Dos límites del cuerpo1
Voy hacia lo que menos conocí en mi vida: voy hacia mi cuerpo. Héctor Viel Temperley
Dos señoras platican junto a mí: dicen que la salud y la libertad se sopesan en su justa medida hasta que las echamos de menos. También que los amigos de verdad se distinguen de los falsos en la cárcel y en la cama. Siguiendo esta lógica, entonces el cuerpo se conoce hasta que se lleva al extremo de sus capacidades, de su resistencia. Puede ser que así lo haya entendido Héctor Viel Temperley luego de ser intervenido quirúrgicamente y de atravesar una larga convalecencia, permaneciendo “en el pecho de la luz horas y horas” y con “la cabeza vendada”. Así lo entiende también, al parecer, Hernán Bravo Varela al entregarnos su Historia de mi hígado y otros ensayos, recopilación de prosas breves que puede leerse como una especie de sinécdoque: un parte médico que es un diario, una confesión; la evaluación de un órgano que es un cuerpo entero que es un individuo entero que es un universo entero; el diagnóstico de un organismo enfermo que es un ente psíquico que es un alma poseedora de un conjunto de inclinaciones y gustos, rasgos y medidas, que es una historia viva. Al calar el género ensayístico, nos encontramos con que es (o, por lo menos, puede ser) una especie de retrato de quien lo practica. Bravo Varela tantea en sus facciones físicas y en sus facciones culturales para perfilar un busto cubista de sí mismo. Su libro cierra con el ensayo que le da nombre, pero creo que, en una inversión curiosa que podríamos interpretar como una suerte de guiño, decide comenzar por el final: nos entrega un análisis “del sujeto humano que lucha por mantener su identidad en circunstancias adversas”, como dijera Ivy McKenzie para describir al individuo que atraviesa por las pantanosas aguas de la enfermedad, en busca de suelos de mayor firmeza. El protagonista (si se me permite llamarlo así) de la historia que da pie al ensayo sobre el hígado, el propio autor, es todavía un hombre joven que no ve en su cuerpo sino un cómplice y un medio para conseguir la satisfacción. Al saberse enfermo, no puede hacer menos que reflexionar sobre ello. Dice Andrés Neuman que un joven “sólo es alguien / que en el fondo de sí se siente intacto”, que la mano huesuda de la muerte no ha rozado aún tan limpias carnes. Entonces, ser tocado por ella, estar lesionado, es entrar en un cierto grado de envejecimiento. “Morir es tan sólo una forma particularmente exacta de envejecer”, afirma Alessandro Baricco por boca de su personaje Jasper Gwyn. Por otra parte, Sócrates define la filosofía como una preparación para la muerte. Siguiendo este camino, y al modo del primer párrafo, podríamos decir que es lógico que un joven que ha sido tocado por la enfermedad (es decir, por uno de los avatares de la muerte), que en cierta medida ha dejado de ser joven para envejecer un tanto y, por lo mismo, acercarse a su propia muerte, reflexione (o filosofe, si estiramos la liga de la analogía) acerca de las posibilidades reales de la muerte, de lo que enfrenta su cuerpo enfermo. Nuestro autor recorre ese camino y lo expone como sigue:
Antes consideraba al cuerpo mi más discreto cómplice. Aun en los instantes de mayor plenitud, debía conformarse con ser testigo presencial de sus mismas obras. Cuánta nobleza: permitir tres orgasmos en una sola noche, la digestión de una comida interminable, una proeza atlética o el saldo blanco de un fin de semana en los más bajos fondos sin pedir nada a cambio, sin protagonismos, y, sobre todo, sin antagonismos. Pero en la hepatitis nada más íntimo e intransferible, nadie más intruso e indiscreto, que mi cuerpo. Una vez convertido en la única historia que sabía contar a los demás, ya no hubo manera de alejarlo, mantenerlo a raya, ponerle límites. Tuve que hacerme uno con él. Abandoné a los otros que engendré en la salud para ser este que soy. Éste, en la pobreza con su cuerpo de siempre, sin saber cómo mantenerlo.
Pero si el que cruzó por aquel calvario logró comunicarlo, es porque pudo sobreponerse y recobrar la salud. Reconciliado con su ser físico, pues, el otrora enfermo, ahora aliviado, renace y vuelve a ser un niño que entona una canción ante un auditorio que se solaza en el exceso. Su cuerpo vuelve a tomar el lugar del compañero pleno de potencia, renovado, igual que su alma, pueril.
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Todos los caminos parten del cuerpo y nos conducen a él. Edmond Jabès
El ensayo “En el cuerpo y en lo otro” de David Foster Wallace nos habla de la aparición de lo sublime, que bautiza como “los momentos Federer”. “Se trata”, dice, “de una serie de ocasiones en las que estás viendo jugar al suizo y se te queda la boca abierta y se te abren los ojos como platos y empiezas a hacer ruidos que provocan que venga corriendo tu cónyuge de la otra habitación para ver si estás bien.” En el ánimo de recrear un set del denominado deporte blanco, a la vez que señalar lo sublime que se alcanza mediante la extenuación del cuerpo (ese otro límite, quizá paralelo al de la enfermedad), pero también mediante la palabra, Bravo Varela entrega “Punto de rompimiento”, otro de los asedios al yo en este autorretrato que forma Historia de mí hígado y otros ensayos.
Amén de relatarnos su pasado deportivo iniciado en un complejo en decadencia (el Club San Jerónimo), bajo la tutela de un instructor insufrible, así como sus constantes fugas de la disciplina y las prácticas —y todo esto presentado como una especie de rito de paso de una etapa de la adolescencia a otra: a “las promesas del ingreso precoz a la preparatoria: cigarrillos, borracheras, desveladas y eyaculaciones”—, nuestro autor inquiere sobre la relación de algunos escritores y artistas con su cuerpo a través de las justas deportivas también como una manera de hallar lo sublime, o, cuando menos, alguna clase de destello que se le asemeje. Robert Frost, Ezra Pound, Randall Jarrell, Theodore Roethke, así como Vladimir Nabokov o Arnold Schönberg, son algunos de los nombres por los que atraviesa el discurso de Bravo Varela para ejemplificar la búsqueda de esos particulares “momentos Federer” que, ora a través de la palabra (o de la música), ora a través del cuerpo, nuestros personajes quieren acometer.
“Pienso en el poeta como en un hombre de proezas, igual que un atleta”, sostiene Robert Frost. Y lanza esta afirmación, evidentemente, porque él es las dos cosas y ha vislumbrado ese otro lado a través de ambas mirillas, como también lo hicieron, quizá, Robert Louis Stevenson, William Hazlitt o Leslie Stephen mediante su afición al alpinismo; Jack London o George Bernard Shaw montados en su tabla de surf; Jack Kerouac vistiendo un uniforme de futbol americano; Arthur Cravan ajustándose los guantes de box, o el propio Viel Temperley a través de la natación. Dice Bravo Varela: “la palabra del poeta no sólo es el resultado de la unión entre idea y ritmo, entre símbolo e imagen […]; hay mucho de tensión, músculo y energía en ella”, curioso paralelismo entre lo muscular de la palabra poética en su performance y lo poético del músculo en movimiento. Dice Foster Wallace que “la belleza humana de la que hablamos aquí [es decir, la del cuerpo movido por el deporte] es de un tipo muy concreto; se puede llamar belleza cinética. Su poder y su atractivo son universales. No tienen que ver ni con el sexo ni con las normas culturales. Con lo que tienen que ver en realidad es con la reconciliación de los seres humanos con el hecho de tener un cuerpo”. Pues el poeta, el artista, como todo ser humano “es una criatura cuyo cuerpo es al mismo tiempo carne y, de alguna manera, luz”.
Dicen las leyes civiles y las religiosas que la pareja debe de permanecer unida en la salud y en la enfermedad. En las bodas del cuerpo y el alma, Hernán, además de descubrir a un compañero fiel que no lo abandona en las peores circunstancias, incluso menguado, también encuentra otro irrenunciable que no lo deja ni en lo próspero ni en lo adverso, un compañero con el cual quizá puede ser más honesto que con su propio cuerpo: el cuerpo de la escritura, a su modo hecho también de cierta carne y cierta luz.
Imagen de portada: Jan Sanders van Hemessen, El cirujano, 1555.
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Aunque Historia de mi hígado y otros ensayos es un conjunto, además de recomendable y logrado, variopinto de textos breves, en esta nota ofrecemos un acercamiento a sólo dos de ellos que tienen un rasgo común: el asedio al cuerpo como punto de inflexión y reconocimiento. Dejamos los demás intactos, para disfrute del lector. ↩