Pocos lugares como la Feria del Libro de Frankfurt resultan tan perfectos para que un autor, editor o agente literario revalore la vida que ha llevado hasta el momento de pisarla y decida, claro, que, por citar a José Alfredo, su vida no vale nada. Pocos lugares avasallan de ese modo cualquier vestigio de egolatría que se conserve, agazapado, en el espíritu. Frankfurt es un rodillo enorme, que machaca lo que se le ponga enfrente. Best-sellers de pueblo, autores de culto medianitos, editores poderosos en su patio: lo mismo da. Es más bien penoso dárselas de importante (como suelen hacer, ay, tantos y tantos integrantes del llamado “medio literario”) cuando uno está rodeado por las mayores estrellas de la industria. Como dijo un editor colombiano, en la fila de unos hot-dogs ubicados en el área latinoamericana: el tipo que atiende este puestito ha visto desfilar más escritores famosos que yo. Y así como él, me permito agregar, lo han hecho la señora con la cabeza velada del guardarropa, y también la chica en minifalda que atiende el local de libros eróticos (abarrotado de adolescentes que quién sabe de dónde salieron pero le zumban alrededor como jicotes aguamieleros), y el viejito que sonoriza las mesas de discusión. Nadie voltea a ver a nadie, porque pasan demasiadas cosas a la vez y no hay cerebro que aguante. Allí se va a trabajar, es decir, a atender los locales de los que sea o a comprar o vender derechos pero no a mirar ni a papalotear libremente. Frankfurt es el endurecido y gélido corazón del capitalismo editorial. Hay que tener la piel bien dura para salir incólume de allí. La feria es tan colosal que uno tiene la impresión, al asomar a sus instalaciones, de que se llega a uno de esos aeropuertos-monstruo en Asia o al estadio donde se celebrará la final de una Copa del Mundo. Cada uno de los pabellones que conforman el lugar es gigantesco y lo pueblan multitudes. Dentro de ellos, los stands se apretujan (ordenadamente, todo hay que decir, porque éste es un evento alemán y la civilización alemana gira siempre en torno al orden) en varios pisos, y los asistentes se desplazan entre ellos mediante escaleras eléctricas siempre activas y repletas. En esas escaleras conviven, por unos momentos, la joven promesa de la novela asiática con el agente español, la editora africana con el periodista ruso, el ilustre consagrado de las letras estadounidenses con el azorado escritor mexicano. En el mero centro de los edificios hay una explanada cuajada de food trucks que sirven platos (malos) de diversas cocinas mundiales, unas banquitas siempre ocupadas por “profesionales del libro” muy serios pero con los pies hinchados y los zapatos en la mano, decenas de puestitos de chácharas carísimas (y más bien feas) y hasta una pequeña zona de camastros, en los que presuntamente uno puede acomodarse a leer y que en realidad están ocupados por editores medio muertos de resaca por culpa de las fiestas de la noche anterior, y concentrados en dormir la mona. Uno que se quedó allí demasiado tiempo perdió, al parecer, algunas de sus citas y se le ha de haber escapado un contrato, porque alguien con cara de ser su jefe lo alcanza in situ y le pone una gritiza de época en algo que suena a chino. ¿Qué le dirá? ¿“Camarón que se duerme pierde los derechos que vino a buscar desde Shanghái”? “¿Ése no es Pamuk?”, dice un argentino, señalando a un señor con aspecto elegante e intelectual que atina a pasar por allí. No: no es. Pero es verdad que uno tiene la sensación de estar rodeado por premios Nobel. En mitad de la explanada está uno de los auditorios principales (al menos, es el más visible de toda la feria): el Ágora, un caracol de madera pulida y repleto de luz. Su público está formado por periodistas de medios famosísimos, por editores con cara de que el más tonto de sus autores es Booker, por scouts y agentes, y, claro, por escritores que se asoman a ver qué barbaridades dicen los colegas… Y uno, sentado en el silloncito donde lo acomodan antes de hablar, siente de pronto que todos esos miles de personas, esos millones de libros, esos cientos de millones de euros, dólares, yenes, yuanes, pesos que pululan por allí los lleva cargados en el lomo. Y pesan demasiado: como una cordillera o más. Como un planeta. Y cuando el moderador de la mesa le pregunta a uno lo que sea (de preferencia algo incómodo y que nada tiene que ver con lo que hace uno allí, como por ejemplo, “¿cómo ve el panorama político de su país?”), lo primero que sucede es que uno piensa que estaría mejor en cualquier otro sitio. En una charla con estudiantes en una biblioteca perdida en el sur de Jalisco, por ejemplo. Pero ese pánico, que se expresa emitiendo el famoso mantra conocido como “ehhhhhhhhh…” se pasa al instante. Y uno habla y dice lo que puede y quiere decir. Y ya. Porque para sobrevivir a Frankfurt hay que hacer el trabajo que uno sabe, ya sea servir hot-dogs o ganar premios Nobel. Y nunca, nunca dormirse. O te grita el jefe.
Imagen de portada: Xul Solar, Paisaje, 1932.