En Las malas, la novela con que Camila Sosa obtuvo en 2020 el premio Sor Juana Inés de la Cruz, la voz que narra se abre por completo ante quien lee para revelar la experiencia transgénero desde dos ángulos distintos: el relato iniciático, donde la protagonista se arroga su identidad, y el relato de familia, donde la Tía Encarna acoge bajo sus alas maternas a la comunidad de mujeres trans que se prostituyen en el parque Sarmiento y de la cual la protagonista forma parte. Se trata, a todas luces, de una ficción autobiográfica. El testimonio de vida que Sosa ha hecho público en diferentes medios coincide con la historia de su personaje: un origen precario, la violencia del padre, la experiencia de la prostitución y una suerte de deuda con la comunidad que le brindó protección y afecto durante esa etapa, que se intenta saldar por medio de las palabras. Sin embargo, aun cuando las referencias autobiográficas sean tan puntuales y evidentes, la novela va mucho más allá del relato testimonial o de la crónica, géneros con que algunos críticos y el propio prologuista, Juan Forn, asocian la obra. No digo con ello que el relato sea menos verdadero, sino que se llega a la verdad por el camino del artificio literario. Existe en Las malas una compleja textura tanto narrativa como discursiva que da a la novela una elevada calidad literaria. La elaborada maquinación del relato queda, no obstante, muy bien escondida; costuras invisibles hilan una trama desgarradora, vital, que fluye con la naturalidad de un testimonio: la experiencia transgénero en una de sus más remotas periferias, las amenazas constantes del odio, de la exclusión, la posibilidad de terminar “tirada en una zanja” y, por supuesto, la falta de amor. Al mérito que tiene la novela en cuanto a su forma, se suma el valor de lo semántico, un vasto trasfondo que enraiza en la narrativa de la transformación, en Las metamorfosis, en el papel de Tiresias que logra mediar entre dos planos para propiciar el pase mágico de la empatía. La estrategia literaria con que la voz narrativa consigue integrar los valores del fondo y la forma es la creación de imágenes poéticas. La historia comienza en el parque, frente a la estatua de Dante: “las travestis trepan cada noche desde ese infierno del que nadie escribe, para devolver la primavera al mundo”. Es ahí donde la Tía Encarna escucha un llamado, el llanto de un niño abandonado en una zanja, cagado y casi muerto de frío. La Tía decide quedarse con él a pesar del miedo a ser acusada de secuestro. Lo llaman “El Brillo de los Ojos”, ellas vuelcan sus cuidados sobre él, y él las llena de esperanza. Al final de esa primera noche la protagonista despierta en el sofá para ser testigo de una imagen avasalladora: la Tía Encarna amamanta al bebé con su pecho “relleno de aceite de avión”, “el gesto de una hembra que obedece a su cuerpo”. Por supuesto, la configuración de los personajes —desde lo significativo de sus nombres hasta la forma en que son descritos— contribuye a que las imágenes poéticas logren el efecto deseado: la conmoción. De la Tía Encarna se nos dice que tiene 168 años, su cuerpo es un mapa marcado por el odio, “exageraba como una madre, controlaba como una madre, era cruel como una madre”, pero también era capaz de pasar la noche en la comisaría para sacar del calabozo a alguna de las chicas o “el día entero intentando extirpar algún virus de nuestro cuerpo o algún pelo encarnado en el bigote”. En torno a la matriarca se encuentran figuras emblemáticas, como La Machi Travesti, una suerte de sacerdotisa capaz de realizar curas milagrosas, preparar brebajes “e inyectar silicona líquida, todo por el mismo precio”; María la Muda, fiel acompañante de la Tía, que participa de forma muy activa en el cuidado de Brillo, y que no por modesta es menos feroz; el Hombre sin Cabeza, amable y dulce en todo momento, un veterano de los que llegaban a Argentina provenientes de las guerras libradas en África y que solían enamorarse de las travestis porque a su lado “era más fácil compartir el trauma”; Natalí, a la que cada 28 días había que encerrar porque se convertía en feroz lobisona, o Sandra, la travesti más melancólica de la manada, a quien los clientes golpeaban por llorar, y está Laura, embarazada de gemelos, con la ropa y el cabello llenos de pasto porque recibía a los clientes ahí mismo, entre los arbustos: “Siempre era una fiesta ver llegar su bicicleta que sonaba como una caja llena de campanitas, su panza enorme que era como un augurio, su decisión de cambiarlo todo”. Durante una conferencia, luego de describir a la mujer que le dio la bienvenida al parque Sarmiento en los mismos términos con que se describe a Laura en la novela, Camila —la autora— exclama: “¡¿Pensaron alguna vez que la poesía pudiera tener una forma tan concreta?!”. Me parece que las imágenes que elabora la novela con cada personaje, con cada metamorfosis, constituyen un intento sobresaliente de dar forma concreta a la poesía y producir en los lectores el ímpetu de la bondad. Mientras que el relato de la Tía Encarna se ve atravesado por la sororidad, los cuidados, el maternaje, el sentido de comunidad como táctica para hacer frente a las hostilidades; en el relato de iniciación la protagonista se encuentra completamente sola ante el odio de su padre y del mundo, hace frente a numerosas agresiones al tiempo que se da a la tarea de construir su identidad: “tengo la determinación de no convertirme en prostituta […], pero también me pregunto quién soy yo para no acatar el destino que todas acatan”. A la voz determinista del padre, que condena a la protagonista a acabar en una zanja, se superpone la voz de la Tía Encarna: “Tenés derecho a ser feliz”. La iniciación se consuma bajo el amparo de una familia adoptiva que la reconoce y la acepta, ahí recibe su bautismo y adquiere la experiencia, las aptitudes para defenderse, para sobrevivir aun cuando ocurre la desintegración de la comunidad, “esa red de protección que nos funcionaba por el mero hecho de estar ahí, todas juntas”. El universo de la Tía Encarna desaparece. Camila queda en pie, le corresponde contar la historia y para hacerlo recurre a la poesía. Es así como la narradora en su papel de Tiresias da cuenta de la más sublime de las transformaciones: la de cambiar odio por ternura, y trocar la violencia en amor.
Tusquets, Buenos Aires, 2019.
Imagen de portada: Christopher Dombres, Venus transgénero, 2016 CC