Todas las contraculturas se parecen entre ellas, pero cada una tiene sus propios motivos para sentirse desgraciada. En su nacimiento, en los años sesenta y setenta, destaca su alegría, su expresión confiada en relación con un magma de experiencias globales, internacionalistas, entre fronteras. Sin embargo, medio siglo más tarde su memoria tiende a lo local, a asociarse con un Estado, un territorio, una época. Es en relación con esa memoria nacionalizada de la que surgen los mitos de una contracultura, los relatos que cuestionan que una determinada experiencia no estuvo a la altura de otras contemporáneas, que duró poco, no fue rica en sus frutos, que lo fue en traiciones. Y, así, a propósito de la contracultura en España, por ejemplo, con motivo de las efemérides de mayo de 1968 o de las elecciones de 1977 —las primeras tras la muerte del general Francisco Franco—, asistimos a una proliferación de comentarios e intervenciones que niegan la impronta, o incluso la existencia, de aquella revolución cultural sucedida hace cuatro décadas que, a falta de un mejor nombre, llamamos contracultura. Aterrizando en los límites concretos del Estado español, se ha convenido que la contracultura emerge en los finales del franquismo en Sevilla, en la interacción entre jóvenes soldados de las bases estadounidenses (y desertores de Vietnam), músicos flamencos y estudiantes bohemios.1 Pero hay otros focos de irradiación también dignos de mención: las Ramblas barcelonesas, la isla de Ibiza o el norte de Marruecos, la frontera con la Francia insurrecta y, más tarde, con el Portugal de la Revolução dos Cravos.2 En los años setenta (y primeros ochenta) hubo importantes escenas underground en Galicia y Euskadi, Zaragoza, Madrid (el Rollo, la Movida) o Valencia (la Ruta).3 El movimiento contracultural se enfrentó abiertamente con las instituciones franquistas (iglesia, ejército, nación) y capitalistas (mercado, trabajo, consumo), al tiempo que desbordaba el tramado de las organizaciones marxistas ortodoxas. En el contexto de la transición a la democracia y la Constitución de 1978, la contracultura representa una apertura utópica hacia una sociedad emancipada y autogestionada que, en el plano cultural, produce revistas, fanzines, libros de poemas, cómics, discos, cine en súper ocho, arte urbano, grafiti y teatro independiente. No pocas veces bajo la influencia de psicoactivos. Por lo general, este término apela a las múltiples respuestas que amplios grupos de jóvenes le dieron a la crisis de la sociedad industrial durante la Guerra Fría. A ambos lados del Telón de Acero, un nuevo estilo de vida se definía en el rechazo a la sociedad disciplinaria, la economía industrial, la familia patriarcal, las religiones de Estado, la sexualidad reproductiva y el militarismo imperialista. La juventud contracultural defendía proyectos de emancipación que situaban la vida cotidiana en el centro y unían política y cultura, ética y estética. La contracultura entonces comprendía olas tan variadas como las de la psicodelia californiana, el 68 francés, argentino o mexicano, los movimientos hippy, yippi, autónomo, situacionistas, de derechos civiles, provo o incluso punk. También dentro del término caben otras tradiciones plenamente actuales, como la ecologista, la feminista, los movimientos queer o el derecho a la ciudad. O las luchas por la emancipación anticolonial, los colectivos de antipsiquiatría y las iniciativas de prensa underground y medios independientes. Desde otra perspectiva, la contracultura también puede ligarse al nacimiento de la informática y del diseño, como gérmenes del llamado capitalismo creativo y del neoliberalismo. La tristeza con la que hoy las distintas contraculturas se recuerdan tiene que ver con las progresivas derrotas tanto de los movimientos obreros como de las utopías juveniles frente a la contrarrevolución conservadora de los ochenta, en un contexto de reconversión industrial, represión política y mortalidad inducida. No pocas veces, además, los ciclos contraculturales tuvieron sepultureros (para)militares.
Contracultura y capital
La contracultura (término muy gramsciano) es la vanguardia de la cultura popular en una época industrial, nacida de la sociedad urbana y de masas, y puede entenderse como un fenómeno transhistórico, algo que existe en cada época, aunque de forma distinta. La bohemia decimonónica, el surrealismo de los 30, el situacionismo en los 50, la cultura del funk pueden verse perfectamente como escenas contraculturales en contextos y países muy distintos. Podemos ir aún más atrás: las repúblicas piratas, la picaresca barroca, la commedia dell’arte. De la contracultura resalta su carácter intercultural, que escapa de la lógica nacional, identitaria… Las contraculturas son híbridas, mestizas, saben aliarse en cada tiempo con lo popular y con las culturas de lenguas y comunidades reprimidas. Una parte de sus funcionamiento resulta contrahegemónico. Pero no sólo. Hay siempre un equilibrio complejo (y muchas veces productivo) entre prácticas contraculturales y otras instancias supuestamente ajenas, el dinero, el poder, el reconocimiento, los públicos masivos… Por ejemplo, casi todas las grandes músicas urbanas, de la samba al flamenco, emergen en escenas contraculturales, que posteriormente abandonan. También importa la relación entre movimientos contraculturales y nuevas tecnologías, como es el caso de la música electrónica o el sampler. Diríamos que cada momento histórico tiene el underground que se merece. La historia no se repite, pero rima, y cada nuevo momento contracultural cuenta con su propia memoria de luchas y experiencias anteriores, citas de poemas y canciones, oraciones a dioses olvidados o máscaras antiguas. Sus “rastros de carmín” (como lo expresa Greil Marcus en Rastros de carmín. Una historia secreta del siglo XX). Siendo cierto lo dicho, las circunstancias en las que una contracultura se expresa varían tanto como para cuestionar que se pueda utilizar un mismo término para comprehenderlas a todas. Las claves históricas de una contracultura son a la vez públicas y privadas, biográficas y de paradigma. Por ejemplo, detrás del brutal conflicto entre padres e hijos que se dio en los años sesenta y setenta, se expresaba la profunda transición en el capitalismo del modo de producción fordista hacia el neoliberalismo. Mientras padres e hijos discutían, se iban diluyendo las nociones de centros productores y periferias proveedoras, las barreras entre ocio y trabajo, consumidor y mercancía. Y, mientras padres e hijos discutían, eran reprimidos con las armas los intentos de emancipación de clases y naciones oprimidas. Del proceso surge triunfante un capitalismo creativo, que oferta deseos y servicios, y vende no ya productos sino imágenes de productos, logos y marcas. Es cierto que este capitalismo avanzado reelabora y coopta algunas de las ideas e impulsos de las contraculturas históricas. Pero también elimina otros. Porque el capitalismo no ve en el underground un aliado. Acaso recursos, ideas, tecnologías. En mi perspectiva, el underground, en cada época distinta, representa un proceso de construcción de formas culturales alternativas que tiene la capacidad de agregar a los desagregados, de reelaborar lo que la modernidad rompe. El underground produce imágenes desafiantes respecto de un orden establecido, en espacios periféricos, en el contacto entre personas diferentes. Las relaciones entre capitalismo y contraculturas son tensas y a veces productivas. Mientras haya lucha de clases habrá culturas a la contra, por más que en el capitalismo avanzado la relación entre identidad cultural e identidad social se haya complicado mucho, hasta el punto de no poder trazar equivalencias estables entre identidad, producción y consumo. No hay continuidad entre cómo dices que eres, cómo se te reconoce, cómo consumes y cómo produces. Pero es importante subrayar que, históricamente, la contracultura hizo algo más que expresar oposición, contrariedad o resistencia.
Social peligrosidad
En los años setenta, el poder utópico de la propuesta contracultural —la capacidad de sus sueños de amenazar el mundo existente al imaginar otro— puede medirse a través de la violencia represiva con la que se limitó su alcance, por ejemplo en España, donde adopta formas carcelarias y psiquiátricas. La Ley de Peligrosidad Social en 1970 lo ilustra,4 persiguiendo formas de vida y no delitos, convirtiendo a hippies o gays en enfermos mentales, y a desempleados en delincuentes, fumadores de mota y usuarios de pornografía. Una canción de la época nos lo recuerda: Social Peligrosidad, de Cucharada. Así, la cultura franquista reaccionaba seriamente frente a la juventud alternativa. Represión y cooptación eran entonces estrategias compatibles: por un lado, se combaten las prácticas contraculturales, pero al mismo tiempo la cultura hegemónica iba incorporando los rasgos más estéticos de las culturas juveniles. De este modo, en 1968 la televisión española emitía Último grito, un programa de espíritu contracultural, mientras se hacían redadas contra su público natural.5
Las contraculturas históricas, en gran medida, eran como un planeta paralelo. Las imágenes de curas y vecinos tirándole piedras a los jóvenes de las Coordinadoras Nudistas en las playas gallegas al fin de los años ochenta capturan bien esa distancia entre el universo tradicional y la utopía juvenil. Porque no sólo era un conflicto generacional, sino de conciencia. Y los conflictos mentales no siempre son inmediatamente perceptibles con la distancia del tiempo. Hay que saber dónde mirar para encontrar las líneas de fisura de una época. En nuestro caso no se encuentran en los escaparates del periodo. Si atendemos a la cartelería electoral de 1977 no vamos a encontrar grandes diferencias estéticas entre los partidos de izquierda y los continuadores del franquismo: en todos aparece un mismo tipo social, un señor serio, calvo y con bigote, un tipo al que podríamos llamar “el Político de la Democracia”. A esa criatura, un dibujante de cómic llamado Ceesepe lo caracterizó como “El Hombre Decimal”. Representaba la herencia del franquismo en los cuerpos y las vidas de la democracia. Su parásito. Romper con esa grisura a través de la estética era parte del proyecto del underground.
La generación bífida
A principios de 1981 se verifica el comienzo de un nuevo ciclo global con la presidencia de Ronald Reagan. Se trata del inicio de lo que se llama la contrarrevolución conservadora. Tienen lugar en ese año los disturbios de Inglaterra contra Margaret Thatcher y del “falso” golpe del 23-F en España. Ideólogos de la ultraderecha, como Steve Bannon, identifican el origen del movimiento neocon en ese punto justo. Y es que, hoy como entonces, las alt-rights del mundo quieren acabar con las herencias de las revoluciones contraculturales de los años sesenta. Para ello, proclaman una vuelta al nacionalismo de Estado y a los dispositivos patriarcales que las contraculturas desbordaron. Afirman que el 68 supuso una crisis de valores en Occidente de la que aún no nos hemos recuperado. Lo dicen Vargas Llosa y Lipovetsky. Es un lugar común a la (supuesta) izquierda y a la derecha. Hay una reescritura conservadora de las rupturas contraculturales de hace cincuenta años, incluso desde posiciones pretendidamente críticas. Pero eso no implica que no se diesen transferencias y mutaciones entre el mundo underground y la cultura sistémica. En la España de comienzos de los ochenta se impulsa una nueva cultura de Estado, que va a permitir la incorporación de secciones importantes de la juventud a la industria cultural. En este contexto es clave el apoyo que recibe la música rock por parte de los nuevos gobiernos socialdemócratas. En la reelaboración comercial del underground hay mucho en juego: legitimación, propaganda, públicos, prestigio, moda y la promoción de una nueva imagen nacional para la España sin Franco en el Mundial de 1982. Son los años de las giras multitudinarias de Mike Ríos. Entonces, expresiones antes reprimidas se vuelven mainstream. Se las apoya y generan beneficios. Es una compleja confluencia la que se da entre contracultura, propaganda, espectáculo, sociedad de masas, cultura popular y beneficios. Es un mundo extraño en el que heroinómanos, antiguos revolucionarios, divas pop, gestores culturales y jóvenes quinquis conviven. Esa porosidad social y esa mezcla son un fermento típico de las contraculturas en sus distintas fases. Al cabo, ¿qué es lo que dura? Todo lo nuevo se hace viejo, pero envejecer es siempre complicado. Desde los años setenta el mundo ha cambiado radicalmente, pero hay un conjunto de voces autorizadas que en España habían monopolizado la interpretación de la realidad durante décadas. Muchas de ellas surgieron justo después de las derrotas de la contracultura, habiéndolas atravesado, gestionándolas incluso. Hoy, en España, los cantos en favor de la monarquía son un buen resumen de lo que queda de aquel mundo progre que quería hacer la revolución pero se conformó con surfear el capitalismo. Los proyectos de los años setenta tenían vocación rupturista. Amparaban formas de pensar y vivir que iban más allá de la concentración de capital, el consumo y la sociedad del espectáculo. Se trata de lo que Eduardo Haro Tecglen y Rafael Chirbes llamaron “la generación bífida”,6 el camino que separó radicalmente a los antiguos compañeros de la lucha antifranquista en los años ochenta. Camino bifurcado que, simplificando brutalmente, condujo a algunos al parlamento y a otros a la heroína.7 Es un proceso que se repite en cada generación, cada vez que el mundo se hace viejo. Hoy, como hace cuarenta años, se dan fenómenos de envejecimiento social muy rápidos, pero también hay evoluciones coherentes, sólidas. Y también se dan importantes transferencias entre generaciones. La herencia de los setenta es evidente en ámbitos como los feminismos, la ecología o los movimientos de memoria. Figuras como Chicho Sánchez Ferlosio, Vainica Doble, Ocaña, Eloy de la Iglesia, Eduardo Haro Ibars o Núria Pompeia, o revistas como Ajoblanco, entre otras muchas, representan la vigencia, continuidad y riqueza de las alternativas transicionales. Son, si tal cosa es posible, algunos de los clásicos de la contracultura ibérica. Mantenerse con vida muchas veces es el mayor acto contracultural posible. Porque, paradójicamente, el vitalismo de los setenta llevó a muchos jóvenes a adoptar posiciones autodestructivas. Es justo, sin embargo, reconocer que una parte de la exagerada mortalidad juvenil del momento fue inducida: las condiciones carcelarias, la violencia ambiental, las enfermedades, el sida y la marginación… Como si dijésemos, muchos murieron antes de tiempo sólo por causa de la época.8 Porque en los años setenta primaba la voluntad de transgresión, el deseo de no adaptarse, de mantenerse al margen, viviendo de un modo alternativo, en desafío frente a las normas sociales de la sociedad franquista. Franquista y postfranquista, pues mirado con perspectiva la estructura del poder no había cambiado mucho. Garantizar la duración, siempre temporal (todo lo es), de un espacio autónomo ya es un modo de transgresión. Quizá el más importante. La lucha de la contracultura es el combate por la autonomía, económica, cultural, moral… Y la autonomía siempre es relativa. Siempre está emplazada. A esto lo llamaron ZAT (Zonas Autónomas Temporales) diversos colectivos situacionistas; es decir, espacios de posibilidad. Emilio Sola las llamó “intersticios de nomadeo”. Lo que hoy en Madrid representaba un espacio como el centro social okupado autogestionado La Ingobernable. O, en los setenta, bares como LaSal o La Vaquería, y cientos de espacios en fábricas y barrios.9
La contracultura ahora
Hoy las ideas de redes, cuidados o el mantenimiento de la vida son centrales para las contraculturas ecofeministas. Y hoy, como hace treinta años, la tensión entre vivir del dinero y crear cultura autónoma sigue siendo importante. ¿Cómo construir autonomía y tener acceso al dinero a la vez? Sin embargo, aunque el conflicto entre economía y cultura de base no haya cambiado, lo que sí se ha transformado, y radicalmente, son las condiciones materiales de la producción cultural. Cambia, como cuenta Remedios Zafra, la cantidad de trabajo no remunerado necesario invertido en la visibilización y la publicitación de la propia obra.10 El “entusiasmo” era una magnitud clave para la contracultura pero ahora lo es también para el capitalismo creativo, lo que convierte a todo profesional de la cultura, en cierto modo, en un contracultural. Las multinacionales pueden esperar a que tu cuenta de YouTube tenga miles de visitas antes de pagarte, ahorrándose subvencionar el proceso de formación de un artista y el riesgo de invertir en un producto incierto… Cada vez es más difícil separar las formas de la contracultura de las del neoliberalismo. La misma noción de autonomía ha cambiado profundamente, porque se desentiende de las condiciones materiales que la hacen posible, de su necesario carácter relativo. Pero, a cambio, se abren otros “ascensores sociales”, los de la cultura en red y la economía digital. Y emergen nuevas prácticas, vinculadas en la península ibérica con culturas migrantes globales de primera y segunda generación. Hoy el underground se sigue manifestando en otros códigos. Es fácil reconocer el mismo espíritu de la contracultura detrás de formas de arte urbano, de tejidos asociativos y protestas creativas. Los movimientos ciudadanos de 2011 pueden pensarse también como revoluciones culturales. Tejieron redes de solidaridad, abrieron comedores, crearon medios e instituciones alternativas, plataformas de denuncia de la corrupción, evitaron desahucios, defendieron los sistemas públicos de educación y salud. En el auge global del feminismo hoy vemos tensiones propias de una contracultura que deviene hegemónica. Y cambia. Las sectas de la contracultura actual son ricas y variadas, como las de siempre. Veganos, animalistas, decrecimientistas, extensionistas, Fridays for Future… Los movimientos que ponen la ecología en el centro son (y seguirán siendo) la revolución contracultural pendiente. También los que se ocupan de las diásporas globales. Un barco como el Open Arms es hermano del Rainbow Warrior, la cristalización histórica del Yellow Submarine: poesía que flota para cambiar el mundo. Otro elemento interesante de la emergencia contracultural actual tiene que ver con las maneras de democratización de los saberes, la palabra y la experiencia que se han dado a través de las culturas en red y de la tecnopolítica. Lo digo sin ninguna ingenuidad sobre las formas de dominio y borrado político: esas mismas nuevas tecnologías también vehiculan al servicio de una oligocracia digital. Pero me interesa subrayar la potencia del gesto redistribuidor que está detrás de las rupturas culturales, el volver a repartir poderes, agencias y conocimientos entre aquellos que supuestamente carecían de los mismos. A partir de 2011 es posible observar otras contraculturas. Nacen otra sensibilidad, otros gestos, otra ética. Desde ese año se desbocan nuevas formas de activismo, en una cultura que se filtra en los medios digitales, la literatura, la música y la comunicación política. Ajenas a las mismas, aunque a veces confluyan, desde hace diez años emergen prácticas culturales de carácter precario. Músicas globoperiféricas. Como el trap y otros ruidos afines. En España es la música de los hijos de la crisis del 2008, de su impacto en el país, de ese 20 por ciento de niños en riesgo de exclusión social en una España que se imaginaba parte de un club de ricos. Aquellos niños eran invisibles y se hicieron notar con su música. Chavales de barrio, condenados a formas de pobreza contemporáneas, en un entorno hostil en la Europa opulenta. Pero vienen armados, tienen una inmensa riqueza cultural. Son hijos de la inmigración, del multiculturalismo, del acceso a internet y del do it yourself. Autodidactas, aprendieron a pinchar, a rapear, a componer, a promocionarse, a organizar sus propios conciertos, sus propias marcas. Las nuevas músicas urbanas representan una ampliación del mercado, un mayor ancho de banda. Son contraculturas neoquinquis, herederas de la vibración marginal de los setenta y ochenta. Beben de músicos icónicos como Camarón porque en él reconocen una verdad peligrosa y marginal: la de tomarse la libertad de cambiar las reglas del juego. Cambiar las reglas del juego. He ahí un principio contemporáneo de las contraculturas. Los jóvenes traperos en España adoran al Camarón que de crío robaba no pan, sino helados. Los traperos se han inventado una escena y se buscan la vida haciendo buena música. Aunque pocos lo logren en verdad, es importante recordar que su tejido cultural es colectivo. Más allá de los dos o tres iconos, amparados por las multinacionales y por la mercadotecnia. De todos modos, siempre seguirá habiendo un nuevo underground cuando otro deje de serlo. Siempre habrá músicos como Miguel Grimaldo, Gatta Catana o Emilio José latiendo por debajo. La contracultura no suele estar donde se la espera. Ni tampoco espera.
Imagen de portada: Fotograma de Ventura Pons, Ocaña, retrato intermitente, 1978
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Como lo muestra el documental de Gervasio Iglesias, Underground. La ciudad del arcoiris, 2003. ↩
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Una visión de las Ramblas en esa época puede verse en el documental de Ventura Pons, Ocaña, retrato intermitente, 1978. ↩
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Para Galicia, ver el documental de Piño Prego y Guillermo Souto, El mono Paco, 2010; para Madrid el de David Álvarez, Lo que hicimos fue secreto, 2016, y para Valencia el de Juan Carlos García y Oscar Montón, 72 horas… Y Valencia fue la ciudad, 2008. ↩
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Esta ley se puede leer en https://bit.ly/3k7I4Cs ↩
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Pedro Olea, Último grito, Televisión Española. Un recuento del programa está disponible en https://bit.ly/3bsYjpM ↩
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Moncho Alpuente, “Bífidos”, El País, 20 de noviembre de 1988. Disponible en https://bit.ly/3qx0qyZ ↩
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Ver documental de Laia Manresa y Sergi Dies, Morir de día, 2010. Disponible en https://bit.ly/2NFLwYE ↩
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Germán Labrador Méndez, “‘Culpables por la Literatura’ I: La alarmante mortalidad de los jóvenes de la democracia (1985-1995)”, No cierres los ojos, Akal. Disponible aquí ↩
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Emilio Sola, “La Vaquería de la calle de La libertad: la movida que pudo ser y no fue”, Archivo de la Frontera, 2018. Disponible aquí y Fundación Espai en Blanc (coord.), Luchas autónomas en los años setenta. Del antagonismo obrero al malestar social, Traficantes de sueños, Madrid, 2008. Disponible aquí ↩
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Remedios Zafra, El entusiasmo, Anagrama, Barcelona, 2017. ↩