“Nada de lo que recordamos es verdad. Nada de lo que imaginamos es mentira”, escribió Clara Obligado (Buenos Aires, 1950), seguramente, en su casa de Madrid, recargada en el viejo escritorio con una cubierta de cuero desgastada que heredó de su padre, como él lo hizo de su propio padre y éste del bisabuelo. Una mesa de trabajo que cruzó, como Clara, el océano Atlántico.
Clara es la cuarta generación de escritores que llevan el apellido de un viajero que a finales del siglo XVII decidió dejar la comodidad económica del pueblo de Calañas, en Huelva, para instalarse en las orillas del río Paraná, en Argentina.
Dicen que la historia no se repite, pero sí rima. En la biografía de Clara Obligado es fácil encontrar reflejos simétricos con su línea genealógica. Sin embargo, en esta familia literaria, que tiene su origen en España y su destino en Argentina (o viceversa), hay una característica que Clara mantiene en exclusiva: escribir desde el exilio.
En 1976 llegó a Madrid huyendo de la dictadura argentina. Ahí escribió y publicó desde la periferia, construyó una casa lejos de casa, fue madre y abuela. Desde ahí, configura una obra literaria que se sostiene en los pilares de la memoria y la imaginación, en la verdad y la mentira, en el norte y, sobre todo, en el sur.
Tienes apellido literario ¿Pesa más de lo que beneficia?
No creo que mi apellido me haya beneficiado. No puedo negar que crecer con una biblioteca grande en casa fue un regalo, pero cuando yo vivía en Argentina asociaba el oficio de escribir con ser hombre, poeta y de derechas, como lo eran en mi familia. Tardé mucho en asumirme como escritora. Una vez, ya en España, estaba haciendo un trámite y me dijeron: “Ah, Obligado, la escritora”. Y yo contesté con toda naturalidad: “No, no, el escritor era mi bisabuelo”. En aquel entonces yo ya tenía quince libros publicados.
Entonces, tú no querías ser escritora. La escritura te resultaba pomposa por el registro masculino que encontrabas en ella, ¿qué pasó?
Sigo pensando que ser escritora es una desgracia. No entiendo a la gente que se vanagloria de serlo. Yo nunca quise ser escritora y cada vez que termino un libro pienso que es el último. Me digo: basta, esto se acabó, no más. Pero nunca lo cumplo. Soy escritora, sí, pero lo sigo diciendo con la boca pequeña. No me parece algo presumible. Cuando a la gente le llama la atención que soy escritora, a mí me llama la atención que eso les resulte interesante.
Al llegar a España optaste por enseñar a escribir, antes incluso que escribir tu propia obra.
Eso es lo que ha hecho que mi vida sea feliz: sentarme cotidianamente en una mesa con personas a las que les gusta leer y les gusta debatir sobre lo que leen y lo que escriben. Es un trabajo que no me regalaron, pero que considero un regalo. Es lo que más disfruto: leer y conversar.
¿Escribir es reciclar lecturas? ¿Hacer con las palabras materia orgánica?
Partiendo de que me considero lectora más que escritora, yo utilizo la lectura como solución a la escritura: cuando no sé sobre qué escribir, leo; cuando no sé cómo escribir, leo. Escribo por admiración, escribo desde lo que los demás han escrito. Escribo desde la tradición. Entonces, sí, escribo reciclando materia orgánica.
Antes de las palabras, escribiste en uno de tus libros recientes, están los sentidos…
La literatura, desde la aparición del cine, ha tendido a recargarse prioritariamente en la vista. A mí me gusta hacer un ejercicio en el taller: narrar como si fuéramos ciegos. En la literatura es tan importante lo que decimos como lo que no decimos. Desapegarnos de la vista, y trabajar con el resto de los sentidos, ayuda a narrar sin perder el control de lo que no decimos. No es fácil. El camino sencillo es contar solo con la vista, pero eso a mí nunca me ha interesado. Me gusta que los textos tengan olor y textura.
Que significa ser extranjera en el idioma propio.
Es una idea de la que fui cobrando conciencia poco a poco. Cuando yo llegué a España tenía pocas expectativas de generar un sentido de pertenencia; llegué queriendo volver a Argentina, esperando cada minuto a que se reinstalara la democracia en mi país. El tiempo hizo otras cosas conmigo, pero me permitió entender, entonces, que jamás de los jamases, en el país de la Real Academia, mi castellano iba a ser aceptado como un castellano de primera. Siempre iba a ser cuestionada. Recuerdo que una de las primeras cosas que sentí como bestial al llegar a España fue descubrir que una editorial cambiaba palabras de Pedro Páramo, para que supuestamente se entendiera mejor. Yo me sentía perdida en un país que se permitía corregir a Rulfo. Estábamos perdidos.
Había entonces una pulsión de hegemonía española por dominar todo el idioma. ¿Han cambiado las cosas?
Siempre se avanza. Yo soy optimista, pero hoy en día reto a que alguien encuentre una palabra que sea considerada un “españolismo” en el diccionario de la Real Academia; no la hay. La entelequia del idioma es España, todavía. Un país en el que no se hablan las cosas problemáticas. Un país de silencios ante esta clase de debates. También me importa resaltar que existe un movimiento bastante crítico conformado por las nuevas escritoras latinoamericanas, que vienen golpeando muy fuerte porque son muy buenas. Hay gente que quiere discutir y problematizar estos temas. Qué bueno. Pero este avance, que de a poco ha ido sumando, no debe olvidar sobre qué está sumando. Si estamos creando el mundo en cada nuevo libro, nos estamos equivocando. Si las escritoras jóvenes nos olvidan a las escritoras de generaciones previas, nos estamos equivocando. De la misma manera, mi generación no debe olvidar a las escritoras que nos trajeron aquí. No debemos caer en esa idea masculina de tener que cortar con lo que había atrás y con lo que viene adelante. Me preocupa porque creo que no está sucediendo con tanta claridad: ¿cuántas escritoras latinoamericanas de mi generación están publicadas en España? ¿No basta con ser mujer y latinoamericana? ¿Hay que ser novedad?
Has escrito cuento y novela, pero la ficción no fue el terreno más cómodo para reflexionar sobre la escritura extranjera.
Mis textos siempre han tendido a lo ensayístico. Incluso los que se dice que son de ficción. Pero creo que no se entendieron en su momento. Hace años tomé la decisión de incluir un prólogo en mis libros para sugerir caminos de lectura; esto lo hice porque me di cuenta de que no se entendían. En cambio, los ensayos me fueron muy fáciles de escribir y creo que se han entendido muy bien, pero es lo mismo que he dicho durante cuarenta años. Insisto, me demoré dos meses en escribir Una casa lejos de casa y otros dos meses en Todo lo que crece. Este tipo de ensayo me resulta una escritura muy sencilla. Lo difícil para mí es escribir ficción: establecer un mundo y no solo escribir los razonamientos de una persona.
Estos dos títulos parecen ser el lado A y el lado B del mismo libro.
Sí, yo siempre escribo las cosas de a dos. Me parece que un solo libro no alcanza para hacer lo que a mí me interesa: decir una cosa y decir también su contradicción. Es el caso de este par de libros. El primero es sobre perder la tierra, perder la identidad nacional. Y el segundo es sobre ganar el planeta, ganar la posibilidad de modificar nuestro espacio, es la caída de las fronteras.
La literatura erótica, esa etiqueta que durante años clasificó a las autoras de tu generación, es para ti una cara de la literatura política, ¿cierto?
En mi novela La hija de Marx destaco la idea de que la revolución de las mujeres se hace en el cuerpo. Las mujeres de mi generación militamos, fuimos torturadas y morimos igual que los hombres y, sin embargo, fuimos borradas de la efeméride. Al llegar a España me di cuenta de que los hombres escribían sobre los grandes hechos de cierta manera, y las mujeres escribíamos sobre esos mismos momentos a través del cuerpo. Nosotros perdimos, por eso nos tuvimos que ir, por eso nos exiliamos. Pero nosotras, las mujeres de mi generación, en esa derrota ganamos algo: la libertad del cuerpo. A eso alguien le llamó literatura erótica.
Escribiste que sueles vivir en lugares de los que siempre puedas huir. ¿Se puede huir de la literatura?
No, porque la literatura es la huida. Quien vive en los libros siempre está lejos. Un libro, dice Emily Dickinson, es la mejor nave para viajar lejos. No hay tirano, ni siquiera el más terrible, que nos pueda quitar la imaginación. Lectura e imaginación, eso nos hace libres.
Tus libros invariablemente concluyen con un apartado de agradecimientos. Para el lector curioso, estos sirven como pistas para trazar el detrás de cámaras de tus obras.
Tengo muy buenos amigos y me gusta cultivar la amistad. He escrito gracias a lo que generosamente me han dado otros y a las ideas que les he robado. Hay un montón de gente que, de manera totalmente desinteresada, me ha regalado conocimiento para mis libros. Lo mínimo que puedo hacer es darles las gracias a esos coautores. Y por otro lado está mi familia, que me aguanta cosas que son inenarrables y que en cada libro merecen un sello de gratitud.
Has vivido más tiempo en España que en Argentina, ¿algún día podrías renunciar a la nostalgia de tu tierra?
No. Hay algo en Latinoamérica que no hay en Europa, se llama pasión. Esa pasión a veces nos lleva a cosas espantosas. Es un caos nuestro continente, lo sé, pero a mí me enriquece como nada y creo que merece la atención de los que estamos afuera. España ofrece mucha tranquilidad y muchas ventajas, pero hay debates que solo se pueden tener en América Latina.
Imagen de portada: Joaquín Torres García, Paisajes de playa, 1924. Museo Nacional de Artes Visuales de Uruguay