¿Quién puede investigar? Es decir, ¿qué títulos debe tener, por qué filtros debe pasar, qué posición social debe ocupar la persona que investiga para que su búsqueda sea considerada legítima y sus hallazgos válidos? Si la investigación es una indagación metódica capaz de descubrirnos nuevas formas de hacer y de pensar, de profundizar y de ensanchar nuestra relación con el mundo, podríamos afirmar que se trata de una tarea vital y que, por ello, debería estar al alcance de cualquier persona, sin importar su condición. Sin embargo, en nuestros entornos sociales las personas que investigan suelen tener una serie de características especiales que las acreditan como tales. Quien puede investigar no es solamente una persona escolarizada, sino también experta en la materia que intenta dilucidar. Ha pasado por los filtros celosamente custodiados por la academia, y ha interiorizado los métodos y metodologías que garantizan que su investigación cumplirá con los estándares avalados por su disciplina. Pero, si la investigación es una ocupación vital, ¿qué sucede con las pesquisas y hallazgos de quienes no han tenido el privilegio de una educación formal? ¿Qué sucede con quienes sólo son expertos en aquello que su propia vida les ha enseñado? ¿Qué valor le damos a los saberes que son fruto de formas de pensar y hacer que difícilmente tendrían cabida en la academia? Ciertamente, la sujeción de la investigación a criterios estrictamente normados ha producido notables avances en la ciencia y la técnica. Sin embargo, también ha creado una especie de monocultivo del conocimiento, del cual queda excluida una enorme diversidad de saberes que, a pesar de ello, resisten y crecen en los márgenes. El estado actual de la agricultura nos permite ver con claridad los efectos excluyentes de la investigación formal, y es justamente el monocultivo un símbolo y a la vez una metáfora para analizarlos. Desde los orígenes mismos del capitalismo, en los campos con monocultivos se elimina la biodiversidad para producir a gran escala un sólo tipo de planta, cuyos frutos serán procesados industrialmente y destinados al comercio. Allí se rechazan, además, los saberes campesinos cosechados a lo largo de generaciones para dar paso a una pura operatividad tecnificada, desplegada por personas que, muy a menudo, trabajan en condiciones precarias. La ciencia y la tecnología se han puesto al mando de la agricultura, pero su aproximación racional, eficiente y uniforme ha tendido a minimizar la importancia de la complejidad contextual y de la variabilidad biológica y cultural. Así, las voces campesinas que daban vida a un conocimiento sutil de la tierra han quedado silenciadas bajo el contundente tono de las voces de técnicos e investigadores. Se podría argumentar que esta agricultura racionalizada y tecnificada ha sido capaz de alimentar al mundo, en especial después de la Segunda Guerra Mundial, justamente gracias a una eficiencia que se ha traducido en altos rendimientos a escalas globales. No obstante, el desarrollo agrícola ha dejado fuera a los más pobres, al negar su capacidad de alimentarse de los frutos de su trabajo y reducirlos al papel de consumidores. La hambruna ha aumentado en años recientes, y ello nos obliga a reconocer que algo funciona muy mal en el sistema de monocultivos industriales.
En su reporte del 2020 sobre el estado de la nutrición y la seguridad alimentaria en el mundo, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés) alerta que alrededor de 250 millones de personas en África sufren de malnutrición debida a la hambruna crónica. Si esta situación persiste, el número podría ascender a 433 millones en 2030.1 Una buena parte del incremento en la inseguridad alimentaria puede atribuirse a las sacudidas climáticas del Antropoceno. Y, paradójicamente, los estudios del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático revelan la importante contribución de las prácticas agrícolas de gran escala al quebrantamiento de la base vital planetaria, es decir, al empobrecimiento del suelo, la escasez y contaminación del agua, la pérdida de diversidad de las semillas y la inestabilidad del clima. Se estima que nuestros sistemas alimentarios producen entre un 21 y un 37 por ciento de las emisiones totales de gases de efecto invernadero, incluyendo factores como el almacenamiento, transporte, empacado, procesamiento, comercialización, consumo y desperdicio de alimentos.2 Ante este escenario apabullante, seguir adelante como si nada pasara ha dejado de ser una opción viable. Ya no es posible seguir ocultando esta catástrofe humana y terrestre bajo las fachadas del avance científico y el progreso técnico. Basta abrir los ojos para ver tierras y vidas abaratadas por doquier. No en vano Donna Haraway y Anna Tsing han sugerido que, en vez de usar el término Antropoceno para referirnos a la era de catástrofes planetarias antropogénicas que se cierne sobre nosotros, deberíamos hablar del Plantacionoceno, ya que en la raíz del predicamento ecológico se encuentra la explotación ilimitada de tierras, vidas y diversidades en aras de la productividad y el beneficio económico de unos cuantos.3 En esta era de las plantaciones, crueles rasgos de identidad del colonialismo y antecesoras de los monocultivos industriales, la pregunta sobre quién puede investigar se vuelve apremiante. ¿Qué saberes nos permitirían imaginar otros sistemas alimentarios posibles? ¿Qué clase de prácticas y técnicas nos llevarían a establecer una relación más recíproca y respetuosa con tierras y seres vivos? Ante las lamentables consecuencias de una investigación agrícola acaparada por la tecnociencia, ¿es posible volver a escuchar y dar valor a las voces de las y los campesinos?
En 2011 me incorporé a un equipo de investigadores que pretendía estudiar los efectos cualitativos del cambio climático en Tanzania. Más allá de estadísticas y modelos climáticos, se trataba de entender a detalle qué era lo que estaba sucediendo sobre el terreno, para diseñar así estrategias locales de adaptación. Para ello, decidimos involucrar en la investigación a campesinas y campesinos de la región de Bagamoyo, a quienes invitaríamos a documentar sus observaciones y compartirlas con nosotros. Nos interesaba conocer, por ejemplo, si las intensas sequías propiciaban la proliferación de insectos dañinos, o si los cambios en la regularidad de las lluvias hacían imposible determinar el momento propicio para la siembra, entre otras posibles incidencias. Nos aproximamos entonces a la comunidad de Chambezi, donde hallamos a un grupo de diez personas dispuestas a tomar parte en nuestro proyecto. Prestamos al grupo un par de smartphones, los cuales servirían como dispositivos de registro. Mediante éstos, las y los campesinos podrían tomar fotografías acompañadas de fragmentos de voz, y subirlas a un sitio web que serviría como un repositorio de información que nosotros estudiaríamos constantemente. Cabe mencionar que, a pesar de que ese tipo de dispositivos aún no era común en Tanzania en aquel entonces, el grupo ya estaba familiarizado con los teléfonos celulares. Los usaban intensamente, no sólo para comunicarse, sino también para realizar todo tipo de transacciones. Y aunque nadie había navegado por internet, oían a sus hijos hablar de la red, a la que accedían desde sus escuelas. Sobre estas bases emprendimos la investigación conjunta, encomendando al grupo que no se limitara a enviar sus testimonios visuales y sonoros al repositorio, sino que también lo visitaran y analizaran regularmente, usando la computadora que les entregamos para ese propósito. El sitio web del proyecto, al cual nombramos Sauti ya wakulima,4 pronto empezó a nutrirse con imágenes y grabaciones de voz en swahili, listas para ser traducidas al inglés y analizadas por nosotros, los investigadores. Sin embargo, a las pocas semanas de haber comenzado, el proyecto dio un vuelco que lo cambiaría todo. De forma inesperada para nosotros, las y los campesinos empezaron a usar los smartphones para entrevistar a otros miembros de su comunidad, e incluso a habitantes de otras aldeas y regiones. Les preguntaban todo tipo de cosas:
¿Por qué cultivas sandías y maíz en una misma parcela? ¿Cómo ahuyentas a los pájaros que se comen las semillas de tus girasoles? ¿Qué cantidad de agua necesita esta variedad de plátano?
Las entrevistas comenzaron a multiplicarse en el sitio web, y los investigadores estábamos desconcertados, puesto que las personas a quienes habíamos encargado documentar los efectos del cambio climático se estaban desviando de su tarea. O al menos eso parecía. Así que fui a Chambezi para averiguar qué estaba sucediendo, y allí me di cuenta de que las entrevistas eran la manifestación de un proceso de adopción. Las y los campesinos habían reinterpretado las herramientas y los objetivos del proyecto, convirtiéndolo en un espacio de intercambio de conocimientos. Es verdad que algunas de las fotografías y grabaciones de voz enviadas al sitio web hacían referencia a problemas relacionados con el cambio climático. Pero lo que realmente capturaba el interés del grupo era la posibilidad de hacer preguntas a otras personas para aprender de ellas. Y no se limitaban a recopilar saberes, sino que además habían tomado la iniciativa de llevar la computadora que les habíamos prestado a los lugares que visitaban, para así mostrar a otros lo que habían aprendido.
Entendí que el grupo de Chambezi había tomado en sus manos la investigación cuando Renalda Msaki, una de las participantes del proyecto, me dijo que se habían dado cuenta de que “los smartphones e internet no sólo eran para las personas ricas de las ciudades, sino que también podían servir a los campesinos para resolver sus problemas”. Sus palabras me hicieron ver que, al activar un espacio para recabar y compartir conocimientos, las y los campesinos estaban atacando directamente la pregunta de qué hacer para adaptarse al cambio climático. No esperaban una respuesta de nosotros, los investigadores blancos, sino que acudían a sus compañeras y compañeros en busca de soluciones. Reorientaban así, en sus propios términos, la metodología de la investigación para llegar más directamente al hallazgo. Pregunté entonces al grupo de Chambezi qué significaba para ellos investigar, y mencionaron una palabra: kugundua. Descubrir. Descubrir aquello que no se sabe. ¿Y cómo descubrir lo desconocido? Preguntando, me respondieron: “Alguien, quizás el vecino, o tal vez un campesino en una aldea lejana, sabe lo que yo no sé. Así que caminamos y preguntamos”. Eventualmente nos dimos cuenta de que las y los campesinos de Chambezi nos estaban enseñando una valiosa lección. Gracias a las entrevistas realizadas por el grupo, comprendimos que el intercambio oral es una forma válida y vital de investigación. Es válida, ya que puede dar origen a una comunicación detallada de conocimientos ya probados y relevantes en un contexto específico. Y es vital por su dimensión recíproca: al investigar preguntando, se reforzaban los vínculos entre personas y grupos, se construía comunidad.
Entendimos, además, la razón por la cual el intercambio de conocimientos entre campesinos juega un papel tan importante en la agroecología, que es considerada no solamente como una serie de saberes y prácticas agrícolas respetuosas con los ecosistemas, sino también como un movimiento social que busca generar autonomía y alternativas frente a la captura de la agricultura por parte de los intereses capitalistas. Es por ello que en la agroecología tienen cabida diversas metodologías que ponen en juego el intercambio vivo y recíproco de saberes situados entre comunidades campesinas. En la agroecología dichos saberes son valorados como testimonios vivientes de largas tradiciones de trabajo y cuidado de la tierra, y también como sistemas de conocimiento capaces de revertir las visiones reduccionistas que han promovido una agricultura tecnificada y globalizada, insostenible y profundamente dañina. Todos estos elementos nos hicieron ver que, al desviarse de la investigación que les habíamos encomendado, las y los integrantes del grupo de Chambezi apuntaron hacia un rumbo mucho más fructífero que el que, desde nuestra perspectiva académica, habíamos previsto originalmente. El proyecto y su ulterior transformación despertaron las mismas preguntas que plantea Linda Tuhiwai Smith en su libro Decolonizing methodologies:
¿De quién es la investigación? ¿Quién se beneficiará de ella? ¿Quién diseñó sus preguntas y delimitó su alcance? ¿Quién la llevará a cabo? ¿Cómo se difundirán sus resultados?
Tuhiwai Smith sostiene que las formas en las que la investigación científica estuvo implicada en los peores excesos del colonialismo permanecen presentes en la memoria histórica de los pueblos colonizados y, por ello, la propia palabra investigación es quizás una de las más problemáticas en sus vocabularios. Y es verdad que las razones no sobran, puesto que todo tipo de disciplinas académicas, desde la antropología hasta la medicina, han insistido en prácticas extractivas que, menospreciándolos, se han servido de los saberes ancestrales para devolver poco o nada a quienes los poseen. Sin embargo, Tuhiwai Smith defiende la potencia de la investigación como una práctica mediante la cual las personas marginalizadas por procesos coloniales pueden recuperar su capacidad de restablecer su relación con el mundo que les fue arrancado, y avanzar así en el camino hacia la autodeterminación. Según la autora, en la investigación hecha por aquellos a quienes se ha relegado al papel de investigados,
el proceso, es decir, los métodos y las metodologías, adquiere una gran importancia. Se espera que, además de obtener resultados, los procesos sean respetuosos, que activen la agencia de las personas, que curen heridas y que eduquen.
Ante esas otras exploraciones e indagaciones que desean abrirse paso, es justo ensanchar los límites de lo que entendemos por investigación. Y, al hacerlo, hay que admitir la validez y legitimidad de otros modos de investigar que, comparados con las metodologías científicas, tal vez podrían parecer rudimentarios e ineficaces, pero que cobran su pleno sentido vital si se les considera dentro de sus respectivos contextos. Cabría entonces plantearnos, a quienes desde laboratorios e institutos emprendemos proyectos de investigación, la pregunta sobre el papel que deberíamos jugar de ahora en adelante. Desde mi punto de vista, no debemos permanecer ajenos a la diversidad de metodologías situadas, llevadas a cabo como prácticas de descolonización. Al contrario, vale la pena aplicar nuestros esfuerzos en crear puentes, ya que el saber y el hacer científico, cuando logran abandonar sus pretensiones de superioridad y desacoplarse de los intereses capitalistas, tienen mucho que aportar. Creo que nos toca acompañar estos procesos, sin juzgarlos ni pretender corregirlos, respetándolos y ofreciendo nuestro saber siempre que éste sea requerido.
Imagen de portada: Campesinas y campesinos del proyecto Sauti ya wakulima en la estación agrícola de Chambezi. Bagamoyo, Tanzania, enero de 2011. Fotografía de Juanita Schlaepfer
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FAO (2020), The State of Food Security and Nutrition in the World 2020. ↩
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IPCC (2019), Special Report on Climate Change and Land, 2019. ↩
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Janae Davis et al., “Anthropocene, Capitalocene, … Plantationocene?: A Manifesto for Ecological Justice in an Age of Global Crises”, Geography Compass, vol. 13 núm. 5, 2019. ↩
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Sauti ya wakulima (La voz de los campesinos, en español) ↩