Llegamos una mañana de mayo. El cielo, azul y despejado, sin una sola nube. El aire se sentía seco y había plantas muy peculiares, algunas eran altos cilindros con ramificaciones que les daban apariencia de brazos humanos cubiertos de espinas. El paisaje lucía inhóspito. Conforme avanzaba el día, el sol se alejaba del horizonte y la temperatura ascendía más y más. Empezamos a sudar. El calor nos abrumaba. Era como si el sol nunca nos fuera a dar tregua. Cuando el viento soplaba se levantaban pequeñas partículas de arena que golpeaban todo lo que se les oponía, incluyéndonos. Casi no se veían animales, aunque a veces podíamos vislumbrar a un ratón corriendo o unos insectos volando apresuradamente. Si vives aquí, en este lugar al parecer inhabitable, el reto más grande debe ser encontrar alimento, agua y refugio sin fallecer de calor en el intento. Así inició nuestro primer día en el desierto de El Pinacate. La Reserva de la Biósfera El Pinacate y Gran Desierto de Altar, nombre oficial del lugar al que llegamos, se ubica en una de las zonas áridas de México. A la región de las partes bajas de los estados de Sonora y las dos Baja California hasta el suroeste de Estados Unidos se le conoce como Desierto Sonorense. En este lugar hay escasez de lluvia durante casi todo el año y las temperaturas en verano llegan a ser las más altas de Norteamérica, con una intensa radiación solar, por lo que el clima se describe como muy árido y extremo.1 Estas condiciones, aunque típicas, no son constantes en todo el mundo, por lo que definir qué es un desierto no ha sido una tarea fácil. Desde la perspectiva ecológica el concepto de desierto incluye zonas áridas de poca precipitación en las que las condiciones climáticas son duras. En algunos desiertos de nuestro planeta hay registros de temperaturas hasta de 54°C durante el día y menos de 4°C en la noche. La falta de lluvia en estos lugares puede ser tal que en algunos no llueve durante años. Sin embargo, no siempre se necesita que haya un intenso calor para hablar de un desierto: las frías regiones de los polos, por ejemplo, se denominan “desiertos polares”. La constante es que en cualquiera de estos sitios las condiciones ambientales son difíciles para el desarrollo de plantas y animales. El impactante panorama de El Pinacate, que al principio nos parecería desolador, bulle de vida, pero se necesita de miradas cuidadosas para encontrarla, ya que se trata de uno de los desiertos más biodiversos del mundo.
Vivir de día
Aunque durante el día el sol puede ser extenuante, algunos habitantes de la región llegan a salir en ese momento y pareciera que el calor no los afecta como a nosotras. Así sucede con las serpientes de cascabel, que nos anuncian su presencia (lo cual, la verdad, se agradece) con el ruido que hacen. Los cascabeles de todas las especies de estas serpientes son las últimas escamas de su cola, hechas de segmentos de un material llamado queratina que agitan para alertar a sus enemigos. Observada desde una cuidadosa distancia, la cascabel es un animal elegante por su movimiento ágil sobre el suelo y por sus colores que la esconden de la vista. Estos reptiles se alimentan de pequeños mamíferos, algunas lagartijas y uno que otro insecto y mantienen a raya el crecimiento de sus poblaciones.
Entre los mamíferos que configuran su menú están los conejos del género Sylvilagus, ratas y ratoncitos de varias especies. El Sylvilagus audubonii, por ejemplo, aunque es activo principalmente al llegar el crepúsculo o durante la noche, llega a salir en pleno día cuando el calor es más intenso. Este pequeño mamífero se distingue por tener las orejas más grandes que las de otras especies (en él abarcan alrededor del 14 por ciento de su tamaño total), y puede irradiar calor a través de ellas hacia su cuerpo. Según David Hinds, experto en mamíferos, es posible que gracias a esa característica este roedor sea capaz de mantener estable su temperatura y no morir de calor.2 Otros animales que también se pueden ver de día son los comúnmente conocidos como “lagartos cornudos de cola plana” o “llora sangre”, animales de sangre fría que buscan el calor. Estos lagartos de la especie Phrynosoma platyrhinos, únicos del desierto sonorense, por sus colores y características corporales pueden ser casi invisibles, debido a un camuflaje perfeccionado a lo largo de su historia evolutiva. Además, tienen la gran habilidad de aplanarse dando la impresión que se funden con la arena, otra manera de ser invisibles. A pesar del desafío que implica rastrearlos, logramos encontrar un llora sangre gracias a que estos pequeños animales dejan a su paso excretas bastante peculiares con restos de su manjar favorito: hormigas forrajeras, principalmente de los géneros Pogonomyrmex y Veromessor pergandei. Cuando se sienten amenazados, los lagartos cornudos de cola plana se defienden de una forma increíble: emiten gotitas de sangre por los ojos cuyo sabor resulta desagradable para sus depredadores. Desafortunadamente, con la expansión de los centros urbanos y la perturbación de su ecosistema, los lagartos cornudos de cola plana están en la lista de especies amenazadas de México. Un daño colateral que sufren estos reptiles es el uso de pesticidas para erradicar hormigas, incluyendo las especies de las que se alimentan. Se podría pensar que, debido al intenso calor, algunos animales sensibles a la desecación por su dependencia al agua no habitan aquí. Sin embargo, en El Pinacate viven cuatro especies de anfibios. Uno de ellos es conocido como “sapo del desierto de Sonora” (Incilius alvarius), que destaca por ser uno de los más grandes de Norteamérica (puede medir 20 cm de longitud) y logra soportar el calor enterrado en frescas madrigueras, en un proceso similar a la hibernación durante los meses más calurosos. Cuando llegan las lluvias sale de su entierro y aprovecha el momento para aparearse en los pequeños charcos de agua que se forman en un breve momento de precipitación pluvial.3 Los sapos del desierto de Sonora se alimentan prácticamente de cualquier animal que su pegajosa lengua pueda atrapar: insectos, roedores, escorpiones e incluso pequeñitas serpientes venenosas. Además de por su tamaño, esta especie sorprende a sus depredadores por la secreción de una sustancia lechosa debajo de sus ojos y en sus patas, conformada por varias toxinas, pero también por serotonina, adrenalina, noradrenalina y un fuerte compuesto con propiedades psicodélicas que puede provocar la muerte del intrépido animal que se lo quiera comer (a excepción de los mapaches, que logran llevárselos a la boca sin ningún problema). Por dichas propiedades algunos grupos originarios utilizan las secreciones de estos sapos para fumarlas en rituales ancestrales. Desde hace algunos años, la ciencia las estudia como tratamiento para enfermedades mentales. Tristemente, el cambio climático y la expansión de las carreteras han mermado la población de estos anfibios: en el primer caso porque se alteran los regímenes de lluvias de los que dependen para completar sus ciclos de vida, y en el segundo porque muchos mueren atropellados. Nosotras no logramos ver ningún sapo del desierto en El Pinacate porque llegamos en la época de más calor, cuando están enterrados, escapando de él.
Vivir de noche
Después de pasar un día bajo el ardiente sol se entiende por qué la mayor parte de la actividad animal tiene lugar a la luz de la luna. En una zona de El Pinacate las plantas más visibles son los saguaros, icónicos de este lugar.4 Estos hermosos cactus llegan a medir hasta 16 metros de alto y son muy importantes para muchas aves que aprovechan sus huecos para refugiarse o usarlos como perchas: suelen posarse en la parte más alta para mirar al horizonte en busca de alimento. Al caer el sol, las flores de los saguaros comienzan a abrirse. Cuando anocheció en nuestra visita, un pedacito de luna las alcanzaba a iluminar y logramos ver a los viajeros voladores que llegaban desde muy lejos a recolectar con sus largas lenguas el dulce néctar que las flores ofrecían. Sus fieles visitantes, los “murciélagos magueyeros menores” de la especie Leptonycteris yerbabuenae, llegan noche a noche a visitar las flores y así jugar un importante papel en la polinización. Esta especie de murciélagos es prácticamente endémica de México porque llega a visitar una pequeña área del sur del estado de Arizona. Los L. yerbabuenae se aparean en el centro y sur de la costa oeste de nuestro país (entre Chiapas y Jalisco) y las hembras preñadas luego migran al norte, hasta las cuevas de El Pinacate, para parir a sus crías. Cuando salen a alimentarse del néctar y polen de las flores de saguaro, las mamás dejan a sus crías en un mismo lugar de la cueva, donde quedan seguras hasta que vuelven. Al alimentarse, las hembras adultas revolotean de un saguaro a otro y, sin posarse, extienden su lengua y sumergen parte de su cabeza y cuerpo en la flor para alcanzar el néctar. Cubiertas de granos de polen que pasarán de flor en flor, llevan a cabo la polinización y ayudan a la reproducción de este majestuoso cacto. Las hembras de esta especie literalmente solo viven de néctar, que les aporta todos los nutrientes necesarios para vivir y producir la leche con la que alimentan a sus pequeños.5
Después de atestiguar un episodio de la relación íntima que el saguaro y los L. yerbabuenae han mantenido durante millones de años, decidimos aprovechar la poca luz de la luna y las estrellas para explorar más lo que la oscuridad de la noche nos ofrecía. Avanzamos silenciosas y no tardamos en encontrar otro habitante volador. Sus grandes ojos color de sol se asomaban de un hueco de un saguaro tan alto que parecía casi tocar el cielo nocturno. A estos animalitos se les conoce como “tecolote llanero” (Athene cunicularia) y son lechuzas que, a diferencia de otras especies, pueden estar activas en la noche y en el día. Las A. cunicularia siempre andan en parejas y anidan en el suelo en madrigueras hechas por otros residentes de este desierto. Estas aves producen unos cantos muy raros, por lo que la gente solía asociarlas con la muerte (de ahí el dicho “Cuando el tecolote canta, el indio muere”), pero en realidad solo usan este sonido para comunicarse entre ellas. Tristemente, el tecolote es otro habitante de este desierto que se encuentra en peligro de extinción y tuvimos buena suerte al encontrarlo.6 Cuando notamos la curiosidad del tecolote pensamos que era por nosotras, pero nos dimos cuenta de que en realidad observaba lo que sucedía abajo: un alacrán (uno de sus platos favoritos, aunque no desaira a las lagartijas y algunos insectos) iba caminando por el suelo de lo más rápido. El alacrán de repente paró en seco a contemplar a una posible pareja. Nosotras logramos distinguirlo gracias a que lo iluminamos con una luz ultravioleta que llevábamos con ese propósito. Cuando los alacranes reciben la luz UV emiten una fluorescencia que los hace tornar al azul y parecen animales de otro planeta. Estábamos ante un “alacrán amarillo” (Hadrurus arizonensis) que, a su escala, es un gran depredador porque puede medir hasta 18 cm y captura para alimentarse a pequeños insectos, reptiles e incluso a algún mamífero de tamaño similar al suyo. Durante el día se resguarda del calor en madrigueras de otros animales o debajo de piedras y por la noche sale a buscar alimento. En breve, el macho (distinguible por ser más largo que la hembra) se acercó en un movimiento y pareció tratar de embestir a la hembra con su aguijón, pero en realidad solo era el primer paso de una danza que nos resultaba ensayada. Rápidamente, con una de sus pinzas (denominadas “pedipalpos”) el macho sostuvo una pinza de la hembra y con la otra la región media de su cuerpo. La hembra quedó inmovil y bajó la pinza que le quedaba libre. Con su aguijón, el macho empezó a picar a la hembra repetidamente. Unos instantes después ambos se agarraron de las pinzas y comenzaron un baile coordinado de adelante hacia atrás. Según Sara K. Tallarovic y sus colegas, expertos en artrópodos, este cortejo puede durar más de dos horas, hasta que los individuos encuentran un lugar adecuado donde aparearse.7 No vimos cuándo pasó esto (o si cayeron presas del tecolote llanero que los miraba con tanta atención) porque preferimos empezar a caminar de vuelta a nuestro campamento. Durante el regreso, sentimos el frescor de la noche sobre nuestra piel y cómo había bajado la temperatura. Para nosotras fue un día especial con encuentros sorprendentes, pero para las más de trescientas especies de animales que habitan El Pinacate eso era un día más. Entendimos por qué algunos residentes, como los sapos, se toman sus descansos durante el año para sobrellevar las temporadas más difíciles para sus ciclos de vida y por qué otros incluso se mueven de la región para superar los momentos de escasez de alimento, como en el caso de las hembras del murciélago magueyero menor. Sin duda, esta rápida visita nos dejó maravilladas pero también con ganas de regresar a conocer más. Al final nos preguntamos: si aquí vivir es difícil, cómo será en el Sahara, uno de los desiertos más extensos y severos del mundo. Pero esa es una pregunta que valdrá la pena responder en otra ocasión.
Imagen de portada: Archibald Thorburn, Study of a Common Pipistrelle Bat, ca. 1915
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Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas (Conanp), Programa de manejo para la reserva de la biosfera El Pinacate y Gran Desierto de Altar, Sonora, 1995. Disponible aquí ↩
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D. S. Hinds, “Acclimatization of Thermoregulation in the Desert Cottontail, Sylvilagus audubonii”, Journal of Mammalogy, 1973, vol. 54, núm. 3, pp. 708-728. ↩
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M. J. Fouquette, ‘’Bufo alvarius”, Catalogue of American Amphibians and Reptiles, American Society of Ichthyologists and Herpetologists, 1970, pp. 93.1-93.4. ↩
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W. F. Steenbergh y C. H. Lowe, Ecology of the Saguaro: III: Growth and Demography, National Park Service, Washington D. C., 1983. ↩
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M. A. Dimmitt, “Plant Ecology of the Sonoran Desert Region”. Disponible en este link ↩
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D. J. Martin, “Selected Aspects of Burrowing Owl Ecology and Behavior”, The Condor, 1973, vol. 75, núm. 4, pp. 446-456. ↩
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S. K. Tallarovic, J. M. Melville y P. H. Brownell, “Courtship and Mating in the Giant Hairy Desert Scorpion, Hadrurus arizonensis (Scorpionida, Iuridae)”, Journal of Insect Behavior, 2000, vol. 13, núm. 6, pp. 827-838. ↩