Ese golpe que te diste la última vez dolió. Recuérdalo. La sensación corporal fue molesta, desagradable. No te gustó. Querías que tu mente estuviera en otro lugar. Extrañaste el tiempo anterior en que no dolía. Recordaste que eres cuerpo, materia orgánica de vitalidad limitada. No lo soportaste. No sabías cómo hacerlo o, en todo caso, no recibiste la educación, el entrenamiento. Esperaste un tiempo con la esperanza del desvanecimiento espontáneo. No sucedió. Tuviste miedo. Viviste la dificultad para moverte, para concentrarte, el mal estado de ánimo, el fastidio. Sería insoportable si se quedara ahí. Tomaste una pastilla. Desapareció. Dormiste en la tranquilidad de la noche. “¿Por qué duele?” fue una pregunta del dominio de la teología, hace un tiempo. ¿Con qué motivos un dios que todo lo puede, infinitamente bondadoso y absolutamente justo, sometería a sus criaturas al sufrimiento físico? Extensas tradiciones religiosas, filosóficas y científicas se dedican a reconciliar estas nociones. Mientras las enseñanzas del Baghavad Gita definen la vida como el lugar donde ocurre el dolor, el cristianismo describe almas en cuerpos atravesando un valle de lágrimas que las prepara para otros parajes metafísicos. Estas narrativas nos han permitido dar forma a la comprensión de por qué tenemos que vivir una vida dolorosa. En ellas, somos criaturas dolientes por razones que apenas atisban nuestras mentes sublunares: edificar nuestro carácter para esta vida, la otra o las otras. Pero la naturaleza está plena de dolor sin perfeccionamiento moral. ¿Qué pasa con nuestros compañeros de existencia animal? Progresivamente, hemos aceptado que los animales que nos acompañan, como alimento o como mascotas, e incluso los más lejanos a nosotros, que habitan el mundo silvestre, experimentan formas de dolor. Quizás sea inevitable el sufrimiento que cada depredador inflige a su presa en la incesante lucha de dientes y uñas en la naturaleza. Pero algunas estrategias de agresión, reproducción, cortejo y cohesión social animal también lucen realmente crueles. Traigamos a la mente un sufrimiento quizás minúsculo y distante. Miremos a esa avispa esmeralda (Ampulex compressa) que está a punto de dar sus huevos al mundo. Ha salido a buscar una cucaracha. Ésa de ahí es mucho más grande y fuerte que ella, perfecta. Logra acercarse e inyectarle un veneno que paraliza sus patas delanteras. Una segunda inyección más precisa, en el cerebro, logra inhibir la dopamina, un neurotransmisor. Ahora es una cucaracha zombi, ha perdido toda capacidad de moverse por sus propios medios, de controlarse a sí misma. La avispa sorbe algo de la sangre de su víctima. Repone fuerzas e inicia una nueva tarea: arrastrarla dócilmente a su nido. La cucaracha vivirá una semana más mientras sirve de terreno fértil para la siembra de huevos. Las larvas nacerán y crecerán nutriéndose de sus órganos. Al tercer día perforarán un agujero en una de sus patas para alimentarse del torrente sanguíneo. Las larvas continuarán comiéndose las entrañas de la pobre agonizante durante un par de días más, hasta que formen capullos. Seis semanas después verán la luz del día nuevas avispas.
La anterior pudo ser una fantasía gore. Charles Darwin escribió en 1880 una carta al botanista estadounidense Asa Gray:
No puedo persuadirme a mí mismo de que un Dios benéfico y omnipotente hubiera creado a los icneumónidos [nuestras avispas] con la intención expresa de que se alimentaran al interior de los cuerpos vivos de los gusanos o de que un gato deba jugar con un ratón.
Luego de asegurar que su propósito no era escribir desde el ateísmo frente a estas cuestiones, Darwin lanza una lapidaria frase sobre los límites del intelecto:
De igual manera, un perro podría especular sobre la mente de Newton. Dejemos que cada quien espere y crea lo que pueda.
Ladremos hoy hacia la Luna. Intentemos una mirada naturalista sobre por qué duele, qué nos pasa cuando nos duele, qué nos hermana con otros animales y qué nos distancia de ellos al sufrir. Desde una visión orgánica, evolucionista, la experiencia del dolor es un prodigio. Aunque desde nuestra perspectiva se viva de forma agónica, el dolor se ha instalado en el reino animal como la forma más eficaz en que la vida, en un mundo hostil, ha logrado abrirse paso. El dolor nos protege. Su origen tiene lugar en un axioma central de la lógica de lo viviente, la supervivencia para la reproducción. Así como han cambiado las amenazas, se han desarrollado las estrategias para enfrentarlas. Cambio y desarrollo deben imaginarse aquí al ritmo del lento transcurrir del tiempo en que ocurre la evolución de la vida: el compás al que las formas orgánicas mutan, se adaptan y complejizan. En los antiguos mares primigenios, la vida corría riesgos. Pero afuera, en la superficie, la situación es realmente difícil. Las amenazas se multiplican. Aquí, los animales no flotan: caen. El entorno acuático diluye químicos nocivos, reduce los gases tóxicos. En las profundidades, la temperatura no fluctúa tanto como afuera. Cableados nerviosos que permiten responder al peligro se encuentran en todos los grupos animales conocidos. Incluido el ser humano. Gritaste al golpearte. Maldijiste. Tu cara se tensó y una mueca que no sabrías replicar se dibujó en ella. Como un rayo, retiraste tu extremidad. No lo decidiste tú. En un coup d’État momentáneo perdiste las riendas. El cuerpo se movió solo. No tuviste conciencia de ello pero otras cosas sucedieron. Aparecieron sustancias que iniciaron la inflamación, tu ritmo cardiaco aumentó, junto con tu presión sanguínea. Fue un diálogo eléctrico inmediato entre la médula y el resto del cuerpo. Sucedió tan rápido que todo ello ocurrió sin que sintieras nada. Los impulsos eléctricos que fueron hasta la médula se activaron cuando se rebasó cierto umbral del daño, en la potencia o la realidad. Ahora sabemos que las respuestas iniciales no necesitan ser experimentadas por ninguna mente. Pacientes en estado de coma hacen muecas y gruñen si se les fastidia en las fosas nasales. Animales sin hemisferios cerebrales detectan y responden al daño. Incluso cucarachas decapitadas evitan con sus patitas los pequeños choques eléctricos que les propinan en el laboratorio. Hasta allí no ha habido dolor, sólo nocicepción: detección de daño. El dolor es una experiencia sensorial y emocional cargada de significado. Sucede después, cuando el diálogo se vuelve polifónico. La respuesta eléctrica no sólo viaja de regreso hacia las extremidades, sino hacia arriba: al tallo cerebral, al resto del encéfalo y a aquellas circunvoluciones más enrevesadas que encontramos en los humanos. Décadas de búsqueda infructuosa para dar con el lugar del cerebro de donde mana el dolor mostraron que el mejor intento de entenderlo es como el producto de una matriz neuronal que involucra las áreas más relevantes de la víscera encefálica. Sentiste el dolor en tu mano, tu pie, la punta del dedo, en el pecho o la espalda. Aunque la actividad eléctrica ocurría en tu cerebro, el dolor no estaba en tu cabeza. El mapa de tu cuerpo que se construye en el espacio mental te hizo sentirlo ahí. Es tu cuerpo abstracto, no el de carne y hueso, el que experimenta dolor. En eso reside lo fantasmagórico de esas dolencias que aparecen en lugares de miembros que ya no existen.
Intentaste mover la parte lesionada. Te costó trabajo. La sabiduría del cuerpo te constriñó a hacer ciertos movimientos. Cuidaste no pisar con fuerza, no levantar ese peso ni moverte de más: usaste incluso algo para inmovilizarte completamente. El dolor guio tu cuerpo. Aun al dormir respetaste su presencia y no te giraste de ese lado. No sólo alertó de un problema: te condujo a una solución. El dolor canaliza a quien lo sufre a un plan de acción, que no pocas veces consiste en la inacción. La restauración del cuerpo exige reposo. La regeneración de los tejidos no puede darse en medio del movimiento y la fricción. Es sabia esa imposición antigua —si no doliera tal vez no le habrías prestado atención—. No acostumbramos ser los mejores priorizando nuestra salud en la vida cotidiana. Los gritos, las muecas amenazantes, el reflejo, todo ello permitió la defensa expedita. Escapar frente a lo inminente es trazar una línea entre la vida y la muerte. Pero la materia animada requiere de más. La creciente complejidad de los organismos, el aumento de su tamaño, la riqueza de sus intereses: flexibilizar fue la respuesta. La integridad del cuerpo es un objetivo virtuoso pero minúsculo frente al de evitar la aniquilación. El entrometimiento del dolor pierde sentido si la vida está en juego. Todo animal capaz de experimentarlo cuenta a su vez con mecanismos internos para su atenuación. Acatar su mandato es placentero. El alivio que brinda su desaparición es la recompensa prometida a la obediencia, pero también es freno de emergencia, en caso de que lo mejor sea revertir la estrategia. Dolor y alivio juegan al vaivén de las circunstancias. Mientras la nocicepción está en el terreno de lo fisiológico, el dolor se ubica en el espacio de las respuestas psicológicas y se presta a sus vericuetos. Logra ser útil al integrarse a evaluaciones más amplias sobre la situación que se afronta, pues todo lo que indique al organismo que está en una mejor o peor posición existencial aliviará o agravará su experiencia. Séneca escribió que en el dolor sólo existe lo que nuestra opinión dice de él. Marco Aurelio, más de un siglo después, agregó que suprimir ciertos elementos de la creencia lleva a la tranquilidad. El saber estoico de la Antigüedad encuentra consonancia con décadas de investigación en distintas tradiciones experimentales: tan constitutiva al dolor es la lesión como lo que ella significa para el organismo. El dolor está hecho del mismo material que la mente. Podemos vestirle de diferente traje. Ese golpe accidental sería más doloroso si alguien te lo hubiera propinado: sería el anuncio de una amenaza o una confrontación. El dolor que proviene del esfuerzo corporal o del acondicionamiento físico, al contrario, trae consigo la buena nueva de la práctica saludable, el crecimiento personal y el orgullo de la meta conseguida. Al atravesar el dolor hemos sido héroes y víctimas. Nos ha ofrecido oportunidades para ser valientes o para revolcarnos en la vulnerabilidad. Le hemos dado un lugar u otro. Ha sido el centro gravitatorio alrededor del cual giran nuestros días o hemos logrado hacerle parte del paisaje, ponerlo en una cajita pequeña ahí en un rincón del caudal de la conciencia. Acaso, cubierto con memorias, disfrazado de ornamentos. El dolor es la urdimbre con que se tejen nuestras historias. Ha estado en el centro de tus narrativas. Somos primates fascinados con contar relatos sobre nosotros mismos. El yo, que unifica las experiencias de esa persona que fuimos, somos y seremos es, en buena medida, lo que cuenta de sí. El papel que tiene el dolor es determinante. Sufrimos más en tanto que percibimos una amenaza más grande. En la epopeya de la vida diaria, lo sabes, peligros e insignificancias suelen confundirse. Hacer al dolor parte de nuestra historia, fundirlo con lo que somos, es a menudo el reto. No siempre es fácil y quizás sea peor en los casos en que su presencia no anuncia recompensa. Tal vez pienses en cefaleas y dolores de espalda —tan comunes que son y no obedecen a ningún mandato restaurativo—. Dolores persistentes, crónicos, el dolor del cáncer y otros dolores al final de la vida, no sirven al propósito de cuidar al cuerpo. Son formas de expresión de esta estrategia vital, en ocasiones por alguna afectación en el cableado nervioso o en los centros cerebrales responsables. En realidad, aún carecemos de buenas explicaciones sobre algunos padecimientos dolorosos. La buena noticia es que son formas de dolor. Todas ellas guardan dentro la lección de milenios de ensayo y error evolutivo: su contextualidad. Ella juega a nuestro favor cuando lidiamos con sus formas agudas o crónicas. La capacidad de reconstruir nuestra experiencia nos da la oportunidad de incluso convertir esos momentos de sufrimiento en oportunidades para la creatividad, la transformación y la edificación del carácter. Materia prima para la resiliencia. Sabiendo lo que pasa cuando duele, podemos pensar en qué hacer para que duela menos. De aquí se desprende que cualquier cosa que contribuya a convencernos de que no todo está tan mal ayudará a que todo esté mejor. Por fortuna, aunque lenta, esta lección permea cada vez más la práctica médica: el arte de curar va más allá de la resolución orgánica de una patología. Hay una persona que quiere sanar. La medicina contemporánea ofrece algunos modelos que enfatizan el confort, el ofrecer seguridad, pericia en la comunicación y todo lo que contribuya a guardar la dignidad, para así mejorar la atención. Ejemplos de esto son la medicina enfocada en el paciente, los cuidados paliativos que buscan aliviar un “dolor total” o el ejercicio de la medicina narrativa. Contrasta con esta apertura el conservadurismo con que aún tratamos socialmente a la morfina y a otros opioides. En el Sur global, donde no hay un amplio acceso a estos medicamentos, la presencia de enormes cantidades de dolor al final de la vida es prominente, innecesaria e injusta. La ciencia psicológica nos ha dejado la lección de que interesarse, leer y entender mejor qué es y cómo funciona el dolor, tiene efectos positivos en su tratamiento. Hay alivio al constatar que la confusión ante nuestro dolor no es una falla personal, sino la perplejidad natural de la experiencia humana frente a éste. Comprender aquello que compartimos como dolientes ofrece sosiego al navegar una situación que se experimenta de forma tan solitaria. Un día ese dolor se fue. Al otro, había uno nuevo.
Imagen de portada: Un niño se corta el dedo y es atendido por su madre, grabado de sir David Wilkie, ca. 1800. Wellcome Collection. CC.