“Nuestro culto a la muerte es culto a la vida”, escribió Octavio Paz en su ensayo El laberinto de la soledad. Por la manera en la que celebramos la muerte, los mexicanos nos convertiríamos en aquel pueblo que, en lugar de temerle, la conmemora con felicidad. ¿De dónde viene esta actitud ante el deceso? Las opiniones se dividen entre un origen prehispánico y otro cristiano.
Desde el Pleistoceno —alrededor del año 13000 a.C.— en las cuevas de lo que hoy es Quintana Roo, se desarrollaron rituales ligados a la defunción. En el Preclásico prehispánico —entre 2000 a.C. y 200 d.C.—, aparece una amplia diversidad de tradiciones funerarias regionales: entierros bajo las casas en el centro de México o sepulturas en espacios alejados en el Occidente del país. En el periodo Clásico —200 a 900 d.C.— destacan las variaciones en las imaginerías mortuorias: mientras la iconografía maya abunda en representaciones de inframundos acuáticos poblados por animales y seres semidescarnados, las maquetas de las tumbas de tiro1 se limitan a replicar la existencia de los vivos.
Los relatos de viajes a espacios míticos son frecuentes en los documentos sobre las civilizaciones prehispánicas que se redactaron tras la Conquista. El relato de la travesía de los gemelos del Popol Vuh por el Xib’alb’a alude a ríos, barrancos y árboles espinosos, al cruce de un raudal de sangre y otro de agua y a la llegada de los hermanos a seis casas donde los señores de la muerte los ponen a prueba. Son también frecuentes en muchas zonas de México las menciones de difuntos que, transformados en animales, estrellas, dioses o montañas, intervienen en la existencia de los vivos.
Sobre las costumbres mexicas se describieron ceremonias a los fallecidos que tenían lugar en, al menos, nueve de las dieciocho veintenas del ciclo anual. En esos momentos, el pueblo guerrero del altiplano celebraba danzas, cantos y la confección de ofrendas que variaban en función de la clase social a la que pertenecían los muertos. En los códices Tudela y Telleriano-Remensis, algunos de los compiladores consideran que tales rituales eran análogos a las fiestas cristianas de Todos Santos y los Fieles Difuntos. Tal vez a partir de estas comparaciones es que nació la idea de las raíces prehispánicas de la celebración del Día de Muertos.
Si bien la rememoración de los propagadores del cristianismo había sido importante desde el inicio del culto, fue en 609, cuando el papa Bonifacio IV instituyó el Día de Todos los Santos al dedicar el Panteón de Roma —que antes evocaba a los dioses paganos— a la Virgen y los santos mártires, para lo cual se trasladaron reliquias desde distintas catacumbas de la ciudad. En el siglo VIII se comenzó a honrar también a los apóstoles, los confesores y los justos. Gregorio IV (827-844) extendió la solemnidad a toda la Iglesia latina y desplazó la fecha al 1 de noviembre, la época del año en que los infieles solían celebrar ritos paganos por el fin de las cosechas. La fiesta integró, desde entonces, elementos celtas y romanos subsistentes en distintas regiones de Europa.
A finales del siglo X, San Odilón de Cluny asignó la fecha del 2 de noviembre para la conmemoración general de los muertos en la fe. La contigüidad con el Día de Todos los Santos, intercesores de la humanidad, propició que pronto la nueva fiesta fuera adoptada por otras congregaciones y diócesis. La idea del Purgatorio, aceptada por la Iglesia en 1274 y ratificada por el Concilio de Trento en 1563, también jugó un papel importante en la difusión de la conmemoración del Día de los Fieles Difuntos, que se convirtió en una forma de socorrer a las almas en pena con rezos y limosnas. Así, los cristianos adquirieron la posibilidad de ganar la salvación para sus muertos y para sí mismos a través de la realización de obras pías.
Con esos antecedentes, los evangelizadores en la Nueva España se encontraron en una compleja situación: si las semejanzas con los rituales prehispánicos facilitaban la difusión de Todos Santos y el Día de los Fieles Difuntos, esas mismas similitudes entrañaban el riesgo de confusión. Así se expresaba al respecto Diego Durán:
Como ellos tenían sus fiestas de difuntos, una de difuntos menores y otra de mayores creo —y sin creo— podremos afirmar que mezclaran algo de ello con nuestra fiesta de difuntos […] Preguntando yo por qué fin se hacía aquella ofrenda el día de los santos, respondiéronme que hacían aquello por los niños, que así lo usaban antiguamente.
La dedicación del día de Todos los Santos a los niños sería, a la postre, una de las particularidades que adquirieron en México estas celebraciones.
Con la celebración de los días de muertos y la idea del Purgatorio, se propagó también la imaginería barroca: capillas y altares mostraban calaveras, esqueletos y una Muerte antropomorfizada (imágenes de raigambre prehispánica) asociados a las almas en el fuego siendo socorridas por santos. La finalidad era infundir en la población que vivía un complejo mestizaje, una conciencia sobre la finitud de la existencia y la necesidad de prepararse para la salvación. La fundación de numerosas cofradías de la Buena Muerte y de las Ánimas del Purgatorio contribuyó a mantener estos cultos en toda la sociedad y a tejer una red de solidaridad entre vivos y muertos, y entre ricos y pobres, a través de la caridad. En varias ciudades había animeros que, por las noches, recorrían las calles pidiendo, con una campanilla, limosnas para sufragio de las almas. Parece factible que de ahí se desprendieran, en parte, cultos populares como los del Ánima Sola o la Santa Muerte.
Durante la Colonia, las ceremonias a los muertos llegaron a extenderse por todo noviembre, “el mes de las ánimas”. En estas celebraciones había dos vertientes, una pública y otra privada.
En el ámbito más visible destaca la exposición, en diferentes templos, de reliquias para su veneración durante Todos Santos. También se montaban estructuras de cuerpo escalonado, llamadas catafalcos de ánimas, sobre las que se exponían imágenes y textos alusivos a la muerte. Doblaban las campanas todo el día 2 y, al término de la misa, se llevaba a cabo una procesión por las iglesias con responsos2 en cada sepultura. En estas fechas se trasladaban los huesos de las parroquias a los osarios adyacentes, con vigilia y misa cantada.
Por otro lado, los dones alimentarios constituyeron el rasgo más importante de la esfera doméstica. En España se hacía, sobre las tumbas de las iglesias, una ofrenda de pan, vino y cera, denominada “oblada”; los presentes permanecían durante la misa y luego eran recogidos por los curas. En algunas regiones solía repartirse un pan llamado “bodigo” (término derivado de votivo) junto con otras comidas, a personas desfavorecidas que, de alguna manera, representaban a los desamparados del Purgatorio, en cuyo honor se hacía el socorro. Tales usos llegaron a América y es posible que, para personas indígenas, las ofrendas de los europeos sobre las sepulturas tuvieran correspondencia con su costumbre de alimentar a los muertos. Esta clase de prácticas resultaron especialmente atractivas a la población por permitirle el desarrollo de una relación de reciprocidad directa con las ánimas: los fieles hacían sufragios para su pronta liberación y, a cambio, los muertos intercedían por ellos al alcanzar la Gloria.
Sin embargo, la Iglesia era una institución que cobraba cuotas por diversos servicios religiosos. El interés de algunos sectores sociales por evitarlas, así como por perpetuar ritos mortuorios no canónicos —como el Cabo de Año—,3 propició que, a la larga, predominaran las ceremonias privadas sobre las públicas y se popularizaran los altares familiares. Claudio Lomnitz se refiere a ello como la “domesticación del culto a los muertos”.
Mientras aquí se volvían cada vez más espectaculares las ceremonias a los difuntos, en el Viejo Mundo la Ilustración había conducido a una actitud más sobria. Aunque provinieran de Europa, para las élites educadas y los viajeros de los siglos XVIII y XIX, algunas prácticas ya resultaban extravagantes. Durante las Reformas Borbónicas, el racionalismo que imperaba en el gobierno condujo, por razones sanitarias, a modificar las costumbres de sepultura: los entierros dejaron de hacerse en las iglesias para trasladarse a panteones a las afueras de las poblaciones. La muerte ahora parecía algo que debía mantenerse distante de la cotidianidad y aquellos símbolos mortuorios que antes inspiraban temor, como las calaveras, ahora se empleaban con humor e ironía.
Al tiempo que inventaban el culto conmemorativo a los héroes nacionales, cuyos restos se trasladaban a lugares de honor, los gobiernos de distintas facciones que se sucedieron a lo largo del muy convulso primer siglo de la época independiente (el XIX), tuvieron que decidir si las fiestas del 1 y el 2 de noviembre habían de preservarse o suprimirse. Varios sectores las vieron como símbolos de atraso; sin embargo, después de su triunfo, los liberales optaron por mantenerlas debido al costo político que hubiera implicado su eliminación.
La ritualidad pública comenzó a adquirir un aire festivo en las grandes urbes. En la Plaza de Armas de la Ciudad de México, además de ofrecerse diversos productos, se vendían juguetes y golosinas y se presentaban espectáculos alusivos a la muerte. Bajo el gobierno del emperador Maximiliano, se popularizaron las representaciones de Don Juan Tenorio, de José Zorrilla, obra romántica que otorga un papel destacado a los difuntos. Textos como los de Guillermo Prieto e Ignacio Manuel Altamirano señalan que ricos y pobres se encontraban distanciados, tanto en el pomposo paseo del Zócalo —que para el Porfiriato se había extendido a la Alameda— como en las visitas al cementerio. No sin prejuicio, afirman que el abundante consumo de pulque por parte de los menos favorecidos durante la costumbre de ir a “llorar el hueso” solía provocar desorden.
Fue en ese ambiente de tensiones de clase que, durante las últimas décadas del siglo XIX, la prensa comenzó a difundir aquellos textos que, con el nombre de calaveras, recurrían al tema de la muerte para satirizar la manera idealizada en que la oficialidad trataba a ciertos personajes públicos. A la par, los grabadores Manilla y Posada publicaban imágenes en las que, a fin de mostrar su obsolescencia, representaban como esqueletos a los porfiristas.
La desmedida mortalidad que provocó la Revolución marcaría, luego, una violenta ruptura con la tradición decimonónica. La reconstrucción ideológica emprendida a inicios del siglo XX condujo a la revaloración de la cultura popular como atributo de identidad; mejores tecnologías de la información, como el cine y la radio, facilitaron la propagación por el orbe de los nuevos símbolos de mexicanidad. Serguei Einsestein, en ¡Qué viva México! (1930); Diego Rivera, en Día de Muertos (1944) y en Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central (1947); Malcolm Lowry con Bajo el volcán (1947); y Juan Rulfo en Pedro Páramo (1955) fueron algunos de los muchos intelectuales que, a través de sus obras, promovieron el exotismo de la festividad mexicana de la muerte. Hay que señalar que la mayoría de ellos desarticula el Día de Muertos de la esfera católica y transforma lo religioso en adhesión nacional.
Durante la segunda mitad del siglo XX, el Estado emprendió diversas campañas para difundir el ya secularizado festejo como alternativa a la penetración de la tradición estadounidense de Halloween. Entre ellas, la inclusión, en la década de 1980, de ofrendas a los difuntos en los libros de texto de la SEP bajo el rubro de “nuestras tradiciones”. Además de impulsar el turismo de cementerios, con Mixquic y Janitzio como principales destinos, se promovió una artesanía mortuoria que se inspiraba tanto en las obras de los grandes maestros como en las facturas populares de épocas anteriores. El rol de la ofrenda pasó así, del intercambio ritual a la conmemoración.
El cambio de milenio trajo consigo otras importantes transformaciones. En 2008, la UNESCO dotó de universalidad al Día de Muertos al reconocerlo como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Ese nuevo estatus no solo provocó que aumentara el interés internacional, sino también que las empresas hayan comenzado a invertir en su temática e iconografía. Mattel creó una versión de los muñecos Barbie y Ken con traje “mexicano” y pintura facial de calavera, la empresa china Xigua vende esferas navideñas decoradas con coloridos cráneos, y en la tienda de aplicaciones Playstore se pueden descargar videojuegos sobre el mismo tema. Las intervenciones cinematográficas han tenido aún mayor impacto pues, más allá del impulso que dio al desfile de Día de Muertos el filme James Bond 007: Spectre, de Sam Mendes (2015), películas como Coco, de Lee Unkrich (2017) han emulado las concepciones mexicanas del deceso para propagar el discurso individualista de la búsqueda de la libertad.
Un cambio mayor es el que trajeron consigo los “teléfonos inteligentes” y las redes sociales. Hoy no basta con visitar el cementerio o poner un altar al interior de la vivienda, se requiere dejar constancia de ello en imágenes y videos que se propagan por el planeta. La celebración de Día de Muertos adquiere así una dimensión performática en la que, por su participación en actos colectivos, las personas adscriben a título individual la polisémica esfera de la mexicanidad.
Si volvemos a nuestra pregunta inicial, podemos responder, en síntesis, que el origen del Día de Muertos no es único y que, aún cuando algunos elementos provengan de la época prehispánica o la cristiandad primitiva, las prácticas actuales no podrían ser comprendidas sin considerar el sincretismo, la domesticación, la patrimonialización y la universalización que ocurrieron en los quinientos años posteriores a la Conquista. Nuestra ceremonia aparece, de hecho, como una estructura capaz de albergar manifestaciones muy diversas; habríamos de pensar, tal vez, que su riqueza no radica tanto en su invariabilidad sino en la flexibilidad creativa que el motivo de la muerte despierta.
Imagen de portada: Diego Rivera, Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central, 1947. Museo Mural Diego Rivera
Se conoce como “tumba de tiro” al depósito de restos humanos y ofrendas al interior de cámaras subterráneas que comunican con la superficie a través de un tiro o túnel vertical; este tipo de entierros eran comunes en la zona occidental de lo que hoy es México, es decir, Michoacán, Jalisco, Colima y Nayarit. ↩
El responso es una liturgia fúnebre católica que celebra un cura y en la que participan los fieles con diversas oraciones. Durante este acto solemne se recuerdan las buenas acciones del difunto a quien se dedica el rito. ↩
El Cabo de Año es una misa que se celebra un año después de la muerte del fiel cristiano. Tiene sus orígenes en la idea prehispánica de que el difunto necesita completar ciertas transiciones para convertirse en un ancestro de su comunidad. Sin este proceso, los familiares y allegados al muerto pueden recibir daños del alma vagabunda. ↩