Cómo ponerle orden al caleidoscopio del mundo

El arte y la ciencia

M68 / panóptico / Octubre de 2018

Sergio de Régules

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El mundo es un caleidoscopio. La lógica la pone el hombre. Miguel de Unamuno, Niebla


¿Qué hace la mente que nos permite complacernos en formas, colores, sonidos, bromas, historias y mitos? Steven Pinker, How the Mind Works


Hace muchos años me tocó desarrollar una exposición sobre la relación entre el arte y la ciencia para Universum, el museo de ciencias de la UNAM. El tema estaba de moda. Muchos museos ya tenían exposiciones sobre Leonardo da Vinci, el artista-científico por antonomasia, o sobre Maurits Escher, artista cuyos grabados rebosan de matemáticas. Era común en estas exposiciones presentar como arte imágenes de fractales y exhibir ciertas aportaciones de la ciencia a las artes; así parecía que todo estaba dicho. Para la exposición de Universum, empero, yo quería algo distinto: mostrar un nexo entre arte y ciencia que trascendiera la ciencia artística y el arte científico —una relación profunda que rebasara la simple polinización mutua o la subordinación de una a la otra—; buscaba algo que me explicara una experiencia que tuve años antes, cuando era estudiante de física en la Facultad de Ciencias. Un día en clase de Física Moderna I acometimos la ecuación de Schrödinger en su versión más sencilla y aplicamos técnicas matemáticas aprendidas en otras materias para resolverla en casos simples: el de una partícula que anda suelta sin preocupaciones ni responsabilidades, y el de otra que se siente atraída hacia un punto, como una polilla a un foco. Este último caso sirve para representar las andanzas de un electrón que ronda un núcleo atómico —o sea, para modelar el átomo de hidrógeno, el más sencillo de todos—. A partir de este primer tema de la sinfonía cuántica, el profesor emprendió una serie de elaboraciones cada vez más audaces y apartadas de la tonalidad original. Añadiendo por aquí el espín del electrón, y por allá el principio de exclusión de Pauli, llegamos a los átomos de elementos más complicados que el hidrógeno, y finalmente a entender por qué los elementos químicos se acomodan como lo hacen en la tabla periódica de Mendeleiev. El camino fue tortuoso; la revelación, sublime: detrás de la distribución de los elementos en grupos de propiedades semejantes —detrás de la secuencia que nos sabíamos de memoria— había un sencillo principio unificador que lo explicaba todo. Salí de esa clase con un nudo en la garganta y los ojos arrasados. No era la primera vez que un estímulo científico me provocaba una respuesta más propia de un estímulo estético, pero sí fue la más intensa y la que considero mi pequeña revelación personal: arte y ciencia son ¡lo mismo! Bueno, no. Maticemos. No es que arte y ciencia sean lo mismo —hay diferencias insoslayables—, es que arte y ciencia tienen el mismo motor: la vocación de orden de nuestra máquina de interpretar el mundo, es decir, el cerebro humano. Todos los cerebros funcionan igual, por lo menos en lo que atañe a la percepción, si no en los detalles, como gustos y opiniones. Las ilusiones ópticas funcionan porque el sistema visual con que contamos todos —artistas, científicos, barrenderos, contrafagotistas, abogados— analiza de la misma manera la información que entra por los ojos. Lo mismo con los otros sentidos: exceptuando trastornos y anomalías, a todos nos funcionan igual. A grandes rasgos todos los cerebros humanos son la misma máquina, moldeada por la selección natural a fuerza de resolver los problemas que afrontaron nuestros antepasados durante la mayor parte de la historia de nuestra especie —antes de la civilización, cuando vagaban por praderas heladas en pequeñas tribus, huyendo de los depredadores y persiguiendo la chuleta, literalmente—. Este proceso nos ha dotado de cerebros muy aptos para realizar dos funciones muy generales:

  1. Reconocer patrones. La información del mundo exterior es un tropel de estímulos enredados. Para desenredarlos el cerebro busca repeticiones y relaciones en esa información. Nuestro aparato interpretador no se detiene aunque los estímulos sean producto del azar. Por eso vemos patrones hasta donde no los hay, como en la forma de las nubes y en los pliegues aleatorios de una ladera.

  2. Leer entre líneas. Cuando la información no basta para pintar un cuadro completo y coherente, el cerebro añade lo que falta haciendo conjeturas. Esta capacidad de completar la información quizá sea lo que nos permite entender insinuaciones, formar y descifrar metáforas y extraer lo general de lo particular.

Para qué sirven estas habilidades? Para predecir. El entorno de nuestros antepasados remotos estaba más lleno de peligros e imprevistos que el nuestro. Anticipar era fundamental para sobrevivir —“predecir o perecer” podría ser nuestro lema—. Quien era capaz de atar cabos anticipadamente de una manera que coincidiera en general con la realidad tenía más probabilidades de sobrevivir y dejar descendencia. Así, hoy todos tenemos cerebros ávidos del orden y la regularidad de los entornos predecibles porque son más seguros. Cuando ejercemos nuestras facultades predictivas, igual que cuando cumplimos otras funciones que favorecen nuestra supervivencia y reproducción, el cerebro se recompensa a sí mismo con una descarga de placer. Y ahí estaba el secreto: el afán de orden y el placer asociado a percibir y dar forma es el motor de la ciencia y el arte. En su libro Science and Human Values, Jacob Bronowski expresó una idea parecida: “La ciencia no es otra cosa que la búsqueda de unidad en la desconcertante variedad de la naturaleza, o más bien en la variedad de nuestra experiencia. La poesía, la pintura y las otras artes son la misma búsqueda de unidad en la variedad”. Misma búsqueda y productos parecidos: una teoría científica se construye desbrozando el caos inicial de los datos, seleccionando los elementos importantes y poniéndolos en relación unos con otros. Por ejemplo, la teoría de la gravitación universal de Newton. Los datos están en la compleja danza de la noche, en los vaivenes de los planetas en la bóveda celeste. De estos vaivenes se extrae lo importante: no intervienen ni el color del planeta ni el día de la semana que lo observamos, por ejemplo; sí influyen, en cambio, la masa y la distancia al Sol. Estos elementos se relacionan en una sencilla ecuación que resume los movimientos de todos los planetas conocidos, e incluso de planetas desconocidos (permite predecir cómo se moverán cuerpos imaginables). Una obra artística se forma igual: el artista toma de su experiencia y de su imaginación elementos que luego selecciona y pone en relación unos con otros hasta encontrar una composición satisfactoria. Ésta es, en esencia, la conexión profunda que yo buscaba para explicar por qué puede uno salir de una clase de mecánica cuántica conmovido hasta las lágrimas. La emoción científica y la emoción artística son la misma emoción: el placer estético de la forma, derivado de nuestra necesidad de encontrar orden en el mundo para sobrevivir. Resumámoslo así:

El crebero es una máuiqna de odreanr el mdnuo. Le bsata un pcoo de inrofcamóin para exrtear singiifacdo de lo que ve. En los daots de los snetdios el cebrreo enucnerta ptaorens (froams, reepitcioens, raelocines). Pudee leer etnre lníeas, uinr pnuots, aniictapr. El plcaer de enotcranr orden en lo que peicriboms es el oregin coúmn del atre y la ceiicna.

Imagen de portada: Fotografía de Marina Patzen