El afán de Selva Almada (Entre Ríos, 1973) por plasmar la realidad del interior de Argentina a través de la oralidad le ha valido para que su “literatura de provincias” se haga un hueco en el panorama literario internacional.
Desde los primeros poemas que publicó en Mal de muñecas, pasando por sus relatos y novelas hasta su trabajo en la no ficción, ha criticado de manera tangencial las relaciones de sumisión entre hombre y mujer. ¿El artista tiene la obligación de estar comprometido con la sociedad?
Un artista tiene que tener un compromiso político con la sociedad y ser siempre crítico con el poder establecido. Es inevitable que eso se filtre inconscientemente, pero no creo en las obras cuyo plan es dar un mensaje a la sociedad o crear conciencia sobre un tema que preocupe al autor. Yo escribo siempre de acuerdo con aquello que me llama la atención, que me genera curiosidad o impotencia. En mis obras, al ser de un corte un poco más realista, aparece de una manera más evidente lo que vos decís, pero hay muchos ejemplos de obras de ciencia ficción que plasman un pensamiento político o social, aunque estén ambientadas en otro planeta con seres extraterrestres. A mí no me gusta la literatura que escribe a propósito de un mensaje. Mis obras de ficción son universos dentro de los cuales aparece la violencia machista como puede aparecer también la injusticia social o la crítica a la familia. Obviamente son temas que a mí me interesan, pero no me gusta que estén subrayados en las novelas, sino que aparezcan como parte de ese universo. Mis historias están ambientadas en el interior de Argentina en lugares muy pobres donde el Estado no llega o está muy ausente. Es casi inevitable que aparezcan estas problemáticas porque a mí también me interesan como ciudadana.
Me gusta una descripción del protagonista de El viento que arrasa, que creo que podría asimilarse a usted como escritora: “Rara vez accede a trasladarse a las grandes ciudades, prefiere el polvo de los caminos abandonados por la vialidad nacional, la gente abandonada por los gobiernos, los alcohólicos abandonados…”
Sí, puede ser una buena definición de los universos que me interesa escribir ahora. Me preguntan si nunca voy a escribir una historia urbana. Tal vez sí. Hoy mi interés sigue pasando por esos territorios más periféricos porque tienen una enorme potencia narrativa, pero el día de mañana puede ser la ciudad la que me produzca eso.
¿Le molesta que clasifiquen su literatura como provinciana?
En general, cuando se hace esa clasificación infravalorando la literatura de provincia, se demuestra claramente que Argentina es un país centralista en el que durante muchas décadas la única literatura que circulaba era la producida en Buenos Aires, que hablaba de los temas que interesaban a los lectores de allí. En realidad, si ves la historia de la literatura argentina, importantes exponentes de la composición literaria eran del interior y escribían de sus provincias. Sarmiento, por ejemplo, fue uno de los primeros grandes escritores provincianos. En las últimas décadas del siglo XX, la literatura provinciana tuvo un éxito muy fuerte, aunque no circuló tanto como en décadas anteriores. Hay un gran abanico de literatura producida por autores provincianos muy reconocidos internacionalmente como Juan José Saer, Daniel Moyano, Antonio Di Benedetto… Es cierto que durante un par de décadas dejó de circular, pero ahora vuelve a reaparecer con autores de mi generación como Hernán Ronsino o Federico Falco.
Dice que Argentina es un país con muchos acentos diferentes. ¿Dónde nace la idea de plasmar la oralidad de los personajes en la novela Ladrilleros?
Siempre me llaman más la atención las características del habla de una persona que su físico. Cuando estaba estudiando en la facultad leí “Mi tío el jaguareté”, un cuento de Guimarães Rosa. Era casi imposible entender las palabras que usaba porque muchas estaban copiadas con la fonética. Me pareció un trabajo alucinante porque no importaba que no entendiera todo para comprender el relato. Siempre me acordaba de ese cuento y empecé a utilizar esta técnica de una manera mucho más liviana, pero cada vez me interesaba más. Cuando comencé a pensar el tono y la escritura de Ladrilleros me propuse trabajar más intensamente la oralidad de estas regiones para transformarla en algo poético dentro del relato. Es gracioso porque el lector a veces piensa que las personas de esa zona hablan como los personajes de la novela. Siempre explico que sí he tomado palabras, giros y frases hechas de esa región, pero otras pertenecen a la década de los ochenta en Entre Ríos, donde me crié. También hay muchos giros tomados del conurbano bonaerense de los noventa, que fue una época en la que hubo una irrupción de léxico muy interesante. Con ese híbrido construí el lenguaje de la novela.
Con El viento que arrasa se inicia en la novela. ¿En qué momento decide adentrarse en este género?
Yo siempre había escrito cuentos y veía la novela imposible para mí, ni siquiera me la planteaba. Empecé a escribir un relato con la idea de hacer una serie de cuentos que transcurrían en la ruta. Iba a ser un cuento de la relación de un padre muy atravesado por la idea de Dios y una hija adolescente que se rebela contra todo eso. El título provisorio era La hija. Siempre llegaba un punto en el que lo abandonaba, lo dejaba un tiempo y lo volvía a agarrar porque me gustaban los personajes. Cada vez que regresaba al relato aparecían nuevos elementos y se complicaba encontrarle un cierre. Un día me di cuenta de que estaba intentando encorsetar esta historia en un formato corto. Entonces empecé a anotar ideas en unos papelitos para ver cómo podían llegar a funcionar como capítulos. Se nota bastante que iba a ser un cuento porque hay muy pocos personajes, todo pasa en pocas horas y hay un solo escenario. Muchos elementos de la novela, como la brevedad de los capítulos, se deben al embrión del cuento que fue en su momento.
En 2015 publicó El desapego es una manera de querernos, una antología con todos sus cuentos. Esa lectura de todos los relatos reunidos construye un libro puzzle, donde todo está relacionado entre sí. Los protagonistas de unos relatos aparecen de fondo en otros.
Todos esos relatos parten de algún hecho autobiográfico. Esa unidad que vos decís la tiene por el lugar donde se desarrollan las historias, el pueblo donde yo nací, y porque los personajes de mi infancia van pasando de un relato al otro. Al estar todo empapado por el universo de la infancia, los personajes pasan de un relato a otro de una manera bastante espontánea. Yo había empezado el proyecto de escribir poesía de la infancia, escribí un par de poemas largos, pero me desenganché porque la poca poesía que escribía me parecía bastante mala. Consideré que el material era potente y escribí en prosa Niños, la primera parte del libro. Mientras lo iba escribiendo, recordaba escenas del pasaje entre la infancia y la adolescencia que podían funcionar bien como una segunda parte. Sin embargo, antes escribí la tercera parte de la Familia, que es la más construida literariamente. Nace del suicidio de un tío mío, pero hay mucha ficción. Esta unidad que vos ves se la da la autobiografía.
Su trabajo más diferente es Chicas muertas. ¿Cómo fue la experiencia de probar el género de la no ficción?
En cada libro es complicado encontrar el rumbo o la voz que va a tener, pero con Chicas muertas fue especialmente difícil porque yo nunca había escrito no ficción. Como hablamos al principio, no me gusta que una obra venga a darnos un mensaje explícito o que el autor la utilice como un vehículo para decir algo concreto. Yo quería contar qué pasa con los feminicidios en Argentina. Por eso pensé que el formato en el que debía escribir este libro era la no ficción, para que no le quedasen dudas al lector de que esas chicas existieron y que fueron asesinadas, que no son personajes literarios. La no ficción también requirió investigación. Tuve que hacer trabajo de campo: ir a los archivos de los tribunales para ver los expedientes, ir a las hemerotecas de los diarios para ver cómo se habían tratado esas noticias, entrevistar a amigos o personas cercanas de las asesinadas, etcétera. Todo eso fue una parte difícil porque yo nunca había trabajado el periodismo. Además, no era justo ir a pedirles a familiares que me hablasen de algo tan doloroso que había sucedido hacía tres décadas y que, en ninguno de los casos, se había encontrado al asesino.
En sus cuentos ha creado un rechazo total a las estructuras de cuento tradicional de redoble de tambor y platillo.
Sí, son finales que se diluyen.
¿En qué momento del libro se encuentra el tono?
Es lo que yo más corrijo y lo que me permite seguir adelante o no con una historia. El tono y el corazón del relato aparecen en las primeras líneas, pero no siempre lo hacen de buenas a primeras, sino que hay que ir a buscarlo y reescribir mucho ese comienzo. Yo suelo empezar a escribir por cosas bastante precarias como una imagen o una atmósfera, pero no es que tenga muy claro qué es lo que voy a escribir o de qué se va a tratar la historia. Lo que más tiempo me lleva son esas primeras líneas en el caso de un relato o esa primera página en el caso de una novela, pero si no siento que encontré el tono no puedo seguir adelante. Me ocurre como en la película de Buñuel El ángel exterminador, en la que no están encerrados en la fiesta, pero nadie puede entrar ni salir del salón. Hasta que no estoy convencida de ese primer párrafo no puedo seguir adelante. Es una intuición.