Pocas cosas nos gustan más a los mexicanos que hablar de comida. Conversamos sobre lo que vamos a cenar mientras engullimos el almuerzo, planeamos el desayuno del día siguiente al tiempo que calentamos la merienda, ensoñamos las posibilidades culinarias del fin de semana desde el martes. Y es que en un sentido se podría afirmar que los vástagos del maíz, en buena medida, pensamos con la barriga. Desde luego que no se trata de una aseveración promulgada a la ligera, puesto que, a la luz de investigaciones recientes, nuestros intestinos —específicamente los microorganismos que merodean en su flora— comienzan a ser concebidos como una especie de segundo cerebro; o, de menos, si es que tal figura retórica sonara un tanto exagerada, su influencia en menesteres emocionales, patologías mentales y pautas de comportamiento prueba ser determinante, y no sólo me refiero a las entrañas mexicanas sino a las de toda nuestra estirpe. Esto yo lo sé bien debido a que durante un tiempo me fue privado este dichoso rasgo de carácter. Yo, que de adolescente era perfectamente capaz de desayunarme un guachinango al ajillo, comencé a tener serios problemas para batallar hasta contra un queso fundido (del puerco con verdolagas y de la cochinita pibil mejor ya ni hablemos). Y la indigestión, es bien sabido, demerita el espíritu. “Todos son idénticos en su secreta, tácita creencia de que en el fondo son diferentes de todos los demás”, sentencia David Foster Wallace.1 Pero lo cierto es que, al menos en términos de ADN humano, todos somos prácticamente idénticos: compartimos más del 99.9 por ciento de los genes con el resto de las personas. No obstante, en lo que respecta a las comunidades de microorganismos que nos acompañan, diferimos notablemente, puede ser que compartamos apenas el 10 por ciento de nuestro microbioma con quienes nos rodean. De acuerdo con Rob Knight, coautor de Follow Your Gut:
estas diferencias pueden explicar una enorme gama de variaciones entre individuos, desde el peso hasta las alergias; desde nuestra probabilidad de enfermar hasta nuestro nivel de ansiedad.
Y es que cada vez se establecen correlaciones más estrechas entre los microbios que nos habitan, o en su defecto la ausencia de ellos, y la propensión a desarrollar distintas enfermedades, incluyendo la obesidad, la artritis, el autismo y la depresión. “Casi cualquier cosa que podamos imaginar tiene un efecto sobre el microbioma: las medicinas, la dieta, si eres el hermano mayor, si tienes mascotas o cuántas parejas sexuales tienes”, insiste Knight, quien también postula que, a merced de los descubrimientos actuales, dichos microbios están tan profundamente involucrados en el grueso de aspectos que demarcan nuestras vidas y están forzándonos a redefinir nuestro entendimiento de lo que significa ser humanos.2
Visto como biósfera, el cuerpo humano despliega un vasto pastiche de paisajes ecológicos tan o más diversos entre sí que los ecosistemas que salpican el planeta: desde las poderosas junglas tropicales del intestino —donde se localiza la mayor abundancia de criaturas microbianas en nuestra anatomía—, pasando por las cavernas húmedas de la boca y la vagina, hasta las estepas áridas de la piel que recubre los codos. Somos un entorno salvaje repleto de fieras minúsculas: herbívoros, depredadores, simbiontes y comensales partícipes de una intrincada red trófica. Literalmente hay trillones de especímenes distintos que nos llaman hogar; tantos que superan con creces a las estrellas contenidas en la Vía Láctea —se estima que cada persona alberga cien trillones de microbios; en comparación, la Vía Láctea cuenta con aproximadamente cuatrocientos millones de estrellas—. En conjunto, dichos seres microscópicos conforman una taxonomía desquiciada integrada por hongos, protozoarios, virus, pero sobre todo por bacterias, que recubren cada micrómetro de nuestra fisionomía desde el nacimiento. Éste es el microbioma humano, tan dependiente e inseparable de nosotros, como nosotros de él. Una amalgama heterogénea de entidades intrínsecas al sujeto orgánico que nos define y que, entre otras funciones primordiales, moldea nuestros órganos, nos dota de identidad inmunológica y odorífica, resulta imprescindible para la descomposición y absorción de nutrientes y desempeña un papel fundamental dentro de nuestra conducta tanto a nivel de individuos como de especie. La composición de la leche materna, sin ir más lejos, en su mayor parte está destinada a alimentar no tanto a la cría como a la microbiota que se desarrolla en su tracto digestivo. Es más, posiblemente el microbioma juegue un rol decisivo a la hora de experimentar atracción y de elegir pareja, ya que nuestro olor característico está configurado por las comunidades bacterianas que cargamos a cuestas, y todo el mundo sabe que del olfato nace el amor. Cuando menos en las moscas Drosophila se ha demostrado que el microbioma figura como el factor determinante de sus procederes reproductivos. Y si bien nos gusta ufanarnos de ser tremendamente más complejos y románticos que los insectos, lo que es seguro es que ese aroma particular que diseminamos resulta crucial para que algunos individuos prueben ser más atractivos que otros, si no a los ojos de parejas potenciales, sí tratándose de los moscos que nos acechan.
En palabras de Oliver Sacks, “nada es más importante para la supervivencia e independencia de los organismos, sean elefantes o protozoos, que mantener un medio interno constante”. Y para mantener esa constancia, los microbios son esenciales,
asegura Ed Yong en I Contain Multitudes —posiblemente la biblia de la divulgación científica sobre el microbioma—.
[Los microbios] cooperan en el almacenamiento de grasa. Ayudan a reponer los revestimientos del intestino y de la piel, reemplazando las células dañadas y moribundas por otras nuevas. Aseguran la inviolabilidad de la barrera hematoencefálica, una apretada red de células que deja pasar nutrientes y moléculas pequeñas de la sangre al cerebro, pero impide el paso a sustancias y células vivas más grandes. Incluso influyen en la remodelación incesante del esqueleto, haciendo que se deposite material óseo nuevo y se reabsorba el material viejo.3
Mis pesares comenzaron hará un par de años, cuando rondaba los treinta y cinco. Hasta ese momento, salvo por una que otra crisis ligera de colitis nerviosa y alguna salmonelosis esporádica, mis tripas habían pasado relativamente inadvertidas para mí. Digamos que en términos generales mis procesos digestivos transcurrían como en un anuncio de All-Bran, como si obraran marcados por un relojito, quiero decir. Sin embargo, de un momento a otro la armonía se rompió y comencé a comprender lo que significa estar constipado. Por otro lado, había días en los que confrontaba exactamente lo opuesto: diarreas transitorias sin que hubiera una razón aparente para ello. También por esos tiempos descubrí las desdichas intrínsecas de la inflamación abdominal, el reflujo, el ardor estomacal, los retortijones, el espasmo esofágico y el exceso de gas. La ecología intestinal se parece un tanto a las dinámicas suscitadas en el medio silvestre: se trata de un equilibrio dinámico que responde a flujos poblacionales e interacciones entre las diferentes clases de organismos que componen el panorama biótico del sistema y es propenso a degradarse rápidamente si las condiciones no son las adecuadas. A veces una especie invasora hace cimbrar los pilares sobre los que se sostiene el delicado balance del entramado microbiano; otras, el crecimiento desmedido de algún grupo de especímenes agota los recursos necesarios para que los demás puedan prosperar, o bien, la ruptura puede ser originada por la injerencia de algún factor externo, como antiparasitarios y antibióticos que, cual napalm farmacológico, incineran todo lo que encuentran a su paso. También puede suceder que la alteración produzca que un grupo de microorganismos que usualmente no figuran como agentes patogénicos adopte una configuración poblacional que cause problemas a su hospedero, estado denominado como disbiosis (pues se rompe la simbiosis que usualmente marca nuestra relación con ellos). Al respecto Yong dice:
Esto altera el microbioma, cambia la proporción de especies dentro de él, los genes que éstas activan y las sustancias químicas que producen. Esta comunidad alterada todavía se comunica con su anfitrión, pero el tenor de su conversación cambia. A veces se vuelve literalmente inflamatoria, y esto ocurre cuando los microbios sobreestimulan el sistema inmunitario o lo embaucan para penetrar en tejidos donde no deben estar. En otros casos, los microbios empiezan a infectar de manera oportunista a sus anfitriones.
Viéndolo en retrospectiva, me parece que el factor disruptivo que desencadenó la debacle de mi ecología gastrointestinal fueron una serie de antibióticos encadenados que me vi forzado a tomar para combatir una cruenta infección de garganta (que por varias semanas salpicó mis amígdalas de grotescos nódulos blancos que me dificultaban incluso tragar saliva). Sí me curé, de la garganta por lo menos, pero los bombazos farmacológicos debieron haber matado a enemigos y aliados por igual, dejando mi interior estéril. El problema fue que, tras extensas dosis de probióticos y prebióticos —los probióticos contienen microorganismos vivos mientras que los prebióticos son un tipo especial de fibra alimentaria que favorece la proliferación de ciertas bacterias—, las molestias no sólo persistieron, sino que incrementaron. Lo cual me llevó a sospechar que debía de haber otra variable en el asunto.
Sea cual sea su origen, dichas alteraciones en la composición del microbioma han sido ligadas a toda índole de predicamentos inflamatorios, desde la obesidad y la colitis ulcerante hasta el mal de Crohn, la esclerosis múltiple y la gastritis causada por Helicobacter pylori o el cuadro de la temible superbacteria Clostridium difficile. Afortunadamente existen procedimientos que, al igual que sucede en el caso de los ecosistemas degradados, permiten restaurar, cuando menos hasta cierto grado, el entorno microbiano. Quizás pueda sonar como una medida un tanto extrema, pero se puede recurrir al trasplante fecal. Es decir, trasladar el microbioma de una persona sana al paciente en espera de que éste consiga establecerse en el nuevo territorio y repoblar el área afectada. Algo así como una reforestación intestinal que, a su vez, asienta el terreno para que otras especies benéficas retornen a él. ¿Tendría yo algún parásito alojado en mis tejidos, amibas o giardias, por ejemplo? ¿O podría ser acaso que fuera intolerante a la lactosa o alérgico al gluten? Los estudios pertinentes desbancaron tales hipótesis. ¿Problemas con el bazo, el hígado o algún otro órgano interno? Una visita al gastroenterólogo, con sus pruebas respectivas, corroboró que todo estaba en su lugar. ¿Sería entonces que mi consumo excesivo de mezcal o el abuso rutinario del café tuvieran algo que ver? Con el transcurrir de los meses tuve que aceptar que los agravios habían llegado para quedarse; que ésta era mi nueva normalidad, como decimos ahora. Desde luego que mi dieta cambió de manera significativa a raíz de las dolencias; el ceviche fue sustituido por las milanesas de pollo, el mole de olla por la sopa de fideos, las albóndigas al chipotle por el inocuo sándwich de jamón. Gracias a una serie de paliativos gloriosos —riopan, trimebutina, dimeticona, omeprazol— más o menos pude seguir adelante con mi vida, al tiempo que asimilaba la noticia de que todo parecía indicar que la edad ya me había alcanzado. Fue entonces que comenzó a achacarme una extraña depresión sin sentido. Y no sólo es que me encontrara decaído por el estado de mis tripas, sino que el socavón emocional al que me refiero era uno bastante más profundo y desconcertante. De hecho, conforme el pozo del desgano se tornaba más espeso, y el desinterés y la tristeza engullían mis días, dejé incluso de poder trabajar.
Y es que, como mencionábamos al principio, el microbioma (en particular aquel que merodea en nuestros intestinos) cuenta con la facultad de poder comunicarse de manera directa con el cerebro y, en consecuencia, incidir sobre nuestro comportamiento. Algunas bacterias tienen efectos puntuales sobre la secreción de hormonas y la síntesis de ciertos neurotransmisores, como Clostridia sobre la serotonina —relacionada con el control de las emociones y del estado de ánimo, los procesos cognitivos, el apetito y el deseo sexual—, o Enterococcus y Escherichia sobre la dopamina —ligada a la concentración, la motivación y la memoria— y la norepinefrina —que actúa en la excitación y la alerta—; otras bacterias generan diversos metabolitos secundarios de actividad neuroactiva relevante o producen ácidos grasos de cadena corta, como el butirato que, además de fungir como un modificador epigenético importante, tiene afecciones sobre la memoria y la plasticidad sináptica al inhibir las histona-deacetilasas.4 Hay evidencias que sugieren, incluso, que una posible causa del autismo podría estar vinculada a desajustes en el microbioma durante el neurodesarrollo.5 Uno de los ejes de comunicación entre el intestino y el sistema nervioso central, a decir de John Cryan, de la Universidad de Cork en Irlanda (una de las eminencias en el bullente campo en cuestión), parece ser el nervio vago, o cuando menos se ha demostrado en modelos experimentales con ratones que si se corta dicho nervio gran parte del flujo de la comunicación microbiana entre ambas regiones del cuerpo se ve interrumpida. Lo que aún es un enigma es de qué manera consiguen estimular dicho nervio las comunidades bacterianas que habitan en la flora intestinal. Pero de que esgrimen una influencia determinante sobre el sistema nervioso y nuestros procesos cerebrales ya no hay duda. Cryan ha llegado inclusive a postular que absolutamente todos nuestros procesos mentales se encuentran influenciados de alguna u otra manera por la intervención del microbioma intestinal, de ahí que se le llegue a considerar como una especie de segundo cerebro.
Si bien es cierto que la mayoría de investigaciones respecto de la interacción microbioma-cerebro se han realizado en animales y que no siempre es posible extrapolar los resultados de manera automática a nuestra experiencia, cada vez comienzan a surgir más estudios en humanos desde los campos de la neuropsicología y el neurodesarrollo que paulatinamente corroboran el marco teórico. En la Universidad de Ohio, por ejemplo, se ha demostrado que existe una asociación entre la composición del microbioma intestinal y el temperamento durante la infancia temprana y cómo esto desempeña un papel significativo sobre el comportamiento y el desarrollo social de los infantes.6 Kirsten Tillisch y Emeran Mayer, de la UCLA, por su parte, están empleando imaginería de resonancia magnética para observar el impacto de probióticos específicos sobre el funcionamiento cerebral y han establecido que las bacterias pueden influenciar la estructura cerebral y la respuesta a estímulos emocionales en mujeres adultas sanas.7 En otros estudios recientes con voluntarios sanos, en Oxford, se ha visto que al modular el microbioma, alterando las poblaciones de ciertas bacterias por medio de prebióticos, se generan cambios significativos en el estado de ánimo y en los niveles de cortisol (la hormona ligada al estrés) de los participantes. De hecho, la trascendencia de las cascadas de señales microbianas provenientes desde las tripas ha generado tal furor en la academia que incluso se ha acuñado el término “psicobiótico” para designar a las bacterias que acarrean un beneficio mental potencial, como ciertas cepas de Lactobacillus y de Bifidobacterium, y que en el futuro podrían figurar como tratamientos prometedores para lidiar con la depresión, el autismo y la ansiedad.8 Al final el remedio llegó de manera completamente espontánea. Se trató de un factor tan insospechado por mí que tardé unas semanas en comprender que ésa era la causa probable de que mi microbioma estuviera vuelto un caos. Sucedió poco antes de que comenzara la pandemia. Es decir, a principios del 2020. Y es que junto con el confinamiento se agotaron las vitaminas que llevaba tomando desde hacía largo rato; se trataba de uno de esos complejos vitamínicos que incluyen varias docenas de compuestos. El caso es que, entre que estábamos procurando quedarnos en casa y que las entregas a domicilio de las farmacias estaban totalmente rebasadas, fui procrastinando hacerme de un nuevo frasco de las mentadas vitaminas y coincidentemente poco a poco mis malestares gástricos se fueron esfumando. A lo mejor me equivoco, y la verdadera razón fue otra, quizás tener una hija de tres años en casa tuvo algo que ver, digo, siempre estará la posibilidad de que el remedio real haya sido que yo recibiera un trasplante fecal de su parte de manera inconsciente y desde luego involuntaria (digamos que la higiene de las cachorras es un asunto cuestionable, por decir lo menos), pero el punto es que volví a ser el de antes. Mis sufrimientos gástricos y anímicos se desvanecieron y una vez más me puedo jactar de ser uno de esos mexicanos que gustosamente piensa con la panza. 9
Imagen de portada: Vellosidades del intestino delgado. Imagen de Paul Appleton, University of Dundee. Wellcome Collection CC
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“Everybody is identical in their secret unspoken belief that way deep down they are different from everyone else”. [T. del E.] ↩
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Rob Knight y Brendan Buhler, Follow Your Gut: The Enormous Impact of Tiny Microbes, TED Books/ Simon & Schuster, Nueva York, 2015. ↩
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Ed Yong, I Contain Multitudes: The Microbes Within Us and a Grander View of Life, Harper Collins Publishers, Nueva York, 2016, p. 63. ↩
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Un buen resumen de todo esto se puede consultar en Harrisham Kaur, et al., “Tryptophan Metabolism by Gut Microbiome and Gut-Brain-Axis: An in silico Analysis”, Neurosci, vol. 13, núm. 1365. Disponible aquí ↩
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Ver: Elizabeth Svoboda, “Could the gut microbiome be linked to autism?”, Nature, 2020. Disponible aquí ↩
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Lisa M. Christian, et al., “Gut microbiome composition is associated with temperament during early childhood”, Brain, Behav., and Immun., 2015. Disponible aquí ↩
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Kirsten Tillisch, Emeran Mayer, et al., “Brain Structure and Response to Emotional Stimuli as Related to Gut Microbial Profiles in Healthy Women”, Psychosomatic Medicine, octubre de 2017, vol. 79, núm. 8, pp. 905-913. ↩
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Para más información se recomienda escuchar el episodio diez de The Microbiome Podcast, una conversación con el doctor John Cryan. ↩
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Para una inmersión más profunda en el tema se aconseja ver la charla “VisceralMente: estilo de vida, microbioma y cerebro”, impartida por el doctor en ciencias biomédicas Isaac González Santoyo en la Sociedad de Científicos Anónimos (vertical Querétaro). Disponible aquí ↩