¿Cómo salir de las lógicas identitarias que imperan en la literatura actualmente? ¿Cómo responder a esa urgencia, a ese imperativo ético por cuestionar el yo y llevar la escritura realmente hacia el otro? Una posible respuesta se encuentra en el ensayo de Nuria Barrios, La impostora. Cuaderno de traducción de una escritora, en el que interroga con tenacidad el “cataclismo identitario” producido en su vida al comenzar a traducir, esa “extrañeza del lenguaje” que irrumpe mediante la traducción. Toda certeza, toda idea de dominio de la lengua propia se ve cuestionada de manera radical cuando la autora traduce por primera vez. “La traducción hizo desconocido lo conocido”, nos dice, y al ahondar en la práctica traductora se da cuenta de que la renuncia de sí es una condición insoslayable: “Como escritora, trabajo con mi voz, la exploro, la afilo. Cuando traduzco, he de abandonar esa voz para encontrar otra que refleje la del autor traducido. El anonimato es uno de los requisitos del oficio. La clandestinidad, el olvido de sí, subrayan el placer verbal: todo tiene que ver con el lenguaje, todo se desarrolla dentro del lenguaje”. Incurrir en la traducción desencadena en ella otra pérdida, la de cierta inocencia como lectora: “Leer por primera vez con ojos de traductora puso fin a la confortable inocencia en la que había vivido”. Pasa entonces de una lectura voraz a una llena de tropiezos, dudas e interrogantes, en la que cada palabra, cada frase, se abre hacia un abismo de significación. La traducción es un aprendizaje de la lectura, el “único modo humano de leer y escribir al mismo tiempo”, nos dice Andrés Neuman en el epígrafe del libro.
A partir de la aparente paradoja entre la visibilidad e invisibilidad de quien traduce, La impostora desarrolla una valiosa reflexión sobre el poder del traducir; valiosa porque parte de la inquietante, casi anómala experiencia de tomar el lugar de alguien más. Impostora es, en efecto, Nuria Barrios cuando, siendo escritora, adopta una posición que en principio no puede ser la suya. Al volverse traductora, voz en español de Joyce, John Banville, Amanda Gorman, recae sobre ella la sospecha de una excesiva impronta de su estilo y, por ello, de una inevitable manipulación del texto ajeno. Pero, ante todo, es la manera en que la traducción hace vacilar su propia identidad la que nos relata aquí en un agudo ejercicio por comprender esa dislocación del yo: “Soy una escritora que traduce. Cuando traduzco, me desdoblo: soy la que traduce y soy quien observa a la traductora traducir. ¿De quién es la mirada sobre el texto? ¿De la traductora o de la escritora?”
Ni oficio ni arte, la traducción es para Barrios una forma extrema de la escritura. Lugar de extrañeza, de esquizofrenia, pero sobre todo de múltiples personalidades: “Nadie. Niemand. No one. Nessuno. Esa gran N define nuestra oculta identidad: su anonimato y su infinita plasticidad. Ser Nadie es condición imprescindible para poder ser cualquiera”. Pues quizás para escribir sea necesario confrontarse con el carácter indomable del lenguaje, que los traductores bien conocen y que se manifiesta en la vertiginosa dificultad de zanjar, de escoger entre varias posibilidades para expresar lo que se lee en la lengua de partida; en la manera de enfrentarse al riesgo siempre latente del error, del balbuceo, del farfullar perplejo en la lengua propia que no consigue decir: “Comprender y no atinar a traducir retrotrae a la traductora a una fase anterior al lenguaje verbal, a la etapa emocional previa al bautizo de la realidad y a su clasificación taxonómica. Es un viaje desde la punta de la lengua a su raíz”.
Sin embargo, la habilidad que todo traductor, toda traductora desarrolla de ser simultáneamente uno mismo y otro, una multiplicidad de otros, se ve amenazada hoy por esa “nueva forma de censura”, como la califica Barrios, letal para la traducción, el arte, la vida. Asistimos en la actualidad a la victoria del discurso identitario frente a la libertad creadora. Lo revela, por ejemplo, lo ocurrido en torno al poema de Amanda Gorman, La colina que ascendemos, la exigencia de que su traductora fuera “una artista de spoken word, joven y orgullosamente negra”, como pidió en las redes sociales la activista y periodista holandesa Janice Deul, llevando a renunciar a Lucas Rijneveld, persona no binaria, a quien se había elegido para hacerlo. “Del orgullo de ser quien eres”, se lamenta Nuria Barrios, “se ha pasado al imperativo, sujeto a penalización, de no ser otro que quien eres: nuestra piel convertida en camisa de fuerza”. Lo que está en juego es efectivamente nuestra libertad de imaginar.
Si bien La impostora vuelve al eterno problema de la fidelidad, lo hace a partir de lo que considera la paradoja esencial de la traducción: la absoluta libertad que le es indispensable para alcanzar la precisión; “idear fórmulas imaginativas a dificultades creativas”. Habría, pues, que plantear desde una perspectiva distinta el estigma de infidelidad que pesa sobre la traducción:
¿Traducir es una traición? ¿Es traidor el que se esfuerza en conservar el sentido, el ritmo y la música del texto original, aunque eso implique una transformación? ¿O es traidor el que, en nombre de la exactitud, se aferra a la literalidad del texto original, a la “corteza de las palabras”, aunque eso salpique de incomprensión el texto final? ¿Qué significa traición? ¿Qué significa fidelidad?
Nada más alejado de la traducción que la lógica mimética que supone la reproducción o la noción de equivalencia, espejismos lingüísticos que frenan ese “rigor imaginativo” con el que, por ejemplo, Ursula K. Le Guin tradujo el Tao Te Ching, de Lao-Tse. Traducir es buscar la distancia adecuada con el texto para interpretarlo, como se interpreta una sonata, para representarlo, como se interpreta una obra de teatro. Una buena traducción es “fidelidad heterodoxa”.
Nuria Barrios nos muestra también que traducir no es una actividad inofensiva, como suele percibirse al asociarla con el trabajo doméstico femenino, “una ocupación para amas de casa con inquietudes intelectuales. Nada importante. Nada serio”. Pese a que, según datos recientes, 64 por ciento de los traductores colegiados son mujeres, el rostro público de la traducción continúa siendo masculino. Así, en España, solo trece mujeres han sido galardonadas con el Premio Nacional de Traducción que otorga desde 1984 el Ministerio de Cultura, y solo ocho han recibido el Premio Nacional a la Obra de un Traductor desde 1989. Trece de 48; ocho de 32. La explicación podría encontrarse no solo en la norma masculina que rige los premios literarios sino en lo que, con Siri Hustvedt, Barrios llama “el efecto contaminante de lo femenino”, ese “temor inconsciente” a que, al asociar públicamente a una traductora con una obra escrita por un hombre, “su nombre de mujer contamine la lectura”. De ahí que en su ensayo opte por utilizar el genérico femenino como una manera de visibilizar la amplia presencia de las mujeres en la profesión y “dar voz a las silenciadas y así rescatarlas de los márgenes”.
Los ejemplos que analiza revelan el carácter altamente político de traducir, la incidencia que puede tener en el espacio público cuando se asume plenamente la responsabilidad que conlleva cada decisión. Pues no hay traducción neutra. Una ilustración de ello es la interpretación del Génesis por parte de Delphine Horvilleur, una de las tres rabinas que ejercen en Francia, quien señala un término —y no cualquiera— incorrectamente traducido: tzela, que posee dos sentidos: el de “costilla” y el de “lado” o “costado”, como de hecho se traduce en la mayoría de sus usos en la Biblia:
Si se hubiese entendido el término hebreo tzela como la rabina propone —“costado”, “lateral”, “a un lado”—, la historia de la civilización hubiese sido muy distinta. Se habría atendido a la complementariedad masculino-femenino, que aparece en el texto primitivo: “Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y hembra los creó”. Hombre y mujer creados uno al lado del otro, sujeto y sujeto. El cambio de una palabra insignificante trastocó la Historia, pues el error, según mantiene Horvilleur, ha legitimado una sociedad patriarcal con una estricta primacía del hombre sobre la mujer.
Existe un poder real a disposición de quien traduce, el poder de leer de otra manera y, por ende, de traducir de otra manera. Pues traductoras y traductores no solo se pierden en la traducción; también ganan un nuevo modo de entender y decir.
Páginas de Espuma, España, 2022
Imagen de portada: Koga Harue, Jaula de pájaro, 1929. Museo de Arte de Kurume