Las publicaciones escritas e ilustradas por niños y niñas son una suerte de ajuste de cuentas semántico de la llamada “literatura infantil”, paradójica denominación de un arte escrito por adultos. Representan también un salto adelante en la historia de la infancia; el desplazamiento, de la periferia al centro, de estos lectores. En esa historia, la de otorgar mayoría de edad a los “menores” y publicar libros que quisieran hablarles específicamente, hubo escritores que empezaron por atender demandas de ficciones, como la de la niña Margarita Debayle, que a los ocho años pidió a Rubén Darío un cuento en verso. O Beatrix Potter u Horacio Quiroga que entretenían a sus hijos o a hijos de amigos con sus narraciones. Otros más los incluían activamente: Lyman Frank Baum escribió toda la saga del Mago de Oz (catorce entregas) retomando varias de las ideas que los propios lectores le enviaban por correo (y a los que agradecía en los prólogos de sus libros) y Rudyard Kipling sometía a prueba sus cuentos con sus hijos e integraba sus observaciones. Esta interlocución sigue practicándose y se ha diversificado. Muchos autores entrevistan a niños, preguntan en foros, leen en escuelas para recrear esa edad que se desvanece en la memoria. Los juguetones poemas en Pantuflas de perrito (Almadía, 2009; Pequeño Editor, 2013) de Jorge Luján fueron escritos en diálogo con niños y niñas latinoamericanos, que aportaban anécdotas en una plataforma de internet, y luego ilustrados por Isol.
La novela Alguien en la ventana (FCE, 2006) de M. B. Brozon fue realizada también a través de un sitio de la UNAM y el FCE, llamado “Chicos y escritores”, en el que un autor desarrollaba una historia con las colaboraciones de cibernautas. Y, más recientemente, No se lo coma (Editorial Hueders, 2016), firmado por Sara Bertrand, Alejandro Magallanes y Augusta, Antonia, Daniel, Elisa, Nicolás, Margarita, Max, Mikael, Mila, Pedro, Sebastián y Violeta, abre preguntas provocadoras que Sara responde con narraciones disparatadas, Alejandro con ilustraciones sintéticas y los niños y niñas con franqueza, espontaneidad y sentido común. Pero, ¿quién ha trascendido la categoría de colaborador y colocado al niño o niña en la de autor? El camino de los escritores infantiles está protagonizado por niñas. La primera niña escritora publicada de la historia es Daisy Ashford, nacida en Inglaterra en 1871, quien, cuando tenía nueve años de edad, escribió en un cuaderno The Young Visiters or Mister Salteena’s Plan (Los jóvenes visitantes), una novela corta con un cómico triángulo amoroso en el que ridiculiza a la aristocracia inglesa. El libro se publicó hasta 1919, luego de que Ashford encontrara su libreta en un viejo cajón y llegara a las manos de Frank Swinnerton, un novelista y lector para la editorial Chatto and Windus (que publicaba a celebridades como Samuel Beckett, Aldous Huxley y Mark Twain).
Swinnerton recomendó ampliamente la publicación de la nouvelle casi exactamente como se había escrito, con todo y errores ortográficos. El remate fue que J. M. Barrie accedió a escribir un prefacio (lo que provocaría muchas sospechas, prejuiciosas, de que el autor de la obra fuera el propio Barrie). El tono naturalmente naíf e incisivo de la pequeña Ashford sobre el mundo adulto conquistó a los lectores. Tal fue su éxito que el mismo año de su publicación se reeditó dieciocho veces y hasta la fecha sigue imprimiéndose y adaptándose. Le sigue Ana Frank, que entre los trece y quince años escribió el Diario, cada tanto controversial pero leído mundialmente, que su padre publicara en 1947. Más tarde, en 1962, a los cuatro años de edad, la estadounidense Dorothy Straight escribió How The World Began como regalo de cumpleaños para su abuela, el cual editó y circuló con notoriedad Pantheon Books.
Y un último salto: El Mahabhárata contado por una niña (Siruela, 2004), que la escritora india Samhita Arni empezó a escribir e ilustrar cuando tenía ocho años y consiguió publicar con la prestigiosa editorial Tara Books en 1996, a la edad de doce. Desde entonces se ha traducido a ocho idiomas y se han vendido más de 50 mil copias.
¡Qué porquería es el glóbulo!
Otra cronología es posible si revisamos las creaciones colectivas. El profesor uruguayo José María Firpo fue uno de los primeros en dar voz a los niños en una antología. En 1975 publicó en Montevideo El humor en la escuela (Arca) y un año después en Buenos Aires, con un mejor título, ¡Qué porquería es el glóbulo! (Ediciones de la Flor).
Allí reunió testimonios, microficciones y aforismos de chicos de diversas edades sobre la vida escolar o temas revisados en clase como “El aparato circulatorio”, en donde se lee: “Hay unos 9,000 glóbulos blancos y ellos andan recorriendo el cuerpo despacito esperando que el hombre se haga un tajo para salir corriendo para allá y luchar”, o partes del cuerpo: “El ojo es una cosa muy complicada, más o menos es así: la vista le dice al ojo: —Mirá un toro, y el ojo le dice: —¡Dispará!”. Casa de las estrellas. El universo contado por los niños (Aguilar, 2009), coordinado por Javier Naranjo y publicado originalmente en 1999 en Colombia por la Universidad de Antioquia, es una suerte de diccionario, que sigue editándose hasta hoy, en el que los niños definen palabras como: cielo: “Donde sale el día” (Duván Arango, 8 años); beso: “Dos en acercarse” (Camila Mejía, 7); adulto: “Niño que ha crecido mucho” (Camilo Aramburo, 8).
Autores que escriben e ilustran sus creaciones aparecieron en Oaxaca: libro de sueños (Media Vaca, 2015). Luego de un mes de dar talleres de los que surgieron más de mil sueños, el mediador de lectura, Roger Omar, hizo una selección de textos y dibujos hechos por soñadores. Abuelas que se convierten en superhéroes de mal carácter, estaciones del año que se confunden y muertes absurdas y súbitas se despliegan en el libro con esa particular mezcla de mirada infantil y mundo onírico: delirante y sumamente original.
Éste es mi Yo
Aunque llenos de ocurrencias, agudezas y poesía, en los libros anteriores no hay un trabajo sostenido de escritura ni un desarrollo muy elaborado de voces narrativas individuales. Una excepción en el mundo editorial quizá sea el proyecto de Silvia Katz quien, desde hace más de veinte años, en Salta, Argentina, publica un libro distinto firmado por niños y niñas que asisten a su Taller Azul. Aunque los participantes entran y salen, la mayoría se mantiene y va creciendo con cada libro. En 2017, se sumaron al auge de las relecturas y reescrituras de clásicos al publicar Requetecuentos; y en 2018, entraron al terreno de la autoficción al responder cuestionarios, donde expresan quiénes son y las distintas formas de ser ellos mismos, y dibujar autorretratos en Éste es mi Yo. Estos libros no sólo dialogan con ciertas búsquedas en el arte contemporáneo, realmente circulan entre los lectores y en librerías en Argentina y reciben premios.
En Oaxaca, Charlie A. Secas, fundador de la asociación civil Comelibros, comenzó hace dos años un proyecto con un potencial similar: el Laboratorio de Escritura Creativa para niños del CaSa (Centro de las Artes de San Agustín) que tiene como resultado la elaboración de la revista de cuentos ilustrados La Caldera. Aunque redirijan el lugar de la infancia hacia el centro, este tipo de publicaciones no representa todavía una tendencia en la industria editorial infantil, ni siquiera una verdadera emancipación. A veces el fenómeno atiende más a un cruce entre la cultura infantil y la del espectáculo. En Estados Unidos abundan los “niños escritores”, chicos que escriben sagas distópicas desde los doce años, cuyos padres pagaron la edición de sus obras y los promueven como estrellas de un programa de concursos. La falta de rigor en este tipo de libros aumenta el prejuicio desde el cual lo infantil, y en particular lo literario infantil, puede ser defectuoso. Un concepto de ascendencia romántica que dulcifica toda creación de un niño y se extiende a los textos mal escritos por supuestos profesionales o, en el peor de los casos, por autores consagrados que consideran sus borradores o cualquier “cuentito” publicables en un sello infantil. En el mundo real, las publicaciones que realmente valoran y acompañan, en un proceso de edición, a niños y niñas todavía son excepcionales. Atestiguamos, por el contrario, una nueva ola de adoctrinamientos y una sostenida falta de correspondencia entre la realidad compleja y rica de los lectores y los libros que se hacen para ellos. Sin embargo, en los márgenes, ellos trazan su propio centro: autores que hacen circular sus creaciones entrecruzando disciplinas y soportes, a través de memes, fanfictions, historias en redes sociales y, también, como hiciera Daisy Ashford hace más de un siglo, llenando cuadernos con novelas que ahora publican en plataformas electrónicas de libre acceso. Tal es su revancha.
Imagen de portada: Fotograma de Victor Fleming, El mago de Oz, 1939