En junio de este año, el estreno de la miniserie Chernobyl en HBO produjo un fenómeno curioso: no sólo se volvió a poner de moda la historia del accidente en la planta nuclear del mismo nombre en Ucrania, en 1986, sino que en cierto momento de la conversación interminable de los medios circularon —por lo menos en México— tres historias distintas relacionadas con la tragedia de Chernóbil. La primera fue la propia miniserie de Craig Mazin y Johan Renck, generalmente aclamada; la segunda, una película de 2012, Terror en Chernóbil de Bradley Parker, rescatada del olvido para compararla con la serie; la última, un escándalo del youtuber mexicano Luis Arturo Villar, conocido como Luisito Comunica, que publicó en redes su visita a la zona de exclusión alrededor de la planta nuclear (“zona de excursión”, la llamó) y recibió muchas críticas por tomarse fotos de broma en la ciudad de Prípiat, abandonada hasta hoy y en la que miles de personas resultaron envenenadas por la radiación que escapaba del reactor de la planta. Las tres son historias muy diferentes: un sobrio drama histórico, una película de espantos bastante formulaica y un “acontecimiento” en internet, efectuado para que su creador ganara unos días de “presencia”, más suscriptores en su canal y más dinero de sus patrocinadores. Pero las tres tienen que ver, sobre todo, con el horror y el terror: respectivamente, el “sentimiento de gran miedo y revulsión [dice el diccionario] causado por algo terrible y repugnante” y el “miedo intenso”, en especial si no es causado por una amenaza perfectamente definida. Dicho de otro modo, la constatación de lo insoportable y su anticipación, que en sí misma también puede ser insoportable. Ambas palabras suelen confundirse aunque se refieran a efectos diferentes en la conciencia. Uno y otro son materiales importantísimos en las artes y medios occidentales, y están también mezcladas, en diferentes proporciones, dentro de diversos subgéneros. La miniserie Chernobyl opta, sobre todo, por la revulsión directa, aunque en momentos escogidos. Por ejemplo, al mostrar los efectos de la radiación en cuerpos humanos como el del bombero Vasili Ignatenko (Adam Nagaitis), a quien se ve padecer la degeneración progresiva, terriblemente dolorosa, de todos sus tejidos y órganos, hasta que su cuerpo entero se convierte en una herida: una masa sangrante. Alguna secuencia en la penumbra de la planta en peligro de estallar se crea para sugerir inquietud, el comienzo del terror, pero en esto Terror en Chernóbil es más enfática y rutinaria: usa locaciones en ruinas —en algunos casos realmente de Prípiat— para escenificar largas tomas en movimiento y casi a oscuras, apenas alumbradas por linternas. Su gran precursora debe ser El proyecto de la bruja de Blair de Daniel Myrick y Eduardo Sánchez: desde el principio es obvio que acechan monstruos un poco más allá de donde alcanza la luz y que aparecerán acompañados de cortes abruptos, efectos de sonido y música a todo volumen, para hacernos “saltar” del asiento. El que los “monstruos” resulten ser “pacientes” de un hospital (¿?), que recibieron radiación y presentaron mutaciones, apenas le sirve a la película, porque sus efectos especiales y su maquillaje son pésimos, y el director intenta que se vean lo menos posible. El “acontecimiento” de Luisito Comunica tiene una relación más complicada con el terror y el horror porque es una parodia, que emplea la ironía del modo habitual en la comunicación por internet. Quienes lo criticaron por faltarle el respeto a las víctimas de Chernóbil, y luego discutieron las disculpas del youtuber, no vieron que el propósito de todo era justamente lograr la indignación y el debate, captar la atención: el “turismo extremo”, que consiste en visitar sitios prohibidos, resguardados o peligrosos y documentar en ellos poses frívolas o desinteresadas, ya ha dado para series, películas (Terror en Chernóbil parte de esa premisa) e incontables publicaciones en redes, tanto de famosos como de desconocidos. El terror como efecto resulta obviado o, mejor dicho, suspendido, porque parte de las referencias intertextuales que los fans de Luisito debían conocer de antemano para reírse del chiste: su ídolo está en un lugar donde “deberían” pasar cosas terribles y no pasa nada; su “valor” infantil es recompensado con likes y vistas. De hecho es evidente que Luisito fue a Prípiat cuando lo hizo porque estaba colgándose de la moda de la serie. Podía apostar a que incluso sus seguidores más ignorantes tendrían un conocimiento mínimo del asunto. En cuanto al horror, tampoco está a la vista por ningún lado, salvo en una selfie del youtuber, distorsionada con alguna aplicación y colocada en redes con este pie de imagen: “Primer día en Chernóbil y me empiezo a sentir un poco raro. ¿Creen que esté todo bien?” La intención de la foto es sugerir que el personaje no se ha dado cuenta de lo que le sucede: la simpatía a través de la inquietud, o más precisamente del ridículo, porque el daño supuesto debido a la radiación se parece más a las distorsiones caricaturescas de Los Simpson que al maquillaje rutinario de Terror en Chernóbil (y no digamos al de la serie Chernobyl).
Dicho lo anterior se debe agregar que las tres historias mencionadas son diferentes, sí, pero no tanto como podría parecer: todas acotan y restringen sus usos del horror y del terror para adecuarlos a normas claras y reconocibles de la industria del entretenimiento globalizado. Esto se ve, para comenzar, en que ninguna de las tres llega tan lejos como hubiera podido a la hora de presentar un horror moral: la revulsión que pueden provocarnos las decisiones humanas, la conducta de individuos o comunidades. Luisito Comunica parte de ignorar esta posibilidad: de sugerir que sus acciones no tienen consecuencias ni deben considerarse más allá del momento en que suceden y divierten a sus espectadores, y Terror en Chernóbil tiene villanos muy superficiales: un grupo de “médicos” que controla a los monstruos y cumple con el cliché renovado del ruso malo, típico en el cine actual de Hollywood. En cuanto a Chernobyl, tampoco explora todas las implicaciones éticas de la catástrofe. El primer episodio de la serie arranca con una secuencia tensa y sutil en la que Valeri Legasov (Jared Harris) —el científico encargado de evaluar el estallido de la planta, impedir una segunda explosión aún más dañina y contener la fuga de radiación— graba un testimonio de lo que el gobierno de la Unión Soviética le impidió divulgar sobre el desastre, tras lo cual se suicida. Toda la serie es un flashback que explica esos últimos minutos, a los que debemos entender como surgidos de la desesperación. Se nos muestra que, a lo largo de su encomienda, Legasov teme por las vidas de los desprevenidos habitantes de Prípiat, a los que no puede advertir del peligro y de los cuales un número considerable sufrió envenenamiento por radiación. Se nos muestra (con mucha licencia por parte del guionista Mazin) al Legasov personaje denunciando en un juicio a puerta cerrada a los responsables directos del accidente, todos funcionarios de la planta, y señalando una falla de diseño que podría haber sido la causa directa de la explosión, que los funcionarios prefirieron ocultar por razones egoístas. Lo que se anuncia, y no se ve, es lo más importante para entender el suicidio de Legasov: el ostracismo al que es condenado por atreverse a desafiar al Partido y que lo lleva, como al Legasov histórico, a la marginación absoluta y a la depresión terminal. El horror del sufrimiento físico es, como decía, evidente en la serie; también el terror de lo que aún puede suceder tras el accidente, aunque las consecuencias de un envenenamiento radiactivo a escala continental parecen inabarcables, igual que las del colapso climático de nuestros días. Pero al horror moral que causa la negligencia de los directores de la planta no se agrega el de la desgracia de Legasov, la humillación sistemática de un hombre recto por parte de un sistema injusto y en el que miles de personas pueden volverse cómplices del poder. Esto se ve mucho mejor, por ejemplo, en el libro Voces de Chernóbil de Svetlana Aleksiévich (una fuente no acreditada de toda la serie), que relata la muerte espantosa de Vasili Ignatenko y la coloca entre las experiencias de un pueblo asolado y perplejo: muchos testimonios diferentes que ponen en perspectiva la enormidad de la catástrofe ecológica y social causada por la explosión de Chernóbil. La observación sesgada o limitada del horror moral es sólo una característica de la industria del espanto en nuestro tiempo. Su fin es que la experiencia visceral de una narración no se prolongue demasiado una vez que ésta termina: que el entretenimiento no se cargue de ideas o cuestionamientos demasiado incómodos.
Otros cuatro rasgos de esa misma industria que podemos reconocer son la preferencia por lo más superficialmente emocionante, el abuso de la impresión de lo siniestro, la reducción de las experiencias humanas y el deseo constante de sobreexplotación y mitologización. El primero es fácil de ver en el hecho de que las scare tactics del cine de serie B del siglo pasado no han perdido vigencia, como es evidente en Terror en Chernóbil y el resto de su tradición; el segundo, en que lo Unheimlich (según la palabra empleada originalmente por Freud: lo aterrador escondido en lo cotidiano) ha pasado de ser una novedad a una expectativa, y su presencia se cifra en una serie de personajes icónicos desgastados, asociados siempre a los mismos argumentos, los mismos diseños y hasta los mismos encuadres (la muñeca maldita, la niña-bruja japonesa,1 la cosa en el fondo del corredor, etcétera). El tercero es en realidad una característica de toda la monocultura global: el enorme desequilibrio de sus representaciones, que termina siempre por remitirse a unas pocas culturas (o unas pocas imágenes de ciertas culturas): a las ideas que tienen las grandes compañías de medios, todas del norte global, de lo que puede resonar con la experiencia de un espectador en Nueva York, Kansas City, Londres, Vancouver o (más recientemente) Pekín. El resto del mundo puede y debe consumir los mismos relatos sin esperar verse reflejado en ellos. Por último, la sobreexplotación y mitologización tampoco son problemas sólo de este tipo de historias, pero se ven más claramente en ellas y en otros subgéneros muy reglamentados y estilizados, como el de los superhéroes o la fantasía épica. Para explotar el éxito de una historia —entendida como un producto para ser vendido en tantos formatos como sea posible—, se recurre a adaptaciones, continuaciones, precuelas, spinoffs y demás prácticas de expansión de una “propiedad intelectual”. Esto lleva a una acumulación de información sobre un mismo mundo narrado que a veces sobrepuja los acontecimientos inmediatos de una sola historia y obliga a ésta (igual que a sus consumidores) a referenciar y reconocer hechos contados en otro libro, otra película, una adaptación en cómic, un podcast con creadores o intérpretes. Peor aún, la única estructura aceptada para este desparramamiento de datos y detalles es la mitología: el índice racional y jerarquizado de personajes, entornos y sucesos que pretende racionalizar lo que, en una historia de espanto, estaría precisamente más allá de la razón. Qué músculos especiales requieren los dientes retráctiles de los vampiros; por qué el pueblo de Hawkins (de la serie Stranger Things) está expuesto a tantas “incursiones extradimensionales”. Etcétera. Como siempre, hay excepciones: Twin Peaks: el retorno de David Lynch y su terror auténticamente inefable; ¡Huye! de Jordan Peele y su creación de nuevos escenarios y personajes icónicos; la dimensión social y las atmósferas de obras tan diversas como Possum de Matthew Holness o Las cosas que perdimos en el fuego de Mariana Enriquez; algunos momentos (casi siempre leídos de manera idiota en las redes, por desgracia) de las micronovelas por Twitter de Manuel Bartual. Pero las historias de espanto de hoy sí parecen estar sujetas a un desgaste: un proceso de homogeneización que tiene que ver con su sumisión a grandes empresas, y también, tal vez, al hecho de que tanto de los miedos contemporáneos se descargue no en la ficción per se, sino en sus sucedáneos en las redes, donde lo que no es paródico se transforma, por exceso de ironía, en cinismo, rabia o hasta odio. Habrá que ver si la gran ficción contemporánea que no pasa por los filtros de la monocultura global, y sí por el horror y el terror, nos resulta suficiente para la época que vivimos.
Imagen de portada: Fotograma de Johan Renck, Chernobyl, HBO, 2019
Véase en este mismo dossier “El imperio del terror” de Cristina Rascón ↩