Pertenezco a la generación que creció oyendo rock and roll: en mi infancia escuché los éxitos de Elvis Presley, Bill Haley, Gene Vincent, Ritchie Valens, etcétera. Los oímos en las estaciones de radio, al lado de boleros de Los Tres Caballeros, baladas de Mona Bell, rancheras de Miguel Aceves Mejía y tropicales de Celia Cruz y la Sonora Matancera. La estación más popular era Radio Éxitos, en el 790 del cuadrante de AM, el único que entonces existía. Ahí el hit parade convivía con nuestra música popular. Y también en la pubertad me fasciné con Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955) y lamenté mucho que se prohibiera la película de James Dean, el gran mito juvenil de la época. Muy quitado de la pena yo estudiaba la prepa en el CUM (Centro Universitario México), al que los malosos no sin razón llamaban “Centro Único de Maricones”. En ese tiempo la prepa era de dos años: 1961-1963 para mí; y ya desde entonces uno decidía el bachillerato de acuerdo con la carrera que pensaba cursar. Por influencia de mi padre, abogado, había elegido leyes. Sin embargo, a fines del 63 hice el examen de admisión a la UNAM en la Facultad de Derecho, pero a la hora de palomear la carrera a la que iba me salté leyes y marqué filosofía. Creo que esta decisión impulsiva obedeció a que en ese momento estaba leyendo El lobo estepario, de Hermann Hesse. Así de fácil.
En mi casa se armó todo un alboroto, pero no había nada que hacer. En enero de 1964 ingresé a la Facultad de Filosofía y mi vida cambió.Aquello era deslumbrante: Ciudad Universitaria, grandes maestros del exilio español, sus más brillantes discípulos enseñando marxismo, estética, historia de la filosofía; los cineclubes y las Islas… También ahí, a mediados de 1964, conocí a Carlos Monsiváis, quien (obviamente) de inmediato se volvió mi mayor influencia. En 1968 me casé con Patricia Olvera y nos fuimos a Yelapa, donde había una comunidad hippie en torno a una pareja gringa maravillosa, John y Sue. Ahí ensayamos la vida en comuna, pero también fuimos acosados por la tira de Puerto Vallarta. Luego regresamos a la ciudad en pleno movimiento estudiantil y participamos en las movilizaciones porque nunca habíamos dejado de estar en contacto con nuestros compañeros altamente politizados. Sólo tendré que decir que en las marchas nos las arreglábamos para fumar mota, aunque no era fácil, pues no sólo había que cuidarse de la tira, que hostilmente observaba todo, sino de los compañeros activistas recalcitrantes, que por supuesto no aceptaban a los pachecos. Para quienes se pregunten por nuestra logística para cumplir el deber hippie sólo aclararé que principalmente fumábamos dentro de autos. Resumo los pasos siguientes: el movimiento concluye, como todos sabemos, con el 2 de octubre y conlleva una depresión profunda, incluso en aquellos que estábamos prendidos con la experiencia psicodélica. Durante el movimiento, el Comité de Huelga había tomado las instalaciones de Radio UNAM, que en esa época se encontraban en CU. Básicamente se usó la emisora para transmitir los mensajes de los estudiantes en pie de lucha. A partir de este hecho, Rectoría, que estaba rehaciéndose luego del movimiento, decidió que ahora Radio UNAM debía abrirse a los estudiantes y en concreto dejar que el rock se incorporara a su programación. Por supuesto que se hizo de una manera muy institucional, pero gracias a ello un puñado de jóvenes ingresamos a la producción de programas de rock. El nombre de la emisión ya había sido decidido cuando llegamos: “La respuesta está en el aire”, que no estaba tan mal, aunque nos sonaba demagógico para ese momento. Y medio cursi, a pesar de Bob Dylan. Puede decirse que gracias al programa aprendimos a escribir sobre rock: nos documentábamos en las revistas estadounidenses e inglesas, cuando no las fusilábamos con toda impunidad; aunque justamente en eso consistió nuestro aprendizaje: reproducir, adaptar, traducir y parafrasear los textos que se publicaban en la prensa especializada de Estados Unidos e Inglaterra. Ya encarrilados en “La Respuesta…” presentamos los discos que iban apareciendo de Bob Dylan, Jimi Hendrix, Frank Zappa and The Mothers of Invention, Captain Beefheart and his Magic Band, Soft Machine, Small Faces, Kinks, Vanilla Fudge, Cream, Traffic, The Band, The Velvet Underground y el más largo etcétera en esa línea que no aceptaba concesiones. Rock ácido, sonido San Francisco, vanguardia inglesa, principalmente. Los discos eran todos viniles importados; en ese tiempo ni siquiera había casetes en el mercado y conseguíamos los elepés que necesitábamos en algún viaje de fayuca a la frontera, cuando no los traía algún amigo. También llegamos a comprarlos muy caros en algunas tiendas del entonces Distrito Federal. Y así se nos ocurrió proponerle al dueño de uno de esos lugares, Armando Blanco, del HIP 70, que nos proporcionara los discos a cambio de menciones de su negocio al final del programa: “El disco que hemos escuchado lo puedes encontrar en la discoteca HIP 70”. En esos tiempos heroicos “discoteca” aún quería decir “tienda de discos”. Un día se presentó en el HIP 70 el editor de la revista populachera México Canta, que incluía una buena dosis de rock en sus páginas, dirigidas por un periodista joven, Carlos Baca. El editor en cuestión era todo un personaje: se llamaba René Eclaire, de porte robusto, pelo pintado de castaño tirando a rojo, con lo que trataba de acentuar su ascendencia francesa, pero luego del primer intercambio de palabras resultaba evidente que era bien mexicano. Le dijo a Armando del HIP que necesitaba que le hicieran un periódico de puro rock; él le contestó que sí, pensando en nosotros, los que teníamos el programa en Radio Universidad, sin plantearse, por supuesto, si éramos capaces de hacer una publicación periódica con todas las de la ley. Cuando nos lo comunicó, todos dijimos que sí, aunque alguien preguntó: “¿Y eso cómo se hace?”. Nadie respondió, pero fuimos a ver a monsieur Eclaire a Santa Fe: su taller prácticamente estaba en medio del basurero que precedió al desarrollo urbano de todo lujo que ahora se encuentra ahí. Nos explicó que debía tener su máquina de rotograbado trabajando día y noche y que, por lo tanto, necesitaba nuevas publicaciones; agregó que, como ahora se había dado cuenta de que el rock vendía, estaba dispuesto a invertir en un periódico tabloide con información sobre bandas y toda esa onda juvenil que, al parecer, nosotros conocíamos. Le dijimos que sí, muy contentos, y como dios nos dio a entender empezamos La Edad del Rock (The Age of Rock), nombre que tomamos de un libro muy bueno que acababa de salir en Estados Unidos.
Mientras tanto, el periódico de la competencia —Piedra Rodante— adquirió más fama que el nuestro. Habían conseguido muy buen patrocinio de una cadena de zapaterías que llevaba el increíble nombre de “El Taconazo Popis”, a través de la gestión del publicista Manuel Aceves, un hippie chic que también se había movilizado para que la Rolling Stone gringa le diera los derechos de explotación en México de su nombre y de buena parte de su contenido. Sin duda, ante los ojos del mundo ellos eran los hippies sofis y para los pocos que nos registraban, nosotros éramos los jipitecas más bien ñeros, sobre todo porque nuestro editor era el mismo que el de México Canta. Pero no nos importaba, pues la oportunidad de hacer lo que quisiéramos era maravillosa. Y además nos pagaban, aunque no mucho. El número de La Edad del Rock que dedicamos al Festival de Avándaro fue francamente subversivo, pues contenía respuestas a los críticos que se escandalizaron, al mismo tiempo que hacía una abierta defensa de las drogas psicodélicas, o enteógenas; esta defensa iniciada en el número de Avándaro continuó en las siguientes entregas, hasta que abandonamos la revista para hacer Yerba. El nuevo proyecto surgió de la manera más fortuita. Guillermo Mendizábal, un editor singular, militante de izquierda y amigo de guerrilleros urbanos, además de espléndido profesional, había fundado junto con Rius la Editorial Posada, para publicar la historieta Los Agachados.1 En 1970, también con Rius y otros grandes caricaturistas mexicanos del momento, Editorial Posada había publicado La Garrapata, una revista de caricatura política francamente contestataria. Con estos antecedentes, Mendizábal, que para ese momento ya había ganado mucho dinero con Los Agachados y con una extraña revista llamada Duda, había montado el restaurante-cantina El perro andaluz, en el corazón de la Zona Rosa. Ahí se reunía con sus cuates, pura gente de teatro, hasta altas horas de la noche. En una de esas noches, en que como siempre se había bebido mucho, alguien retó al anfitrión, conminándolo: “¡A que no te atreverías a publicar una revista de pasados (así les decían los intelectuales fresas a los pachecos) que se llame Yerba!” No se trataba de una apuesta, como luego se dijo; en realidad lo que contaba para Mendizábal era el simple y sencillo reto editorial. Y por ello lo asumió, respondiendo enfático: “¡En menos de un año Yerba estará circulando!” Para seguir con esta especie de chiste, Mendizábal se puso a buscar a un director. Por su amistad con René Eclaire, a quien conoció en la Cámara de la Industria Editorial, el dueño de Posada le había echado un ojo a La Edad del Rock y decidió probar suerte con nosotros. Por una amiga común entramos en contacto. Yo no daba crédito: ¿hacer una revista que se llame Yerba? Pero era verdad y, sin dejar de producir la otra, nos pusimos a preparar la nueva, que sería en formato magazine, con 48 páginas a todo color y puros temas hippies, ya no básicamente rock, como eran la Edad y la Rodante. Parecía un viaje alucinógeno; pero era un viaje auténtico. Después de hacer varios números del periódico underground, como nos gustaba calificar a la Edad —porque, como todo mundo lo ignoraba, no sólo era underground por esa razón, sino también por la propaganda que le hacíamos al rock ácido y en general a la mota, los hongos y anexas—, decía que luego de publicar el periódico durante más de un año habíamos aprendido a producir revistas, no sólo a escribirlas. Y también seguíamos acumulando modelos estadounidenses e ingleses. Para este nuevo producto pacheco escogimos como punto de partida la revista Oz, a cuyo equipo le gustaba experimentar todo el tiempo con formatos y papeles diferentes. Tratamos de imitar la estética “psicodélica” de Oz y descubrimos que si no se tenía cuidado con los negativos (antes de los archivos electrónicos) y con la impresión, el resultado podía ser que la revista no se leyera para nada. A nosotros nos ocurrió mucho con Yerba, y nos defendíamos diciendo que nuestra revista no era para leerse sino para fumarse. También nos inspiramos en las revistas High Times —especializada en mariguana con un alto nivel de producción, realmente envidiable para la época— y Creem, una publicación más encaminada a la música que a otra cosa. Otra influencia gráfica decisiva para Yerba fueron los Comix, con x al final. Eran los cómics producidos por hippies para hippies. Un fenómeno estadounidense que se extendió rápidamente a Inglaterra.
Desde el primer momento —el reto editorial asumido en El perro andaluz— se eligió la variante ortográfica con “y” para el logo de la nueva revista. Así la usa el propio Octavio Paz en “Himno entre Ruinas”:
Cae la noche sobre Teotihuacán.
En lo alto de la pirámide los muchachos
fuman marihuana,
suenan guitarras roncas.
¿Qué yerba, qué agua de vida debe darnos la vida […]
La escritura de “yerba” no era, sin embargo, el uso extendido. Para muestra, un libro publicado en México por Editorial Grijalbo en 1974. Su título en inglés era Weed y fue traducido al español como Hierba. Aventuras de un contrabandista de marihuana. Su autor, Jerry Kamstra (obviamente un seudónimo), cuenta la experiencia que le propuso la revista Life: hacer un reportaje sobre el contrabando de marihuana a Estados Unidos, partiendo de los cultivos clandestinos de la sierra de Michoacán. Se trata de uno de los primeros testimonios bien documentados del narcotráfico en nuestro país.2
Desgraciadamente el reto de Mendizábal resultó efímero. Una vez hecho realidad, dejó de interesarle después de habernos embarcado. Así es el capitalismo, hasta el alivianado. La portada del primer número de Yerba (de los cuatro que existieron) es un dibujo de Zalathiel Vargas, un artista mexicano que era todo un caso aparte: luego siguió con su trayectoria de pintor neosurrealista y obtuvo éxito en Europa. El logo y el diseño fueron obra del gran coautor de Yerba, Sergio Valdez, caricaturista, historietista y maestro de artes plásticas; su nombre de batalla era Checo Valdez y lo conocí por Rius, Mendizábal y La Garrapata. Un geniecito que al descubrir la mota se conectó con un mundo plástico increíble, del cual, afortunadamente, Yerba formó parte. Actualmente sigue con su brillante carrera académica en la UAM y de vez en cuando se deja ver en las presentaciones de Rius. Dibuja para sus alumnos y para las comunidades zapatistas de Chiapas. Las portadas de los números dos y tres de Yerba también fueron de su autoría y para la del cuarto contamos con un dibujo del historietista del comix estadounidense Robert Dougherty. Con las páginas dos y tres de los forros hacíamos pósters. El dibujo-caricatura de los Rolling Stones es obra del gran caricaturista y dibujante mexicano Rogelio Naranjo, quien lo hizo a petición expresa nuestra. ¡Y hasta le pagamos! Nuestros índices solían ser diversos. En el del número uno, por ejemplo, había artículos de política (uno sobre el movimiento de liberación femenina y otro sobre la “polaka” universitaria de ese momento); sobre cine, con la onda “camp” de Orol; sobre el rock, enfocado desde la disyuntiva comercialismo o liberación; una reseña dedicada a un libro de budismo: el Udana, en traducción directa del pali al español por la especialista Carmen Dragonetti, quien también hizo el estudio correspondiente. (Aunque la reseña era seria, la cabeza no tanto: “Un asomón al Nirvana”.) En esa misma sección se presentaba un texto y otra reseña sobre un libro fundacional de la ciencia ficción, El hacedor de estrellas, de Olaf Stapledon, junto con dos extractos. La sección de discos reseñaba cuatro novedades importantes: Exile On Main Street de los Rolling Stones, Hendrix in the West de Jimi Hendrix; cito, por no dejar, la última frase de la reseña:
Hendrix estaba a mil años luz de todos los demás músicos de rock y este disco no hace más que corroborar la verdad que ya nadie niega: Hendrix fue el mejor.
Los otros dos discos reseñados fueron Cat Mother, el disco debut del grupo del mismo nombre y el primer álbum de Lou Reed como solista. La mera selección habla ya del gusto musical de los yerberos. De las secciones a destacar estaban “El Gurundanga”, una sátira del jipiteca que tiraba netas porque se sentía iluminado; el “Manual del Yerbero” sobre asuntos prácticos y ecológicos; “Atiza”, la sección de reseña de cómics, con la primera entrega dedicada a Robert Crumb. Y ya desde este primer número abundaban las historietas, tanto mexicanas como extranjeras, desplegadas a lo largo de toda la revista. También en este número se cubría el teatro, con una entrevista al director Julio Castillo, quien había puesto en escena una versión muy libre de El Evangelio. Julio nos caía bien porque también fumaba mota. Si no fuera por su nombre y el colorido psicodélico y la pachequez implícita, el contenido de esta revista hubiera podido pasar por una publicación cultural. Pero no. Era contracultural. En este periodo me divertí muchísimo y sobre todo lo hice con la mujer con quien hasta ahora comparto mi vida. Además, la verdad sea dicha, nunca había publicado mi experiencia. Parece que decidí salir del clóset, casi cincuenta años después. Nunca es tarde.
Este texto fue escrito para el diplomado “Experimentación y disenso: culturas subterráneas y heterodoxas en México 1956-2003”, llevado a cabo en 2015 en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, diseñado y coordinado por José Luis Paredes Pacho.
Imagen de portada: Movimiento de liberación femenina. Yerba, núm. 1. Cortesía del autor
-
No me detengo en esta historia, que también es muy importante para entender las publicaciones políticas alternativas en México; pero con este propósito les recomiendo el libro de memorias de Rius publicado en Penguin Random House en 2014, Mis confusiones: ahí encontrarán toda la historia contada por su protagonista, el monero michoacano. ↩
-
Siguiendo con el tema, hago notar la variante ortográfica de mariguana con “g” (a diferencia del libro anterior y del poema de Paz, que utilizan marihuana con “h”) en otra publicación de Penguin Random House, en 2013: La mota. Compendio actualizado de la mariguana en México, de Jorge Hernández Tinajero, Leopoldo Rivera Rivera y Julio Zenil. Las dos grafías son válidas, aunque a mí, en lo personal, me gusta más la mariguana con “g”. ↩