En un país como el nuestro, donde las cifras oficiales —de acuerdo con el secretariado ejecutivo— arrojan 1,199 feminicidios en el primer cuatrimestre del año, es un hecho que contarse entre la población femenina resulta motivo de miedo y de tristeza cotidiana. Ser mujer en México supone un proceso de lucha constante, primero, por la preservación de nuestras vidas; después, por las condiciones de clase y el fenotipo que de manera sistemática se suman a las diversas causas que constituyen la cartografía del feminicidio. Cada una de las historias, además de la inminente muerte, sostiene un discurso desgarrador, una verdad que nos hace fijar la mirada en lo que el espejo revela: en que es probable que no volvamos, que el cuerpo que miramos deje de ser nuestro para pertenecer a una estructura que se constituye de todos los cuerpos violentados, fragmentados, lacerados, violados, desollados, a una corporalidad femenina que ya no respira y que, sin embargo, nos deja secas de llanto, de saliva. Pero no de voz. Karen Villeda (Tlaxcala, 1985), mediante un tono particular que se desplaza entre el testimonio, el ensayo novelado y la lírica, da resonancia a una serie de gritos ahogados a lo largo de la historia del país que en las planas del mundo se exhibe como feminicida. Villeda, quien en su carrera ha podido navegar entre la prosa y la poesía con libros como el poemario Teoría de cuerdas o el libro de ensayos Visegrado, e incluso en la literatura infantil con Cuadrado de cabeza, que le han sumado distintos reconocimientos literarios, logra reunir en un mismo libro diversos registros y datos dispersos en la prensa nacional, en las redes sociales —sobre todo Twitter—, así como en tratados y memorias históricas, testimonios que se traducen en una resonancia coral que evoca sin lugar a dudas una elegía. Desde el inicio, Villeda afirma que la llave se encuentra en la memoria personal. Al escribir, logra situar y desplazar con su voz el origen no de la historia, sino de sus recuerdos y el dolor que la conduce al encuentro con la violencia feminicida. La tesis parte del hecho de que, al igual que ella, cada mujer termina construyendo un mapa de la violencia sistemática e institucionalizada hacia nosotras, y no sólo eso, en nuestras biografías, al hacer una arqueología pertinente, forense sin más, encontramos los lazos suficientes para la creación de una genealogía, porque si por el hecho de ser mujeres nos matan, también por eso somos hermanas. Sí, también de sangre. Al comenzar a rastrear su historia, la de su tía y la de otras mujeres llamadas Karen,1 Villeda reflexiona sobre por qué a pesar de las cifras que ofrecen organismos como la ONU Mujeres, el Inegi, decenas de organizaciones civiles y familiares abatidos por la ausencia de sus mujeres queridas, las instituciones en nuestro país —incluso aquellas lideradas por mujeres que se presumen feministas, como es el caso de Patricia Mercado— y la sociedad han preferido mirar hacia otro lado y no hacer algo tan necesario como emitir la alerta de género; como precisar que, en efecto, puede ser que esta noche no llegues a casa. El libro expone no sólo cómo se llegó a acuñar el término feminicidio, sino que la autora rastrea en su contexto y en su propia cartografía por qué resulta casi natural que las mujeres mueran a causa de la violencia machista y, acto seguido, sean revictimizadas a nivel social e institucional. Del mismo modo, a lo largo del volumen existen ciertos rasgos que nos permiten saber desde qué lugar reflexiona y se nombra a sí misma Karen. En un país como el nuestro, la clase y el fenotipo articulan casi todo lo que constituye nuestros espacios domésticos y laborales —acaso públicos—; como bien lo visibiliza, parece que hasta que morimos somos iguales. Agua de Lourdes se integra a la lista de libros que deben ser leídos porque exponen de manera clara e íntima nuestra sentencia; junto a La fosa de agua de Lydiette Carrión y Tsunami, coordinado por Gabriela Jáuregui,2 Villeda ha logrado crear las debidas correspondencias entre su lugar en el mundo como escritora y editora y lo que ocurre de manera cotidiana en cualquier rincón de nuestro país, en cualquier motel de nuestra ciudad. El uso de datos duros no sólo resulta valioso, sino que nunca interrumpe el flujo que su voz narrativa sigue hasta encontrarse con Karen y la disyuntiva entre creer que su tía murió por decisión o que, como a tantas mujeres, la mataron y junto con su cuerpo sepultaron su historia, desaparecieron la verdad. Las páginas de sus diarios, junto a la reflexión sobre por qué los niños en Tlaxcala quieren ser padrotes, condensan la fuerza y el valor de un discurso que no sólo nos atañe como sociedad, sino que sostiene el hecho de que por ser mujeres nuestro género nos emparienta de maneras profundas e íntimas, como lazos de familia, y se pregunta por qué tantas historias relatan el mismo escenario: las mujeres estamos destinadas a morir debajo de leyes institucionales dictadas por los hombres. Cercano a Annie Ernaux, así como a Hélène Cixous y Mary Beard, Diana Russell, Adrienne Rich —por contar a algunas mujeres que aparecen en el texto, ya sea por la cercanía con su obra o por ser nombradas—, el libro termina siendo un espacio de seguridad donde todas las mujeres podemos hablar, acaso llorar y pensarnos en un largo abrazo, donde el arte logra hacer una diferencia precisa ante el dolor y la ausencia. “Parece que siempre muere la misma mujer.” Y es cierto. De maneras distintas, a veces con ropa, otras semidesnudas, niñas, jóvenes, ancianas, por asfixia, sin pezones, con la ropa interior rasgada, pero siempre es la misma, el mismo grito, el mismo llanto. En una sociedad patriarcal resulta fácil esquivar las preguntas sobre el origen; el relato se desprende del padre cuya ausencia no intimida a la hora de reclamar nuestra vida. Por eso, hablar desde el origen de nuestro dolor, de nuestro miedo, hace visible no sólo que nos están matando, sino que esto pareciera estar ligado al hecho de que ser hombres les impide hacer un radiografía de sus propias violencias, de su dolor, de saber que la violencia no es natural. Es normal observar cómo ciertos feminismos no sólo rechazan el lugar de la masculinidad en nuestra vida, sino que lo formulan como el origen de nuestra muerte; sin embargo, Villeda logra hacer un ejercicio de sensibilidad que no resulta frecuente en nuestra generación: pensar en los hombres que igualmente la constituyen y en las causas que formulan una violencia tan exacerbada, la misma que se reproduce de uno a otro, desde la infancia hasta el primer golpe, a la primera penetración sin consentimiento, a la primera mirada de pánico ante la perpetración del crimen. Esta violencia hegemónica se sitúa no sólo en la apropiación forzada de la sexualidad y el vientre de las mujeres, sino también en la creación de imaginarios, de capitales simbólicos, de estructuras religiosas, culturales y económicas creadas, desde luego, bajo el absoluto registro androcéntrico. En sus reflexiones la autora no sólo da ciertas salidas para su duelo, sino también para situarnos dentro una estructura que busque protegernos tanto legal como afectivamente, es decir, vernos a nosotras mismas como sujetos de derecho, apropiarnos igualmente de nuestros cuerpos, deseos, dolores, instituciones y cadáveres. Luego de más de doce años de guerra, el país no es sino un cementerio absoluto. Es cierto, la violencia no discrimina, y hombres y mujeres de todas las edades rellenan fosas que cada día dan cuenta de los millones de cadáveres que forman la página negra de nuestra historia contemporánea. Sin embargo, el feminicidio visibiliza la constante dentro de esta historia, no de doce años, sino desde el comienzo de nuestra nación: incluso muertas, somos invisibles. Voces como la de Villeda y las miles de mujeres que día a día luchan por preservar nuestra vida y la memoria de nuestras muertas logran fijar una agenda que puede hacer la diferencia ante la necesidad de duelo, ante la violencia machista, ante los miedos; una estrategia política que surge al nombrar debidamente aquello que se advierte en el espacio doméstico y que es el origen de cada una de nuestras muertas. Si escribimos y nombramos lo que nos sucede, será posible leer otra historia para ser mujer en México.
Turner, Ciudad de México, 2019
Imagen de portada: María Conejo, Paisaje, 2017