En junio de 2011 sabía muy poco de Corea del Sur. Revisé mis aparatos y advertí que tres de ellos eran marca Samsung y dos LG. El país había entrado a mi casa antes que a mi conciencia. En el avión a Seúl, leí una entrevista con Le Clézio. El escritor francés estaba en Corea, donde vivió varios años, participando en un congreso sobre literatura y globalización. En su opinión, si ves rostros asiáticos, africanos y europeos a gran velocidad no distingues las razas. Lo decía como un elogio, un rasgo de complicidad. Me pareció curioso que celebrara esa utopía de la similitud. ¿Tiene sentido que la identificación con el otro sea un truco de tahúr, fotos barajadas de prisa? Al aterrizar encontré miles de caras orientales. ¿Qué tan rápido tendría que verlas para confundirlas con la mía? El aeropuerto de Incheon es el quinto más activo del mundo. La mayoría de los pasajeros no se queda ahí. Se trata de una plataforma provisional que reparte gente por toda Asia. Circulé por pasillos amplísimos, rutilantes. Un inmenso cartel explicaba las costumbres del lugar: Dynamic Korea. Varias puertas conducían a un destino tal vez metafísico: “Automigración”. ¿La gente viajaba hacia sí misma? Era algo más práctico: un ojo eléctrico leía el pasaporte de Corea del Sur y permitía un acceso instantáneo. En 2011 ésa era una novedad en el mundo y la aduana automática me pareció arriesgada. ¿Podía confiarse la entrada al país a la lectura del iris? —Aquí es fácil reconocer a un terrorista —me explicó minutos después Daniel Ji, quien iba a ser mi guía durante las próximas dos semanas—: los extranjeros se notan demasiado. Recordé la ilusión de semejanza de Le Clézio. El prerrequisito de la seguridad coreana consiste en detectar al otro. Tenía dieciséis horas de diferencia respecto a México, mi punto de partida. La realidad cobraba la trémula consistencia de una película con problemas de proyección. Las sorpresas de Corea del Sur se presentaban en forma tenue: autopistas que parecían flotar entre verdes colinas. Ante ese paisaje me informaron que el 30% de las lluvias se precipita en julio. Estábamos en junio. El clima perfectamente regulado tenía el atractivo de la belleza amenazada: un mes más tarde se abrirían cincuenta millones de paraguas. Daniel Ji me dio su tarjeta de visita. En Corea las cosas importantes se entregan con las dos manos para realzar su importancia. Mientras más pequeño es el objeto, más significativo parece. El cronista debería poder transmitir sus impresiones como si las entregara con las dos manos. ¿Cómo comunicar portentos que se relevan con celeridad de zapping sin producir la homogeneidad anhelada por Le Clézio? Durante quince días de ilusiones ópticas, mi principal actividad sería el parpadeo. Corea del Sur se atraviesa por tierra en ocho horas y responde a un singular patrón cromático: los monjes budistas visten de gris, las iglesias cristianas encienden enormes cruces de neón rojas o blancas, el museo del videoartista Nam June Paik tiene la forma de un riñón de cristales negros, el viento trae arena amarilla de China, la isla de Jeju reinventa el verde, y los televisores de alta definición muestran una realidad acrecentada, hecha por un Dios que acaba de estrenar crayones.
Los cartógrafos reparten pollo
Un ubicuo cartel publicitario mostraba a un hombre con una flecha azul. En junio de 2011 ocurría un viraje copernicano: por primera vez las calles tendrían nombres. Esto desconcertaba a un país acostumbrado a moverse gracias a una descripción narrativa del espacio. La casa uno suele ser la más antigua de la manzana. Para llegar ahí, es necesario saber que está cerca de una puerta de entrada a la ciudad, junto a determinada fábrica o frente al condominio equis. En caso de duda, se aconseja consultar al expendio de pollo frito más cercano. Cada dos o tres esquinas hay motociclistas que sirven de cartógrafos. En marzo, los habitantes de Seúl habían recibido un sobre con un contenido hermético y temible: la dirección donde viven. Muchos se sintieron trasladados a otra ciudad. Me interesó la supersticiosa desconfianza ante los nombres. “¿Ya sabe cómo se llama su calle?”, le pregunté a todo mundo. “Me voy a perder en mi propia ciudad”, contestó un anciano que acababa de comprar almejas. “Todo esto es Siberia”, un joven señaló un barrio recién clasificado. Las placas azules con los nombres de las calles causaban desconcierto, irritación, bromas, respuestas exasperadas. Me identifiqué plenamente con la causa. Para un extranjero, lo normal es estar perdido. Sin embargo, al cabo de unos días descubrí una especialidad coreana: todo mundo se queja de lo nuevo, pero lo aprende de inmediato; la molestia de estar ante algo distinto es superada por la curiosidad de conocerlo. En quince días la inseguridad ante las direcciones se difuminó por completo: los coreanos sabían a dónde ir; siempre lo habían sabido, pero ahora disponían de otra capa de conocimiento. En esos quince días yo me transformé en un atavismo, alguien con la costumbre atávica de ir a un delivery de pollo frito para aprender geografía. Una vez que descifras el laberinto de Seúl y entras en una casa, el detalle más folklórico no es una artesanía. En cada cocina hay un refrigerador común y otro de menor tamaño con la temperatura entre 0 y –1 grados. Ahí yace el kimchi, col en estado de fermentación que acompaña todos los guisos. Antes, el kimchi se almacenaba en vasijas oscuras, hechas de una cerámica “que respira”. En las zonas rurales aún es posible ver extensos sembradíos de vasijas. El rumor de Corea: los refrigeradores ronronean, las vasijas respiran, las coles se fermentan.
Confucio tenía razón
Pasé una noche en un hotel tradicional en Hahoe, junto al río Nakdong, el más extenso de Corea. La aldea fue fundada en el siglo XVI por un estudioso de Confucio. El hotel de cuatro habitaciones estaba a cargo de un expublicista que huyó del estrés de Seúl. Al anochecer, me invitó una cerveza en un pequeño cuarto de madera, con vista al río. Comentó que la arquitectura china privilegia la dimensión y la japonesa el detalle; la coreana se caracteriza por su armonía con el entorno. Dormiría en el suelo, la cabeza apoyada en una almohada que parecía una piedra de tela. Caminé de noche a orillas del río. Estaba lejos, en un sitio desconocido. Mis compañeros de viaje dormían en un albergue de la ciudad antigua. Sin embargo, me sentía completamente en paz. Nada podía salir mal. El activo orden de Corea del Sur te excede en tal forma que anula las sospechas. Puedes ser ingenuo sin que eso resulte grave.
Si se mueve, es comestible
En el mercado de pescados y mariscos Jagalchi, de la ciudad de Busan, encontré serpientes, crustáceos, conchillas, ostras, caracoles, peces vivos en cajones de agua (uno se le escapó al pescadero y fue acuchillado en el pasillo), ballena en trozo, tortugas, mantarrayas, cangrejos de Rusia, gusanos de mariposa, medusas, animales desconocidos, húmedos, salinos, surgidos de las profundidades, siluetas que hacían pensar en la creación del mundo o plagas del porvenir. El mercado es atendido mayoritariamente por mujeres. Casi todas llevan sombreros atados con mascadas. Sus maridos se dedican a la pesca. Los escasos vendedores hombres parecen buzos cansados de contener la respiración. Salimos a la intemperie y caminamos junto al agua. Olía a yodo y a mariscos. A la distancia, desde unas rocas, un cuerpo se lanzaba al mar. —Una mujer buzo —informó Daniel. Explicó que sólo las mujeres hacen ese tipo de pesca. En Busan visitamos un templo budista donde se suele aguardar el año nuevo. Tiene un vasto mirador para contemplar el amanecer. La gente se acerca a la estatua de Buda y le toca la panza para tener un hijo varón. Las piedras son ofrendas. Hay que encaramar una arriba de otra. Las columnas se alzan con equilibrio inverosímil, como plegarias minerales. Afuera del Museo de Pesca nos acercamos a un estanque con carpas acostumbradas a que les den de comer. Abrían la boca en la superficie del agua, con parsimonia de becarios que saben que recibirán su donativo. Otros peces atraen por un defecto. El bok es una variante del pez globo (swellfish) y del fugu japonés. Un cocinero experto debe quitarle la vejiga tóxica. En caso de que falle, la carne queda impregnada de veneno y no hay antídoto. El pez sería menos atractivo si perdiera su condición de ruleta rusa. El sabor de la carne blanca, sumida en caldo, es delicado. Me llamó la atención que en el menú el mismo pez tuviera distintos precios. —El bok viene de China: el caro es salvaje, el barato es de granja —informó Daniel. Comimos pez de granja, que difícilmente es venenoso. Un pez tóxico pirata. Me decepcionó la falta de riesgo pero debíamos respetar nuestro presupuesto: quince dólares por persona, que permitían comer en forma opípara, siempre y cuando prescindiéramos del veneno.
La Ciudad del Libro, un modelo para armar
El trazo urbano de Seúl es difícil de discernir. Junto a un rascacielos puede haber un edificio de cualquier tamaño y pocos barrios responden a un estilo uniforme. El río Han es tan ancho que no articula la ciudad; la divide. En sus orillas, las avenidas inauguradas en los Juegos Olímpicos permiten circular a una velocidad de videojuego. Sin embargo, cada sitio ofrece un microcosmos de confort. Es muy sencillo hallar un rincón con buena comida, cibercafés, tiendas, una librería, alguna atracción local. El desorden de Chonju, Busan y Seúl estimula en forma extraña. En cada sitio tuve la sensación de que podía ser feliz ahí sin la necesidad de integrarme. Un bienestar con estímulos tan variados que no requiere de una comprensión de conjunto. En Busan entramos en un túnel y perdimos la señal del GPS. Fuimos a dar a un puente larguísimo. Daniel aprovechó el regreso a la superficie, es decir, a internet, para informarme que Asia es el continente de los puentes largos. De los veinticinco puentes más largos del mundo, quince pertenecen a China y otro a Taiwán. El puente número veintiséis es coreano. Mide poco más de 18 kilómetros y conecta la tierra firme con el aeropuerto de Incheon. En 1989, después de la desaforada expansión urbana, se planeó una ciudad desde cero, “en busca de la humanidad perdida”. ¿A qué propósito debía servir? Normalmente, esa pulsión utópica conduce a la edificación de una nueva capital. Pero Corea del Sur no buscaba celebrar los afanes del poder, sino su herencia espiritual. Así surgió la Ciudad del Libro, cuya primera fase se terminó en 2005. Más de doscientas editoriales se trasladaron ahí. Visité este falansterio de la razón en día festivo. A la extrañeza de encontrar edificios inspirados en un austero funcionalismo, se unió la de recorrer un lugar desierto. Cada bloque era una pulcra variante del cubo o el rectángulo, pero el conjunto resultaba incómodo. Los edificios conformaban una serie opresiva de tan regulada. Una curva hubiera parecido ahí un acto disidente y una espiral, un delirio. Para articular el espacio, se privó a la ciudad de la espontánea participación del desorden. En la Ciudad del Libro las señas del tiempo no dependen de los habitantes sino del óxido que tiñe los muros. El efecto es paradójico: la elegancia pensada para la escala humana produce una impresión alienante. Con el bullicio de un día laboral la sensación debe de ser distinta. Sorprende que la ciudad pueda vaciarse en forma tan completa. El descanso rigurosamente coordinado le otorga una condición fantasma. En domingo, la ciudad cesa. Regresé a Seúl y recuperé la intensa disfuncionalidad urbana. En un jardín a orillas del río Han conocí a un grupo de autistas digitales, adolescentes que han pasado demasiado tiempo ante la computadora y son llevados a un campamento para que recuperen la misteriosa vida diaria y reaprendan el misterio de untarle mayonesa al pan. El río Han es suficientemente ancho para generar una ilusión de naturaleza. En la otra orilla hay edificios, pero se difuminan en la bruma, al modo de los palacios en miniatura que decoran las tazas de porcelana.
Trepidantes diversiones
Los coreanos tienen prisa para todo, menos para salir de la peluquería, donde el 10% del tiempo se destina a ocuparse del cabello y el resto a un elaborado masaje de manos y pies. Una vez peinados, los coreanos se despeinan al ritmo del K-Pop, corriente musical dominada por adolescentes de minifalda escocesa. El inconmensurable mercado chino ya se agita a ese compás y Francia se ha rendido a las coreanas en flor. Algunos de los grupos más conocidos de 2011 eran Shinee, Girls Generation, DBSK (siglas de Dong Ban Shin Ki, “Espíritu de Oriente”), 2NE1 (pronunciado “tweeny one”), y 2 p. m., que rivaliza con 2 a. m. En playas, discotecas y centros comerciales vi a los ubicuos representantes del K-Pop. Las reguladas coreografías proscribían la espontaneidad. La sincronía de los bailes, la intensidad de la música y la irrealidad de las escenografías hacían pensar en desaforadas discotecas del espacio exterior. Sometidos a una severidad de monjes tecno, los músicos anunciaban una sensualidad a la que no tenían derecho (por contrato, los jóvenes músicos tenían prohibido enamorarse). La industria del sentimentalismo no podía desperdiciar el encuentro del K-Pop con la telenovela. Durante mi visita, las respiraciones se suspendían a las diez de la noche desde el paralelo 38 hasta la isla de Incheon para ver El mejor amor, romance entre un galán del melodrama y una cantante. Los efectos del ginseng se comprueban en los tambores. El país es una potencia que percute, congregando a hombres y mujeres armados de mazos que aporrean pieles con atlética acrobacia. El pansori combina el teatro con las danzas populares y la música tradicional. Cerca de Andong presencié una función con disfraces y máscaras, donde sólo actuaban hombres. Las tramas dependían de la comicidad de lo grotesco. Un noble buscaba recuperar su testículo y encontraba el de un buey; con la típica codicia de la aristocracia, decidía usarlo, convirtiéndose en motivo de burla. Otra obra trataba de un monje expulsado de un convento que se enamoraba de una mujer a la que veía orinar. La naturalidad con que los instrumentos tradicionales se insertan en la vida moderna me pareció extraordinaria hasta que escuché dos catedrales de la cursilería: “Love is Blue” y “Eres tú”, interpretadas por instrumentos vernáculos y órgano eléctrico. El kitsch es la expresión cultural mejor globalizada: en todas partes resulta igualmente horrenda. En sus ratos libres los coreanos aprovechan para continuar los juegos de computadora que tienen pendientes. Uno de los más populares era Paladog, protagonizado por un caballero andante del futuro que luchaba contra momias. El héroe utilizaba armas medievales para despedazar enemigos en vistosos asteriscos. Sus escuderos pertenecían al reino animal (ratones, osos, un pingüino y una tortuga). En el metro, la gente tenía la cabeza levemente inclinada hacia abajo, no por cortesía oriental, sino porque consultaba su celular. En los primeros días pensé que consumían infinitos mensajes de texto. Luego supe que trataban de aniquilar momias en el Paladog.
Una belleza busca marido
El chamanismo es profesado por gente de diversas religiones que lo asume como último recurso para la desgracia. Hong Teahan, profesor especializado en tradiciones coreanas, nos citó en las afueras de Seúl para llevarnos a una sesión en la que una chica trataría de librarse de sus males. Subimos por una senda donde las construcciones se volvían más escasas. Entramos a un sitio arbolado, de tierra apisonada, rodeado de pequeños cuartos. A la derecha había una caseta con un baño. Un perro reposaba, atado a una estaca. Antes de iniciar la sesión, vimos a un chamán parado sobre un cuchillo. Según explicó Teahan, esa suerte de faquir está en extinción. El chamán que nos atendió tenía voz de mujer y manos de hombre. La amplia vestimenta de colores, mezcla de túnica y kimono, era definitivamente unisex. Cuando lo vi fumar con enjundia de cowboy, confirmé que se trataba de un hombre. Antes del rito, habló por celular, mientras caminaba por el patio. Llevaba zapatos Crocs. Se los quitó para pasar a la pequeña sala presidida por una rubicunda deidad que confundí con Buda. Se trataba de un dios de reparto, uno de los 273 que dominan el imaginario coreano. Un tapiz con el tema de un congreso divino mostraba lo sobrepoblado que está el cielo en esa parte del mundo. En el altar (decorado con flores de papel en tonos encendidos), había nabos y lechugas, un pulpo entero, guisos para la cena. Una vez más, sobraría comida. Había prisa para iniciar el procedimiento. El único detalle que me hizo sentir en un lugar sagrado (es decir, donde estoy en falta) fue el siguiente: me pidieron que por respeto abrochara el último botón de mi camisa. Luego me indicaron mi sitio en el suelo. Ahorraron otros protocolos y comenzaron a servir platillos de variada abundancia en una mesa al centro del cuarto. La cliente que nos permitiría ver su rito tenía 33 años (como suele pasar en Corea, parecía de 22). Para eliminar los malos espíritus, pasaron sobre ella una bola de arroz recubierta con 33 frijoles dulces. La chica era zurda, muy hermosa y lucía devastada. Mi cuchara chocó con la suya en el caldo común. La sensación de intromisión hubiera sido absoluta de no ser por los músicos, que comían con desparpajo y por el chamán de labios pintados y cara blanca por el maquillaje, que salía a cada rato a hablar por teléfono. Tal vez porque estábamos en las afueras, rodeados de vegetación, había más mosquitos que en el centro de Seúl. En el patio, dos tableros atraían a los insectos con la luz neón y los achicharraban. Cada tanto, nos llegaba el chisporroteo sacrificial de los mosquitos. La premura tenía que ver con la comida. Después de la cena, las pausas fueron lentísimas, el chamán se cambió quince veces de ropa, danzó y descansó mientras la música prefiguraba la eternidad. El rito chamánico sigue un guión inflexible: purificación, saludo a los diversos dioses, petición a los ancestros, reflexiones sobre la comunidad. Se reparten papeles de colores que simbolizan destinos, animales, elementos constitutivos de la Tierra, direcciones del cosmos. Entre sollozos, la chica que nos permitió ver su rito confesó que se sentía abandonada. Era pobre y demasiado vieja para conseguir marido. En los muchos descansos, el chamán restaba importancia al acto, saliendo a conversar o a fumar. Su actitud era del todo ajena a la de la solicitante, que permanecía sumida en el dolor, más allá de todo alivio. Creía en el rito con más fe que los organizadores. Durante la ocupación japonesa el chamanismo estuvo prohibido. El profesor Teahan explicó que el rito aún está sometido a una persecución silenciosa. Agregó que no hay estadísticas sobre cuántos surcoreanos lo practican porque se teme que sean casi todos. Cuando me despedí, cuatro horas después de haber llegado, el ambiente era el de una fiesta que languidece. Los músicos pasaban a los gestos habituales de quienes acaban de tocar: contar billetes y compartir bromas. La chica lloraba en un rincón.
Rumbo al día anterior
Poco antes de abordar el vuelo de regreso, fui testigo de otro contraste. Unos actores recorrían los pasillos del aeropuerto, con barbas y bigotes honestamente postizos, disfrazados como el rey Sejong y su séquito. Lograron llamar la atención, pero no tanto como un grupo de K-Pop que regresaba de gira. Rodeados de guardaespaldas dos veces más altos que ellos, los esquivos adolescentes provocaron alaridos de admiración. Durante quince días había estado al día siguiente de mi propia vida, siempre atrás de lo que debía entender. El personal de tierra de Korean Airlines hizo movimientos de tabla gimnástica para anunciar que el vuelo estaba listo. Nuestro destino era el pasado. Cada día los coreanos contemplan la luz más nueva del mundo. No se equivocaron al poblar las playas donde amanece antes. Para nosotros, están en el futuro.
Imagen de portada: Faroles para conmemorar el natalicio del Buda. Foto: Verónica González Laporte.