A Franka Polari, en poder descanse.
ACTO I. MUELLE DE CHRISTOPHER STREET, N.Y., 19881
Un grupo de jóvenes hace corro en torno a dos bailarines de vogue bajo la luz de las farolas del paseo marítimo. Moda urbana, camisetas de tirantes, cadenas de oro, colonia, chicle. Es una noche de agosto y el aire se puede cortar con un cuchillo. Ha entrado en escena un tercer bailarín de melena rizada, andrógino, atrayendo miradas. Se trata de Willi Ninja, el legendario Grandfather of Vogue. Sus manos dibujan geometrías en el aire. Cuentan una historia en un lenguaje exuberante puntuado con giros de muñeca, ángulos rectos, líneas afiladas. De fondo, el ritmo contagioso de un himno acid house de Adonis. El voguer no pestañea. Su cabeza permanece inmóvil en todo momento. Elevándose altiva, hierática, desafiante. Los dedos se posan sobre un hombro y tienen la audacia de transformarse en una brocha de maquillaje, con la que Willi Ninja fingirá aplicarse colorete en los pómulos. Nunca antes un swagger había sido tan queer, ni tampoco un cuerpo queer había tenido ese swag. Las otras reinas se pavonean a su alrededor. Entre gestos maliciosos y risas de complicidad, exhiben con orgullo su desviación respecto de los cánones heteronormativos de la cultura blanca dominante. La película se llama Tongues Untied. El cineasta, Marlon T. Riggs. Y la escena de vogue callejero descrita arriba constituye uno de los primeros documentos cinematográficos de esa cultura underground que conocemos con el nombre de ballroom.2 Aunque su eclosión tiene lugar en el Nueva York de los años ochenta, coincidiendo con la crisis del sida, la historia del ballroom atraviesa en realidad un siglo de frágiles coaliciones entre sujetos minoritarios que la supremacía blanca ha relegado a los márgenes, encarcelado y patologizado a lo largo de la modernidad. Las poses estilizadas del vogue transcriben en cuerpos racializados una larga historia de luchas culturales cuyos orígenes parecen perderse en los multitudinarios bailes de máscaras del Renacimiento del Harlem. Pero volvamos a los muelles del West Village. A orillas del río Hudson, aquella “tribu de guerreros y forajidos” imaginada por el poeta Essex Hemphill se apiña en torno a un nuevo bailarín.3 Esta vez se trata de Eddy Diva. Escribiendo jeroglíficos en el aire, las manos del voguer se entrelazan con gracia en torno a la cabeza para terminar encuadrando su rostro como si de un visor fotográfico se tratase. En el vogue, cada compás debe puntuarse con una pose arrebatadora. Cada paso es una instantánea. Cada coreografía, una editorial de moda. Con ritmo entrecortado, esta forma de baile subcultural incorpora la cadencia mecánica del obturador de una cámara analógica: Clic. Clic. Clic. Clic. Traduce en frases coreográficas el frenesí visual de un reportaje fotográfico. En palabras del maestro del old way Archie Burnett:
el vogue se basa en un principio básico: la cámara primero. Tienes que traducir tu cuerpo de manera que la cámara capte tus mejores líneas. La cámara no puede ver la profundidad; sólo la longitud y la anchura. Nunca pierdas la oportunidad de una buena línea.4
No debemos obviar que la historia del dispositivo fotográfico es indesligable de su uso como tecnología policial a lo largo de la modernidad. Ese ciclo de vigilancia, criminalización y exhibicionismo se completa con la aparición de grupos marginales organizados en torno a estilos subculturales: ropa, poses, gestos, actitudes.5 Jóvenes fascinados con la construcción de su imagen pública. La identidad se convierte en fetiche, como diría Dick Hebdige. Haciendo corrillo en torno a Willi Ninja, las reinas del gueto aspiran ahora a la inmortalidad de la fotografía. Lucen una pose tras otra, encadenando pasos en staccato, como si esperaran detener el tiempo con la danza. Cien años atrás, la invención de la fotografía secuencial había permitido descomponer el lenguaje de los gestos, capturando sus elementos infinitesimales. En 1920 un distinguido fisiólogo, vinculado a la Sociedad de Antropología de París, afirmaba con evidente entusiasmo que el cinematógrafo “amplía nuestra visión en el tiempo como el microscopio la había ampliado en el espacio”.6 Se abrían nuevas oportunidades para la producción de verdad anatómica sobre los cuerpos. La postura se convierte entonces en un índice científico que permite a médicos, criminólogos y administradores coloniales clasificar a los sujetos en torno a sutiles diferencias. Cada gesto pasa a ser un eslabón en cadenas de significación culturales que ligan nuestros cuerpos al género, la raza y la clase social. Sin embargo, posar es algo más: la pose es por definición un gesto deliberado, artificioso, excesivo. Un signo de afectación, en la medida en que implica una toma de conciencia performativa. Hacer una pose es lanzar una amenaza. Gracias al vogue, las reinas negras y latinas de Christopher Street irrumpen por primera vez en la historia, reapropiándose del dispositivo fotográfico: Clic. Clic. Clic. Clic. Su mera existencia toma ahora la forma del espectáculo. Exhiben una performatividad de género desatada. Cortando la respiración del espectador, Willi Ninja interrumpe el flujo de imágenes con una pose desafiante. Su cuerpo andrógino parece moverse contra natura. Produce brechas de significado que desafían la norma, abriendo nuevas posibilidades de subjetivación. En su semiótica del estilo subcultural, Hebdige dirá que la postura es autoerótica. Cabe preguntarse en qué medida una performance es también autopoética: un ejercicio inmanente de autodefinición. Imitando las poses de las revistas de moda, el vogue resignifica el imaginario elitista de la alta costura para ponerlo a disposición de una multitud de cuerpos insubordinados. Son actos de apropiacionismo como éste los que articulan esa esfera pública minoritaria que conocemos con el nombre de ballroom. Marlon T. Riggs daba cuenta de ello en Tongues Untied:
Es irónico que la danza, mi billete a la asimilación, mi forma de entretener y ganar la aceptación de los blancos, que los mismos pasos fueran ahora mi pasaje de vuelta a casa.
ACTO II. BUTCH QUEEN VOGUING LIKE A FEMME QUEEN
El uso por defecto del femenino (she, girl, miss) en la escena ballroom constituye una expresión social de reconocimiento que contrasta con la realidad demográfica de una comunidad fundada por mujeres trans negras y latinas, pero en la que irónicamente los hombres cisgénero son mayoría.7 En respuesta a la crisis del sida, el ballroom amplía sus bases a lo largo de los ochenta. El foco de atención se vería desplazado a favor de los chicos, privilegiando sus formas de expresión y modalidades de competición predilectas, aun a riesgo de invisibilizar aquellos cuerpos transgénero que habían fundado la escena en primer lugar. Por otra parte, el tejido social del ballroom, con su concepción revolucionaria de la familia no-biológica, favorece la proliferación de estructuras de apoyo, filiación y parentesco entre butch queens (hombres gais), femme queens (mujeres trans) y, en menor medida, otras subjetividades disidentes. Negociando sus identidades de género en esa zona de contacto, los chicos tomarán prestados (algunos dirán robados) lenguajes performativos codificados como transfemeninos para reinscribirlos en un contexto homosocial de privilegio masculino.8 La gramática del vogue iba a verse transformada en este proceso de negociación. Lo demuestra la historia del vogue femme. Indudablemente se trata del estilo de vogue más popular y representativo de la escena ballroom. A comienzos de los noventa, la nueva categoría irrumpe en las competiciones —pocos lo recuerdan— con un nombre que resulta de lo más revelador: butch queen voguing like a femme queen. Literalmente, “chico gay bailando como una mujer trans”. La expresión ha sobrevivido en forma de canto, coreado de manera habitual para animar a los chicos durante las batallas de baile. Inventado sin embargo por ellas, el vogue femme lleva inscrito en su genealogía aquel acto de apropiación. Kobena Mercer citará precisamente el vogue como ejemplo paradigmático del carácter constitutivo que esta lógica de la apropiación juega en las culturas populares de la diáspora africana.9 Es imitando las poses de las modelos blancas de las revistas de moda como los muchachos del muelle de Christopher Street crean una forma de danza propia, cuyo lenguaje subcultural es a su vez objeto de apropiación por parte de artistas blancos como Malcolm McLaren y Madonna.
Entre 1989 y 1991, la cultura ballroom emerge de forma casi violenta del underground y se cuela en la esfera pública dominante. Por un instante el vogue parece llamado a convertirse en un fenómeno de masas. Un casting formado exclusivamente por bailarines cisgénero de piel clara (jóvenes esbeltos procedentes de la House of Xtravaganza, la familia gay latina fundada por Carmen Xtravaganza) será el encargado de llevar este baile a las televisiones de todo el globo. El Vogue de Madonna populariza un estilo negro subcultural entre el público gay blanco. En el glamuroso videoclip dirigido por un flamante David Fincher la marginalidad de género y racial constitutivas del ballroom brillarían por su ausencia, sublimadas en forma de elegantes citas visuales al Renacimiento del Harlem. El blanco y negro de alto contraste, inspirado en Looking for Langston de Isaac Julien, contribuía a revestir el vogue con un aura de respetabilidad oportunamente alejada de sus fuentes. Hay un antes y un después de Madonna. Como habrá un parteaguas tras el torbellino mediático del Love Ball y el megaéxito en taquillas —auspiciado por Harvey Weinstein— de Paris Is Burning. Con el cambio de década, el vogue en su forma clásica (old way) empieza a competir en protagonismo con una nueva escuela (new way), cuyas contorsiones serán de inmediato eclipsadas por la irrupción del vogue femme. Es posible ver en esta rápida sucesión de estilos coreográficos una expresión cifrada de las tensiones, pugnas y negociaciones en torno a la visibilidad del cuerpo negro transfemenino dentro de la cultura ballroom. Si Madonna había ofrecido al mundo una foto fija del vogue en su versión más aséptica e inofensiva (es decir, apta para el consumo de masas), son las mujeres transgénero racializadas quienes van a devolverle al baile su carácter incendiario, callejero y subcultural. En apenas unos años el vogue es irreconocible. Debemos esta mutación a pioneras como Alyssa LaPerla, Sinia Ebony o Ashley Icon, inmortalizada con el título de Mother of Dramatics.10 Revindicando una transfeminidad militante, ellas lideran la renovación del lenguaje coreográfico heredado. Rompen con los ángulos rectos en favor de transiciones fluidas. Un contoneo que será enfatizado de forma espectacular con movimientos felinos, exagerados, convulsos, que desembocan en caídas imposibles. Sus cuerpos se llenan de dramatismo. Saturados de género, peligrosamente sexualizados. Los chicos toman nota y aprenden a bailar en tacones. No tardan en arrancar ovaciones compitiendo precisamente a la manera de ellas: butch queens voguing like femme queens. Incluso llegarán a hacerles sombra. Encabezada —una vez más— por cuerpos transgénero, la vanguardia racializada del ballroom marca distancias respecto de los cánones homonormativos de la cultura gay blanca. Por su parte, los DJ han perdido interés en el compás regular de la música disco, el sonido salsoul y el house clásico de Chicago, convertido hace tiempo en radiofórmula. La nueva generación de ball kids responde en cambio con fervor a los ritmos tribales, obsesivos, sincopados, cada vez más industriales y agresivos del ghetto house y el breakbeat. Se inicia un proceso único de retroalimentación entre bailarines y DJ que culminará con la invención de un sonido underground propio, reelaborado a partir de samples del icónico “The Ha Dance” de Masters at Work.
ACTO III. SIRENAS UN 8 DE MARZO
Con la maquinaria comercial de Miramax al servicio de Paris Is Burning, la escena ballroom alcanza su punto álgido de visibilidad. Caería pronto en el olvido por parte de un público gay mayoritariamente blanco para el que este estilo subcultural —desarraigado de su contexto político— simplemente iba a pasar de moda. Tras el Blond Ambition World Tour de Madonna, la mayoría silenciosa da el vogue por finiquitado, sentenciándolo al basurero de la historia. Irónicamente, los noventa son considerados dentro de la propia comunidad como la edad de oro del ballroom. Es durante este periodo cuando se desarrolla, sin ir más lejos, el dip (la caída mortal de espaldas sobre una pierna) y hasta tres de los cinco elementos que componen hoy el vogue (incluyendo el catwalk y el duckwalk), además de inventarse nuevas modalidades de performance de género extraordinariamente sofisticadas —si no me creen, vayan a YouTube y busquen Realness with a Twist—.11 Sumergida de nuevo en la más estricta clandestinidad del underground, la escena ballroom se expandirá de forma gradual por el territorio estadounidense, acogiendo en su seno a cientos de jóvenes marginalizados que van a establecer nuevas competiciones, así como redes de apoyo y prevención del sida en cualquier núcleo urbano con un amplio porcentaje de población afroamericana. La aceleración tecnológica de las últimas dos décadas ha contribuido a la exportación de aspectos de la cultura ballroom (sobre todo el vogue) a contextos geográficos alejados. En la actualidad no es inusual encontrar capítulos y grupúsculos esparcidos por Europa, América Latina o incluso Japón. Este tráfico global de signos culturales ligados a la supervivencia de comunidades minorizadas no está exento de riesgos, como el borrado de sus historias. Si bien, en aquellos contextos con una mayor implantación social, el tejido del ballroom también da lugar a traducciones cargadas de promesa. La escena en México se define por su plasticidad en la adopción de códigos importados, un rasgo evidente tanto en la creación de una jerga propia como sobre todo en la resignificación de ciertas prácticas sociales, que serán adaptadas a la especificidad política del contexto local. En diálogo con el realness afroamericano, la cultura drag mexicana resignifica la palabra hechizo para nombrar el atuendo, el maquillaje, la peluca. Es decir, aquellos accesorios que constituyen no ya el signo visible de la feminidad, sino el soporte material-semiótico del género como ficción política. El propósito de un hechizo es cautivar, embelesar, provocar fascinación. El hechizo del cuerpo travesti sería un espejismo trabajado con esmero. Con raíces en el verbo hacer, este uso travesti de la palabra hechizo se sitúa en las antípodas de lo natural.12 Denota una comprensión antinormativa del género como algo postizo, artificioso, fabricado. La hechicería travesti es un arte que afirma el poder performativo de ciertos objetos talismánicos (tacones, brillos, plumas), rituales y conjuros. En tales actos de ilusionismo el género se invoca como práctica antes que identidad. Un conjunto de técnicas del cuerpo y objetos de consumo que la drag queen —o el drag king, o la femme queen, o el hombre trans— hacen suyos para retorcerlos en un ejercicio de bricolaje radical.
Más reveladora si cabe es la resignificación del sex siren. Una modalidad de performance que consiste en un despliegue de sensualidad cuyo objeto es seducir, provocar a los jueces. Esta categoría de competición, hasta entonces periférica, toma en el ballroom mexicano una centralidad inusitada. Tanto es así que llega a rivalizar en protagonismo con la modalidad reina, el vogue femme. Para añadir otra capa de complejidad, una gran mayoría de participantes son aquí mujeres cisgénero. En el ballroom europeo, la creciente presencia de cis-mujeres blancas (a menudo heterosexuales) parece un signo del progresivo alejamiento del vogue respecto de sus bases sociales. En México, en cambio, este fenómeno adquiere otra dimensión radicalmente distinta. Las así llamadas “encueratrices” irrumpen en la pasarela ataviadas con pañuelos verdes en favor del aborto legal y gratuito. En un contexto donde la misoginia se ejerce a diario con violencia extrema, las mujeres del ballroom han resignificado la práctica del sex siren como un lenguaje de afirmación de su autonomía sexual. El goce público es ahora un acto de insubordinación. La performance del género se revela como la puesta en escena de un conflicto político. No parece casual tampoco que la práctica del sex siren tenga uno de sus principales enclaves en ciudades norteñas, como Monterrey, donde los feminicidios se cuentan por millares. En el intervalo de una noche —de luna llena—, los gritos de las MC durante las batallas de baile que sirven de cierre a la exposición Elements of Vogue, en el Museo del Chopo, parecen solaparse con las proclamas de los cientos de miles de mujeres que atraviesan las avenidas de la capital mexicana a la mañana siguiente, durante las multitudinarias, históricas manifestaciones del domingo 8 de marzo de 2020. Poco sospechábamos entonces que aquel sería el último baile, así como la última manifestación por un largo tiempo. Si algo aprendo del vogue en México es que no hay gesto, por contundente que sea, capaz de garantizar una lectura estable. Ni cuerpo que posea límites fijos. Ni performance cuyo proceso de significación pueda darse por cerrado en algún momento. El lenguaje estilizado del vogue no sabe de ontologías. Su fuerza performativa está supeditada al contexto. El significado último de cada gesto es lo que está en disputa en cada batalla de baile.
Imagen de portada: Icon Mother Amazon Leiomy en la clausura de Elements of Vogue. Fotografía de Sue Ponce Gómez, CA2M, Madrid, 2018. Cortesía del autor
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Este ensayo no existiría sin el diálogo con Manuel Segade, cocurador de la exposición Elements of Vogue: Un caso de estudio de performance radical, presentada en CA2M Centro de Arte Dos de Mayo, Madrid (2017-2018) y más adelante en el Museo Universitario del Chopo, Ciudad de México (2019-2020). ↩
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Marlon T. Riggs, Tongues Untied, Signifyin’ Works, 1989. La escena de vogue callejero mencionada está disponible aquí ↩
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Essex Hemphill, “In the Life”, Ceremonies, Plume, Nueva York, 1992. ↩
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Declaración de Archie Burnett en un taller de vogue en CA2M, 2018. Citado en Elements of Vogue, Gavaldon y Segade (eds.), CA2M/Motto, Madrid, 2020, p. 310. ↩
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Dick Hebdige, “Posing… Threats, Striking… Poses: Youth Surveillance, and Display”, SubStance, vols. 11/12, 1982, pp. 68–88. ↩
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Me refiero a Félix Regnault, citado en Fatimah Tobing Rony, The Third Eye, Durham UP, Carolina del Norte, 1996, p. 46. ↩
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Marlon M. Bailey ofrece un análisis autoetnográfico del privilegio masculino en la comunidad ballroom en Butch Queens Up in Pumps, University of Michigan Press, Michigan, 2013, pp. 43-55. ↩
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Mary Louise Pratt introdujo el concepto de zona de contacto en Imperial Eyes, Routledge, Londres, 1992. Donna Haraway retoma la idea en When Species Meet, University of Minnesota Press, Minnesota, 2008, pp. 216-220. ↩
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Kobena Mercer, “Dark and Lovely Too” en Queer Looks, Martha Gever, Pratibha Parmar et al. (eds.), Routledge, Londres, 1993. ↩
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Noelle Deleon [@noellearchives], “The History of Femme Performance: A Thread”, 23 de marzo 2020. Disponible aquí ↩
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Para una contextualización del Realness with a Twist en las políticas de género del ballroom, ver Marlon M. Bailey, op. cit., pp. 58-68. ↩
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Debo mi lectura del término hechizo a conversaciones con Issa Téllez y Victoria Letal, Madre Fundadora de la House of Apocalipstick, durante la exposición en el Museo del Chopo. ↩