Todos los comienzos son arbitrarios. La mente se apodera de un momento, le da forma a los recuerdos y crea un lugar de significado a partir de fragmentos. Me dijeron que la historia de mi familia requiere remontarse hasta antes de mi nacimiento, hasta antes del nacimiento de mi madre, hasta un tigre cerca de la ciudad de Sinuiju, una próspera ciudad norcoreana de comercios e industrias que abrazaba la frontera con China. En los alrededores vivían los hacendados. Mi abuela solía ir a las montañas en grupos de tres o cuatro jóvenes aldeanas para recoger leña. Un día se encontraron con un gatito que, por sus rayas, hizo que mi tía dudara por un momento si se trataba de un cachorro de tigre. Mientras descansaban y ofrecían alimento al gatito, el agua goteaba de un acantilado en lo alto, así que miraron hacia arriba para ver si estaba lloviendo, a pesar de que el tiempo estaba templado y el cielo sin nubes. Al levantar la mirada, las niñas vieron un tigre, así que huyeron sin recoger sus cestas de paja; sin embargo, a los pocos días encontraron sus cestas en la puerta de su casa. Los habitantes del pueblo pensaron que había sido el tigre el que había devuelto las cestas porque las niñas habían sido amables con su cría. A partir de entonces, mi abuela empezó a creer que era una mujer afortunada.
¿Somos lo que somos? ¿O somos lo que queremos creer?
La historia es una reconstrucción.
Antes de que estallara la Guerra de Corea el 25 de junio de 1950, el paralelo 38 entre el norte y el sur ya era una división delimitada al azar por Estados Unidos y la Unión Soviética desde 1945. Las escaramuzas y otros actos hostiles en la frontera eran habituales. También comenzó un reinado del terror en el norte, donde las personas sospechosas de lealtad anticomunista eran juzgadas y sometidas a tortura mediante tribunales ad hoc. Para quienes intentaban escapar, los cruces fronterizos eran viajes complicados que requerían sobornos y oraciones. Ambos lados de nuestra familia eran adinerados, y mi abuelo tuvo la clarividencia suficiente para sospechar que si la familia se quedaba en el norte, el futuro no les auguraba nada bueno. Se dio cuenta cuando, durante una redada, visitó la casa de un amigo acaudalado. Logró esconderse en el sótano, donde habían almacenado arroz, granos y semillas, mientras le disparaban a su amigo y desaparecían a su familia. Los soldados también apuntaron al piso, pero por suerte ningún disparo tocó a mi abuelo, quien permaneció escondido allí durante días. En la historia de nuestra familia, mi abuelo era el valiente, el intérprete de las señales siniestras del futuro, que vendió gran parte de las tierras de la familia de forma rápida y barata unos años antes de que estallara la guerra y, a pesar de los peligros, comenzó a hacer viajes clandestinos de reconocimiento a través del paralelo 38.
El abuelo que yo conocí era un hombre estricto y poco sonriente que no tenía una buena opinión de las mujeres. Le gustaban las uñas al ras, el cabello corto y un hogar silencioso. Era un hombre disciplinado y de profundos surcos en la frente, una persona sobria; su idea de un regalo de cumpleaños era un paquete de Life Savers para las nietas de ocho y nueve años que no había visto en un lustro. Le gustaba lanzar órdenes a gritos, exigir agua, una manzana. Era un hombre que rara vez sonreía, que acostumbraba a levantarse a las cuatro de la mañana antes y después de jubilarse, que dejó su cuantiosa herencia únicamente a sus tres hijos y nada a sus tres hijas; que le regaló una caja de tomates a mi madre moribunda cuando nuestra familia vivía en un alquiler de una sola habitación y estaba agobiada por las deudas de sus facturas con el hospital.
La historia es como la recordamos. La historia cuenta que nuestra familia fue afortunada. No lo perdimos todo en la guerra, como muchas personas del norte, y mi abuela logró escapar al sur con sus tres hijos pequeños, con dinero en efectivo atado a su espalda y a su vientre junto con pañales de tela y cordones, y pudo restablecerse en una de las zonas más acaudaladas de Seúl en aquella época. Lo que el gran arco narrativo deja de lado es a mi abuela y a sus tres hijos pequeños uno sobre otro en el ya abarrotado tren hacia el sur. Deja de lado la incertidumbre, el miedo, el penetrante olor a orina. Los refugiados se apiñaban en la parte superior del tren. La familia decidió permanecer junta en el carro delantero en lugar de estar cómodamente repartida en varios vagones. En retrospectiva, hicieron lo correcto, ya que el tren pronto se dividió en dos: una parte se dirigió a Manchuria y el resto al sur. Muchas familias quedaron separadas de manera permanente en el caos y el pánico de la división del tren. En ocasiones, cuando la marcha se detenía, nuestra familia caminaba, y a veces alquilaba una carreta para llevar al bebé. Por fin llegó a la provincia de Hwanghae, junto al paralelo 38, donde mi abuelo le había pagado a un intermediario para que les ayudara a atravesar una marisma. Programaron el cruce en una noche oscura y sin luna para evitar ser detectados por los guardias fronterizos. Los niños mordían trozos de madera para no hacer ruido y pusieron a dormir a los bebés. Estaban a la espera de que subiera la marea junto con otros aldeanos, cuando un bebé empezó a llorar. El intermediario le dijo a la madre que lo tirara al agua y lo ahogara; ella logró callar al nene con sus manos. Mi tía tenía diez años cuando escuchó las amenazas.
Para muchos otros, la vida fue inhumana, cruel y breve. No lograron cruzar el paralelo 38; los atraparon y no solo los hicieron volver, sino que los llevaron a juicio. Varios sufrieron torturas y fueron asesinados. Como el hermano de mi abuelo, mi tío abuelo, que fue detenido; al igual que su esposa, enfermera, quien se negó a cambiar el amor por estar segura y libre. Había cruzado al sur, pero decidió regresar y hacer el peligroso viaje de vuelta al norte para encontrar a su esposo. Nadie la volvió a ver ni a saber más de ninguno de los dos. Como tantos otros después de ellos, nadie supo qué pasó con los que regresaron. El muro de la información ya estaba sellado. Al igual que los refugiados norcoreanos de la actualidad, con la travesía estaban apostando la vida, pero para alguien con el estatus y los medios económicos de mi familia, quedarse significaba morir, y marcharse prometía al menos una pequeña posibilidad de sobrevivir. El cruce fue uno de los primeros grandes silencios de nuestra familia.
Las familias de la guerra están hechas de silencios, de fragmentos rotos. No supe cómo se llamaban mis padres hasta la adolescencia, ya que siempre los llamaba eomma y abba. Emigramos a Estados Unidos cuando yo era muy chica. Aunque sentían nostalgia por su hogar y sus familias en Corea del Sur, rara vez hablaban de ello, como si mencionar el pasado fuera condenarlos a no pertenecer a ningún lugar ni tener raíces en su nueva patria.
No supe que nuestra familia había huido de Corea del Norte hasta que volví a Corea del Sur de mayor. Sin conocer nada de la historia familiar, participé activamente en la comunidad de refugiados norcoreanos en Seúl y acabé trabajando durante un tiempo en el acondicionamiento de casas de seguridad en la frontera entre China y Corea del Norte, y ayudando a los norcoreanos a ponerse a salvo. A los 23 años, cuando me involucré por primera vez, había perdido a mi madre y poco tiempo después perdí a mi padre. Él me heredó más de cien mil dólares en deudas acumuladas mediante la falsificación de mi firma en tarjetas de crédito. Mientras uno de mis tíos se lamentaba de que si mi abuelo hubiera aceptado la oferta del dictador militar Park Chung-hee de suministrar pasta de chile rojo a los militares, nuestro negocio familiar se habría convertido en la futura corporación Daesang Group, yo vivía en el corazón de Seúl en un goshiwon, un minúsculo estudio del tamaño de un vestidor, con un baño y una cocina comunes. Pasé la Navidad con mis amigos refugiados norcoreanos, con los que me parecía guardar más en común que con mis propios parientes. Había huido de Estados Unidos, el lugar de mi violenta e inestable infancia, y había enterrado el pasado del mismo modo que mis abuelos y padres nunca hablaron de sus raíces norcoreanas. Los inmigrantes quieren dejar atrás el pasado, pero no lo logran del todo.
Antaño, la gran casa de Hoam-dong, en Seúl, donde nació mi madre, fue un enclave acaudalado japonés durante la ocupación nipona y, justo antes de la guerra, un vecindario de poderosos militares y funcionarios del gobierno surcoreano. La casa se ubicaba justo al lado de la de un embajador, lo que significaba que era un vecindario seguro; el único grupo que suele salir indemne durante las guerras es el de los políticos. Cuando las tensiones previas a la guerra se intensificaron, fue un sitio al que empezaron a llegar los parientes y vecinos menos afortunados de Sinuiju. Hoam-dong se convirtió en una casa de refugiados, ya que mi abuela alimentaba y ayudaba a recuperarse antes de seguir adelante a las personas que había conocido en el norte. Era famosa por no levantar la voz jamás y nunca decir que no. Mis abuelos también eran cristianos acérrimos y creían que proteger a los que les rodeaban era parte de su suerte y su misión. Como la gente pasaba semanas o meses en la casa, mi tía se acostumbró a vivir en el refugio de una comunidad de desplazados en constante expansión.
Mientras mi abuelo creaba las fábricas que había consolidado más al sur, en la ciudad portuaria de Busan, mi abuela se hacía cargo de la incesante oleada de conocidos. El ruido de los pasos rondaba la casa; la gente iba y venía con la intermitencia de la guerra. Las porciones nocturnas de arroz se racionaban para el incesante número de personas que buscaban refugio en la casa con su estanque de lotos y sus árboles, un oasis en el campamento de refugiados en el que se había convertido Seúl. Mi tía mayor cumplía once años y su vida se regía por la escuela y los muchos mandados que tenía que hacer para que la creciente cantidad de visitantes tuviera arroz, verduras y, de vez en cuando, carne (considerada un lujo). El sol del atardecer tiñó de rojo sangre los picos de las montañas circundantes; más de una vez, mi tía tuvo que rodear un cadáver. Caían bombas y el sonido de los cristales rotos y las explosiones se convirtieron en algo normal, antes de que mi abuelo decidiera que debían unirse al minúsculo flujo de personas que partían hacia el sur, hacia Busan. Pronto, el débil fluir se convirtió en una avalancha. A los tres días de la declaración oficial de guerra, las fuerzas armadas de Seúl cedieron y mi familia alcanzó a escapar. Una vez más, su casa improvisada en Busan se convirtió en una parada obligatoria para los necesitados. Gracias a la previsión de mi abuelo, su subsistencia era cómoda ahí. Con el capital que llevaba del norte había puesto en marcha una fábrica de pasta de chiles rojos, zapatos y otras cosas. Entendían su posición privilegiada como una responsabilidad hacia su comunidad norcoreana, en la que muchos miembros habían perdido todo su sustento. Mi tía nunca volvió a ver la casa de su infancia ni a la mayoría de sus amigos.
En 2011 un refugiado norcoreano que se encontraba en una casa de seguridad que ayudé a crear en la zona fronteriza china me rogó que le ayudara a ponerse a salvo en Corea del Sur. “El tipo está loco”, me dijo, refiriéndose al chino de la etnia Han que supervisaba la casa de seguridad, un veterano con un largo historial en ese tipo de trabajo en la frontera. “Quiere retenerme por tiempo indefinido hasta que me haya convertido a Dios por completo”. El hombre estaba cansado de estar encerrado durante meses, volviéndose loco de miedo y recuerdos, y estaba decidido a escapar, aunque tuviera que cruzar el país a pie. Intenté hacerlo entrar en razón, lo que llevó a una discusión que duró toda la noche y en la que el activista Han me dijo: “Yo estoy del lado religioso y tú del activista”, cuando yo pensaba que trabajábamos por la misma causa: la seguridad y la dignidad de una vida humana. Recurrimos a una gran cantidad de planes y engaños para contratar a un intermediario y ayudar al norcoreano a escapar hacia Corea del Sur.
Durante su primer año en Corea del Sur, se sintió muy eufórico, desconfiado e incapaz de leer ninguno de los ideogramas que le rodeaban. Era un hombre que había perdido su país, su comunidad y su familia para siempre. Lamentaba su libertad y a la vez la celebraba, lo que equivalía a una condena de por vida a la soledad. Fui testigo de cómo se mudaba de una casa a otra, cómo conseguía trabajo, cómo se peleaba a puñetazos con algún surcoreano que lo insultaba. Lo vi enamorarse y vi cómo lo había engañado otra desertora norcoreana empeñada en que mantuviese a su hijo, pero poco dispuesta a renunciar al amante chino que había dejado en la frontera. Lo vi comprar un terrenito y una casa que, en los últimos cinco años, se convirtió en un hogar para él y su esposa, una refugiada norcoreana recién llegada. Diez años después de contratar a un intermediario para ayudar al hombre a llegar a Corea del Sur, me llamó una noche y me dijo que yo era de la familia.
La guerra siguió a nuestra familia hacia el sur, así que mi abuelo compró un pasaje para el resto de su linaje a un precio exorbitante con destino a la isla de Jeju, frente al continente en el extremo sur, y huyeron de nuevo inmersos en esa vida de movimiento constante. Una vez más, mi abuela y sus tres hijos se establecieron temporalmente sin tener la certeza de si mi abuelo estaría a salvo en Busan. Pero las lágrimas ya se habían secado. La tragedia era cotidiana y universal, y mi tía la mayor solo habla de su suerte durante la guerra; tener algo en una época en la que nadie tenía nada era un privilegio, y jamás lo olvidaron. Hacia el final del conflicto, el 27 de julio de 1953, el país no era más que ruinas y escombros. Cuando mis abuelos regresaron a Seúl, le cedieron su casa en Busan a un familiar que lo había perdido todo.
La comunidad norcoreana de Sinuiju en Seúl se reunió de nuevo en la iglesia de Yeongrak, cerca de Myeongdong, que ha seguido siendo un reducto de la empatía y los vínculos norcoreanos. Allí debieron vivir con el fantasma de su ciudad natal, de su lengua y su identidad, que en el sur miraban con recelo y temor. Me pregunto cómo les habrá afectado el verse obligados a ocultar su identidad y de dónde venían. Sus historias no eran las de mi infancia; sino relatos de vergüenza, de dolor, una historia de anhelo sin nombre.
Me pregunto en especial por mi abuelo, un hombre que se parecía más a un abuelo cualquiera que a un rico magnate que les dejó a sus hijos fábricas y costosas residencias en Gangnam, en Seúl. Un hombre que era muy valiente, muy generoso con sus vecinos, que creía en el patriarcado confuciano y consideraba que sus hijas no valían nada porque una mujer no podía transmitir el linaje familiar. Me pregunto cómo una persona puede alcanzar la grandeza en tiempos de guerra y ser ruin e indiferente en la paz. El amor es una paradoja. La historia es una paradoja que me enseñó a perdonar a mi abuelo por la manera en que trató a nuestra familia. Me pregunto quién era mi abuela en realidad, la clase de heroína silenciosa y ausente en los registros históricos, definida en el círculo familiar por sus sacrificios. Me pregunto cómo ellos, y mis padres, llevaron la guerra en su interior durante el resto de sus vidas.
Intento recomponer el rompecabezas del pasado y ubicar a las personas que ya se han ido. Mientras estamos sentados en el apartamento de mi tía, diciéndonos unos a otros cuán afortunados somos, haciendo eco de las palabras de mi abuela, intento reconstruir no aquello que es mi familia, sino lo que significa. Intento comprender cómo la Corea rota del pasado vive bajo el nuevo andamiaje de la cultura k-pop de Corea del Sur, la torre Lotte World y los sinuosos carriles para ciclistas del río de Seúl.
Todos los finales son conclusiones incómodas.
Imagen de portada: ©Charlie Crane, de la serie Welcome to Pyongyang, 2005-2006. Cortesía del artista