Desde la introducción a la antología Regreso a la Tierra, que reúne testimonios de nueve astronautas sobre la experiencia de volver a nuestro planeta, se revela lo injusto de proyectar sobre estos textos altas expectativas relacionadas a su capacidad para transmitir una reacción estética ante la novedad de saberse fuera de la atmósfera terrestre: “Al espacio no han viajado pensadores ni escritores. Los astronautas son profesionales de lo técnico: ingenieros, militares, científicos —lo opuesto, quizá, a lo literario—.” En efecto, la mayoría de los relatos de este volumen se quedan cortos si buscamos en ellos la comunicación poética de lo que significa despegar, alunizar, entrar en órbita y volver a la Tierra. Resultan más generosos, sin embargo, no en sus intentos por transmitir una experiencia única sino cuando dejan ver, en sus pequeños detalles, atisbos de la personalidad de cada astronauta, en lo nimio, en lo social, en el cuerpo mismo. El relato de lo concreto y lo pequeño es donde estos viajeros logran, quizás a pesar suyo, comunicar mejor el significado de su travesía. La experiencia desde el cuerpo, por ejemplo, es una constante que, a partir de la lectura empática, permite acercarnos más a lo vivido en el espacio que la descripción pormenorizada de hechos. Al Worden describe en cuatro páginas el trayecto de regreso desde una sensación que pasa del ascenso (“parece que estamos yendo directo hacia arriba”) al descenso (“Estábamos realmente cayendo a la Tierra”) con un estadio intermedio que recrea la experiencia de la caminata espacial y del trayecto de vuelta: “En cualquier otro momento […] había tenido la sensación de que había un suelo debajo de mí. Ahora, tanto la Tierra como la Luna eran lugares remotos, lejanos.” Imaginar ese tránsito en el espacio corporal es una forma de compartir la sensación de ingravidez que sin duda no podremos experimentar en carne propia. Es sintomático, en el mismo sentido, el testimonio del astronauta mexicano Rodolfo Neri Vela: su correctísimo recuento de lo ocurrido busca presentar datos de manera sobria, concentrado en una explicación que nos permita entender cada una de las cosas que ocurrieron durante el regreso y las primeras horas de vuelta a casa. No obstante, lo más fácil de recordar es un detalle pequeño: el momento en el que experimenta el alivio de recostarse sobre una camilla y sentir el apoyo y la gravedad por primera vez en días. Su compañero de viaje reconoce la sensación y la comparte. Y nosotros lo hacemos con ellos al imaginar el efecto de algo que suponemos tan novedoso como los cambios en la fuerza gravitacional. Frente a la tranquila objetividad de Neri Vela, otros astronautas expresan la conciencia de haber alcanzado una cumbre (“¿Y ahora, qué?”, se pregunta Buzz Aldrin), combinada con la dificultad de contar la magnitud del momento (“Algo extraordinario había pasado, y no sabía lo que era”, confiesa Edgar Mitchell). Lo cierto es que, puesto que la mayoría de los testimonios fueron escritos tras asimilar la vuelta a casa, están inevitablemente teñidos por la obligación retrospectiva de comunicar la grandeza del momento vivido. Al no ser éstas misiones colonizadoras, su objetivo se considera cumplido sólo con el regreso de los tripulantes. “Ahora era un astronauta de verdad”, dice Mike Mullane sobre la vuelta a la Tierra. No se es astronauta en el espacio, sino cuando se ha sobrevivido al viaje y se ha vuelto para hacer partícipe a la humanidad. De hecho, la llegada no sólo a la Tierra, sino a reencontrarse en persona con el otro, revela la mundanidad que existe detrás de lo que quisiéramos entender sólo en su dimensión de mayor alcance. Al Worden cuenta, con la naturalidad propia de su instrucción militar, el proceso de interrogatorios e informes al que se someten los tripulantes desde el día siguiente a su vuelta: “Pasamos más o menos el mismo tiempo en esos interrogatorios que lo que habíamos estado en vuelo durante la misión. Fue el mismo tiempo que le tomó también a nuestros cuerpos volver a la normalidad.” Del viaje se recupera el navegante gracias a la readaptación del cuerpo y a la reinserción en las obligaciones propias de la misión. Otros reencuentros, menos oficiales, son igualmente reveladores. No debería sorprender que lo primero que se le pregunte a Chris Hadfield sea sobre su ejecución de “Space Oddity”, que lo volvió una superestrella en internet, o que él mismo explique la importancia de tener a alguien que proteja sus objetos personales de manos voraces (“cualquier cosa que haya volado al espacio es una pieza de colección”), o que Scott Kelly viera cumplido su mayor anhelo cuando se sentó con su familia en torno a la nueva mesa del comedor. Worden relata que tras los interrogatorios del trabajo podía contar siempre con la visita de algún vecino. Aunque hace este recuento con amabilidad se asoma la confesión de que vivía estas visitas como socialización forzada: ¿qué podía decirle a quienes sólo querían estrechar la mano de alguien que acaba de volver del espacio? En el extremo opuesto está Edgar Mitchell, quien dedicó el resto de su vida a, como reza su semblanza, “expandir su mente”. Mitchell fundó el Instituto de Ciencias Noéticas en California, y el suyo es el único de estos testimonios que dedica varias páginas a intentar entender lo vivido más allá de la experiencia fisiológica. A decir de Mitchell, este impulso es común a varios astronautas: menciona la vida religiosa de Jim Irwin y Charlie Duke, la actividad artística de Alan Bean y Alexéi Leónov, el poemario de Al Worden, el activismo de Rusty Schweickart. Si para Anousheh Ansari volver a la Tierra es una suerte de renacer, y para los tripulantes del Apollo 11 parte de una misión de orgullo nacional, para Mitchell es el momento de luchar por entender nuestro sitio en el Universo y difundir la necesidad de esa lucha. El lector que busque un relato de trascendencia en este libro hará bien en comenzar por su testimonio. En sentido contrario, resulta refrescante por su franqueza la bitácora del cosmonauta soviético Valentín Lebédev. Es el único diario publicado que haya sido escrito desde el espacio. Esto es crucial: la redacción no cuenta con la ventaja de la mirada retrospectiva ni con el filtro de quien sabe que será leído. En su descripción de la rutina diaria entendemos que el viaje espacial no es sólo un proceso de aprendizaje, un acto concientizador sobre nuestra propia pertinencia e insignificancia, una vuelta a la pista atlética de la carrera espacial. Es, también, una chamba. Lebédev muestra sin filtros los desacuerdos con el control de la misión, el aburrimiento, las pequeñas alegrías con las que los cosmonautas son, empero, “incapaces de darnos un gusto”. La comunicación con la base se sostiene con alfileres: “Ahora todos nos hablan con mucha cautela, con temor a ofendernos.” La esposa de Lebédev “nos habla con mucha dulzura y nos trata de alegrar”. En vísperas de la vuelta a casa “sentimos que regresamos de un largo viaje de negocios”. Y, memorablemente, la vuelta a la Tierra no es el regreso a lo más pequeño, a lo insatisfactorio: “¡ahí vamos, de regreso al Gran Mundo!” Abandonar el espacio inmenso para volver a lo verdaderamente grande: la vida en la Tierra. Tras el lanzamiento del Dragon de SpaceX resulta especialmente pertinente leer la entrevista con Elon Musk que sirve como epílogo al libro. A contrapelo del espíritu de la compilación, Musk habla sin ambages de un viaje sin retorno: si la misión es colonizadora y no de exploración, no hay regreso posible. La enumeración de las dificultades técnicas, de la cantidad de vuelos necesarios para hacer habitable una porción significativa del planeta rojo, obliga a matizar con sobriedad los triunfos de décadas de viajes al espacio. Con todo y su afán de trascendencia, los astronautas que narran su regreso a una Ítaca planetaria son sólo pequeños hitos en un camino demasiado largo, que traen consigo vivencias innombrables, la confirmación de su sentido de pertenencia, la carga de una rutina que se vuelve más presente tras la experiencia irreal de pasar algunos días en órbita.
Gris Tormenta, Querétaro, 2019
Imagen de portada: El astronauta Scott Kelly mira por la ventana después del aterrizaje de la expedición 26 del Soyuz. Fotografía nasa/Bill Ingalls, 2011