Una vez fui a un partido de fútbol en Tegucigalpa y no dejó de caerme orina desde la grada superior. Se jugaba el clásico de la capital entre Olimpia y Motagua y yo no le iba a ningún equipo. Solo quería observar. Y en el fútbol ir de antropólogo neutral es la peor posición posible. No hay afición entre la cual resguardarse ni gol que celebrar, lo que directamente te convierte en la botarga a vapulear. El Doctor Simi de los conciertos.
Bajo el intenso sol del trópico, solo en el segundo tiempo entendí el sentido de los chubasqueros. En bolsas de jugo o en vasos de unicel, el orín amarillo volaba por la grada de una hinchada a otra. Por aquel entonces Honduras era uno de los países más violentos del mundo, así que nadie se extrañó de que al día siguiente los periódicos midieran la intensidad del encuentro por el número de muertos y no por los goles. Sirva esto para describir el entusiasmo con el que se viven los partidos en Honduras.
Pondré otro ejemplo: en julio de 1969 El Salvador y Honduras mantuvieron una guerra de cuatro días que Ryszard Kapuściński popularizó como “la guerra del fútbol”. En realidad, el deporte fue la excusa para un conflicto bélico nacionalista entre militares de uno y otro país, que tuvo como detonante los partidos de clasificación para el Mundial de México 70. En poco más de cien horas murieron seis mil personas y más de veinte mil fueron heridas en una absurda lucha entre vecinos, entre dos países que, hasta el momento, habían convivido como hermanos. Sirva también esto para describir el entusiasmo con el que se viven los partidos en Honduras.
Cuarenta años después, un gol volvió a cambiar el rumbo del país en el momento más tenso de su historia reciente. Para ello necesito, no obstante, comenzar por el contexto.
Sucedió el miércoles 14 de octubre de 2009 durante un partido de clasificación para el Mundial de Sudáfrica. Yo estaba en Tegucigalpa cubriendo para el periódico El Mundo el golpe de Estado que cuatro meses antes había sacado al presidente Manuel “Mel” Zelaya del poder y del país. Aquella madrugada del 28 de junio de 2009, un grupo de soldados entró hasta la cama de Zelaya, lo subieron a un avión y lo sacaron del país. Al otro día, el presidente, que coqueteaba con la izquierda bolivariana, apareció en Costa Rica en pijama y con sombrero de cowboy para denunciar al mundo que lo despertaron con un arma en la cabeza y que una hora después estaba en un avión rumbo a San José.
Roberto Micheletti, un empresario de 66 años y dueño de varias líneas de autobuses, asumió entonces el poder apoyado por la oligarquía, los militares y el resto de los partidos políticos. Su promesa fue quedarse hasta la convocatoria de nuevas elecciones.
Al día siguiente, cuando la noticia se hizo pública, los seguidores de Zelaya comenzaron las protestas y pronto las calles se volvieron intratables por los bloqueos, la quema de comercios, las barricadas y las manifestaciones de rechazo al presidente de facto. Todas las protestas fueron reprimidas, mientras la Organización de Estados Americanos (OEA), Estados Unidos, México, Lula da Silva, Hugo Chávez y el planeta entero se esforzaban por solucionar el conflicto. El régimen golpista forzó un “apagón de noticias”, es decir, obligó a cortar las transmisiones a los medios de comunicación, lo cual fue condenado por Reporteros sin Fronteras. No habían pasado ni veinticuatro horas cuando miles de personas se concentraron en los alrededores de la Casa Presidencial y el Ejército abrió fuego con munición real.
El golpe marcó el fin de un gobierno de izquierdas que había tensado las cuerdas de la débil democracia hondureña desobedeciendo a las instituciones y forzando un referéndum ilegal sobre una nueva Constitución. La casta política tradicional y un buen puñado de las familias más adineradas del país, apoyadas por el Ejército, no soportaban ver el giro a la izquierda de un ranchero que formaba parte del ALBA (Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América), la organización económica creada por Fidel Castro, Evo Morales, Chávez y Rafael Correa.
Una semana después del derrocamiento, el 5 de julio, una avioneta venezolana intentó traer a Zelaya de vuelta, a lo que el gobierno de Micheletti reaccionó cruzando varios camiones en la pista de aterrizaje. Mientras, decenas de personas se concentraron frente al aeropuerto en apoyo al regreso del presidente, hecho que se saldó con un muerto. Fuera de Honduras la situación no era mucho mejor. La OEA suspendió al país centroamericano como miembro de la organización hasta que se restaurara “el gobierno democrático”, a la vez que todos los embajadores de la Unión Europea se retiraron en bloque. Los países vecinos, El Salvador, Nicaragua y Guatemala, anunciaron sanciones económicas, y el Banco Interamericano de Desarrollo y el Banco Mundial suspendieron la ayuda financiera.
En agosto las marchas en las dos principales ciudades del país, Tegucigalpa y San Pedro Sula, eran multitudinarias en favor del retorno de Manuel Zelaya y los disturbios asolaban las calles, a lo que el Ejército y el gobierno respondieron con violencia y decretaron un toque de queda en todo el territorio hondureño. La crisis política se profundizó aún más cuando en septiembre Zelaya logró regresar a Honduras y, para evitar su detención, se encerró en la embajada de Brasil. El gobierno decidió entonces cortar la luz y el agua a la sede diplomática, que se convirtió en el nuevo destino de todas las manifestaciones de protesta.
Micheletti, conocido en la calle como “Goriletti”, un hombre de modales toscos, daba muestras de fuerza reprimiendo las protestas, pero su permanencia pendía de un hilo. Con el país dividido, aislado políticamente y con la economía en quiebra tras perder el apoyo financiero de los organismos internacionales, el gobierno de facto no lograba imponer su narrativa golpista. Con la calle ardiendo, Micheletti mantenía su poder sobre los fusiles… hasta la noche del 14 de octubre de 2009.
Esa noche, después de una irregular eliminatoria para el Mundial de Sudáfrica 2010, las selecciones de Honduras y Costa Rica habían llegado al último partido con posibilidades de clasificarse y desde las ocho de la noche ambos equipos disputaban sus encuentros de forma simultánea. Costa Rica jugaba contra Estados Unidos en Washington y Honduras contra El Salvador en Cuscatlán. Las dos selecciones necesitaban ganar para llegar a la cita mundialista.
El partido de Honduras avanzaba sin goles entre el tedio y el sopor. Ningún equipo creaba ocasiones de gol hasta que los dos mejores jugadores de Honduras trenzaron una jugada mágica. David Suazo, un indígena garífuna apodado la “Pantera”, que jugaba en el Inter de Milán a las órdenes de José Mourinho, recibió un balón en la esquina derecha del ataque. Elegante como su apodo, controló, levantó la cabeza y soltó la pierna derecha, colgando un balón perfecto a la olla, donde esperaba la “Sombra Voladora”, como era conocido Carlos Pavón, otro negro garífuna. Su salto en el minuto 63 debería quedar guardado en los manuales sobre la mejor forma de hacer un remate de cabeza. Pavón llegó en carrera, se levantó sobre la defensa, giró el cuello de forma impecable y mandó con fuerza el balón a la escuadra, dando la victoria a su selección.
El país celebró el gol con gritos y abrazos, pero aún faltaba por disputarse media hora del partido Estados Unidos-Costa Rica. Desde ese momento toda Honduras cambió de canal para ver el final del segundo juego clasificatorio, que ganaban los centroamericanos. Cuando todo parecía perdido, Bornstein cabeceó un córner de Donovan al fondo de la red en el minuto 49 del segundo tiempo, con el que lograba empatar a Costa Rica y dar, por tanto, la clasificación a Honduras por diferencia de goles.
Cuando el árbitro pitó, unos segundos después, el país entró en éxtasis y miles de hondureños salieron a festejar. Calles, bares, plazas y centros comerciales se llenaron de gente celebrando la victoria. Las ciudades ya no estaban tomadas por las protestas de los seguidores de Zelaya, sino por fanáticos del fútbol envueltos en la bandera azul y blanca. Llantos de júbilo, abrazos, risas, cohetes y guaro hasta altas horas de la mañana. Por primera vez en muchos meses, golpistas y zelayistas se fundían en las calles en un gigantesco abrazo.
Al día siguiente, jueves, el presidente de facto Roberto Micheletti declaró día de asueto nacional y recibió a los jugadores en la Casa Presidencial durante una ceremonia transmitida por televisión. Poco después, el orondo mandatario subió con ellos las escaleras del santuario de Suyapa y todos se fotografiaron con la virgen. Por último, un autobús descapotable recorrió Tegucigalpa con los jugadores a bordo, mientras la capital se echaba extasiada a las calles. Religión, fútbol y poder resultó una combinación demasiado potente. El golpe había triunfado.
La euforia fue tal que Micheletti agradeció a los gringos haberle facilitado a Honduras “el visado para el Mundial”. “Vamos a traer a ese gringo [Bornstein] que metió ese gol, sin visado, que venga aquí a Honduras, que lo vamos a felicitar”. Fue el guiño irónico de Micheletti a la clasificación, después de que Estados Unidos le retirara el visado como medida de presión para que dejara el poder. Pero nada de eso le importó a él ni a nadie. Por segunda vez en su historia (la primera fue en España 82), Honduras estaba en un Mundial de fútbol. Desde ese día ya nadie se acordó de que en un hotel de la capital las partes negociaban una salida a la crisis política que paralizaba el país. Mientras todo esto sucedía, Manuel Zelaya seguía el partido desde una televisión en la embajada de Brasil, convertida en un zulo casi sin agua ni electricidad en el que no había las mínimas condiciones de salud.
Finalmente, Micheletti estuvo siete meses en el poder, hasta la convocatoria de elecciones en enero de 2010 que ganó el candidato conservador del Partido Nacional, Porfirio Lobo. A Lobo lo sucedió durante los siguientes ocho años otro candidato de su partido, Juan Orlando Hernández, hoy encarcelado en Estados Unidos por vínculos con el narcotráfico. Después de varios fracasos electorales, en 2021 Mel Zelaya cedió la candidatura del partido LIBRE a su esposa, Xiomara Castro, quien consiguió una contundente victoria electoral en las presidenciales de principios de 2022.
Si bien el golazo de Pavón consolidó el golpe de Estado, otro golpe más sutil y revolucionario se estaba dando en medio de las celebraciones. El gobierno de élites que manejaba el país no cayó rendido a la izquierda sino ante un grupo de chicos negros con rastas y aspecto de banda de rap que habían llevado a su selección tan lejos como soñaban.
Imagen de portada: Partido de Honduras contra El Salvador en el Estadio Azteca, Ciudad de México, 1969. Archivo El Universal