de todos los escritores.6


Me gusta estar rodeada de un exceso de libros, y ni siquiera tener una idea clara de lo que tengo; sentir que hay un acervo ilimitado esperando a ser consultado, y que puedo sorprenderme con lo que encuentro. Paso la mayor parte del tiempo hojeando una media docena de libros, mientras imagino que hay otro que debería estar leyendo, si tan solo pudiera encontrarlo. A menudo encuentro el destello donde menos lo espero, en un libro que he estado leyendo de forma casual, con pereza, preguntándome por qué me preocupo en leerlo. A veces persisto con un libro, aunque solo sea por inercia, y puede ocurrir que de repente la escritura se abra ante mí.7


En una nota reciente de un periódico se citaba a un erudito chino cuya “devoción por el budismo ha frenado su apetito por los libros”. Dice: “Leer más es una limitación. Es mejor mantener la mente libre y no dejar que el pensamiento de los demás interfiera en el propio”. Recorté su declaración y la coloqué en la mesilla de noche, junto a una pila de libros que estaba leyendo o planeaba leer o pensaba que debía leer. El recorte mide unos cinco centímetros cuadrados y no pesa nada, mientras que la pila de libros mide unos veinte centímetros de alto y pesa unos cuantos kilos. Sin embargo, están uno frente al otro en perfecto equilibrio. Yo soy la balanza sobre la que descansan. Recostada a la sombra de los libros, medito sobre mi hábito de lectura. ¿De qué se trata? ¿Para qué lo hago? Y la clásica pregunta del adicto: ¿Qué me aporta? La serenidad y la independencia de espíritu del erudito son envidiables. Me gustaría tener la misma independencia, pero no estoy segura de que mi mente pudiera ser libre sin la lectura, ni de que la acción que los libros ejercen sobre ella se pueda calificar propiamente como “interferencia”. Sospecho que la interacción de la mente y el libro es algo más complejo. Me parece que abarca una historia y una geografía íntimas: la evolución del carácter, el mapa cambiante del gusto personal. ¿Y qué hay de los usos del propio lenguaje, así como del eterno atractivo de la narrativa? Pero tal vez el hecho de abordar el problema en términos tan vastos solo demuestre lo esclavizada que estoy. Budismo aparte, no existe todavía un Lectores Anónimos que me ayude a controlar este deseo.8

Samantha Krukowski, corpúsculo renal, s/f. Wellcome CollectionSamantha Krukowski, corpúsculo renal, s/f. Wellcome Collection


Hay varias clases de bibliopatías o trastornos psíquicos referidos al libro impreso y a la cultura escrita en general. La bibliomanía, término acuñado en el siglo XVI pero definido con amplitud por Thomas Frognall en su ensayo The Bibliomania or Book Madness. Containing some account of the History, symptoms, and cure of this fatal disease, de 1809, es un trastorno psíquico que consiste en una desmedida pasión por los libros. Bibliómanos son quienes los acumulan con ímpetu desproporcionado, como Antonio Magliabecchi (1633-1714), bibliotecario de Cósimo III de Médici, gran duque de la Toscana, quien vivió leyendo y, para no desperdiciar el tiempo, dormía entre pilas de libros, no se cambiaba de ropa ni se peinaba, apenas comía y se olvidaba de cobrar su sueldo. Lector voraz, bibliólatra donde los haya, examinaba decenas de libros al día. Llegó a reunir en su biblioteca personal cuarenta mil libros y diez mil manuscritos. Su velocidad de lectura y portentosa memoria le valió ser consultado por eruditos de toda Europa. Un día el duque le preguntó sobre un rarísimo título y Magliabecchi le contestó que la única copia de esa obra estaba en Constantinopla en la biblioteca del Sultán, “el séptimo volumen del segundo estante a la derecha según se entra”. Nunca había salido de Florencia pero pudo responder porque sabía de memoria los catálogos de las bibliotecas de su época.9


La creación es un don y una enfermedad. Me ha estremecido y me ha despertado para contemplar las paredes a las cinco de la madrugada. Y las contemplaciones conducen a la locura como un perro con una muñeca de trapo en una casa vacía. Una voz nos dice que observemos el terror más allá de él [1961]. Detesto comportarme como un divo, pero si no escribo me pongo enfermo, dejo de reír y de escuchar música clásica en la radio y cuando me miro en el espejo veo a un hombre mezquino, de ojos pequeños y rostro amarillento… Demacrado, inútil, como un higo seco. Cuando se deja de escribir, ¿qué nos queda? La rutina. Movimientos mecánicos. Pensamientos huecos. No soporto la monotonía [1979]. Una vez estaba muriéndome de hambre y de frío en una casucha. El suelo estaba cubierto de periódicos. Encontré la punta de un lápiz y escribí en los bordes blancos de los periódicos con aquella punta de lápiz, sabiendo que nadie leería mis palabras. Era una enfermedad. No lo planeaba ni era parte de un movimiento literario. Era y ya está. ¿Por qué fracasamos? Tiene que ver con los tiempos que corren, con esta época. No ha habido nada en los últimos cincuenta años. Ningún avance verdadero, nada nuevo, ningún riesgo, ni un solo destello cegador [1990].10


Un escritor es algo extraño. Es una contradicción y también un sinsentido. Escribir también es no hablar. Es callarse. Es aullar sin ruido. Un escritor es algo que descansa, con frecuencia, escucha mucho. No habla mucho porque es imposible hablar a alguien de un libro que se ha escrito y sobre todo de un libro que se está escribiendo. Es imposible. Es lo contrario del cine, lo contrario del teatro y otros espectáculos. Es lo contrario de todas las lecturas. Es lo más difícil. Es lo peor. Porque un libro es lo desconocido, es la noche, es cerrado, eso es. El suicidio está en la soledad de un escritor. Uno está solo incluso en su propia soledad. Siempre inconcebible. Siempre peligrosa. Sí. Un precio que hay que pagar por haber osado salir y gritar.11


Los escritores son seres ocultos. Uno nunca se los encuentra; o bien, si alguna vez usted cree estar viendo a un escritor, teniendo una discusión con un escritor, o escuchando una charla dada por un escritor, entonces puede estar seguro de que todo ha sido una equivocación. ¿Cuál es el verdadero significado de “la locura del arte” a la que hace referencia Henry James? Impostura, imitación, falsificación, fingimiento; pero no esa impostura, esa imitación, esa falsificación ni ese fingimiento como en éxtasis que son la inventiva narración de historias. No: antes bien, el arte enloquece al perseguir el falso rostro de ilusorias distracciones. El escritor fraudulento es el visible, el que busca multitudes, el que se dirige a multitudes, aquel que saldrá a comer con uno con un motivo en mente, o se detendrá a conversar con uno, o discutirá con uno sobre los respectivos hábitos de escritura, o intercambiará chismes con uno acerca de otros novelistas y su envidiable buena suerte o su gratificante mala fortuna. El escritor fraudulento es como el Henderson de Bellow: Quiero, quiero, quiero.12


Eran muchas cartas y venían de todos los rincones del mundo. Sin hacer ruido, empecé a abrir los sobres y a desplegarlas. Eran largas, mucho más de lo que esperaba. Durante la hora siguiente, leí sin parar.13

Samantha Krukowski, colectando túbulos, s/f. Wellcome CollectionSamantha Krukowski, colectando túbulos, s/f. Wellcome Collection


A primera vista, la lectura de Finnegans Wake parece un caos sin propósito, pero los supuestos sobre los que descansa toda la extravagante estructura de esta novela no responden, como hoy podría pensarse, a una simple debilidad por el experimento innovador, sino a problemas literarios e intelectuales largamente meditados por su autor. Fue progresivamente acumulando fragmentos inconexos, haciendo acopio de una relampagueante prosa torrencial, plena de hallazgos verbales, que buscaba renovar radicalmente los medios expresivos del lenguaje, y necesitó algo más de diecisiete años para que su vasto y ambicioso proyecto adquiriera cierta definición y estructura y todas las piezas de su inmenso rompecabezas verbal acabaran encajando. “Buena parte de la existencia humana —escribió en una carta— transcurre en un estado que no es comunicable con el lenguaje directo, con una gramática establecida y una trama lineal”. Su propósito era describir el mundo inconsciente: reconstruir el estado cambiante de la mente nocturna mientras sueña o se mece ambiguamente en el duermevela, “como hace el Demiurgo con su creación”.14

Imagen de portada: Samantha Krukowski, colectando túbulos, s/f. Wellcome Collection

Notas del autor: Los años de estos extractos editados pueden referirse a la escritura, no necesariamente a la publicación.

  1. Gustave Flaubert, “Bibliomanía”, 1836. 

  2. Alberto Manguel, Mientras embalo mi biblioteca, 2018. 

  3. Dany Laferrière, Je suis un écrivain japonais, 2008. 

  4. Robert Gottlieb, Lector voraz, 2016. 

  5. Marco Rossari, Breve diccionario de enfermedades (y necedades) literarias, 2016.* 

  6. Giorgio Manganelli, Centuria, 1979. 

  7. Moyra Davey, “Fifty Minutes”, 2006. 

  8. Lynne Sharon Schwartz, Ruined by Reading, 1996. 

  9. Camilo Ayala Ochoa, introducción a Bibliomanía, 2015. 

  10. Charles Bukowski, La enfermedad de escribir, 1945-1993. 

  11. Marguerite Duras, Escribir, 1993. 

  12. Cynthia Ozick, “Escritores, visibles e invisibles”, 2010. 

  13. Joanna Rakoff, Mi año con Salinger, 2014. 

  14. Jacobo Siruela, “Libros secretos”, 2012.