Descendiente de Constantino el Grande, que vivió entre los siglos IV y VII, Patricia escapó de un matrimonio forzado y finalmente tomó el velo contra la voluntad de todo y todos. Iba en peregrinación desde Constantinopla a Tierra Santa cuando Dios, que tenía otros planes para ella, la hizo naufragar en la pequeña isla de Megaride, donde mucho tiempo más tarde se construiría el Castel dell’Ovo. Allí la virgen estableció una pequeña comunidad de oración y se dedicó a ayudar a los necesitados hasta su muerte, ocurrida algún tiempo después. Esto es todo lo que se sabe de ella. O lo que no se sabe, porque se trata claramente de una leyenda hagiográfica que, en sus variantes, probablemente tenga poco o nada de histórico. Por lo tanto, resulta imposible saber quién fue santa Patricia. En primer lugar, no se puede comprobar si alguna vez existió una mujer con ese nombre, que parecería ser más bien un identificador de nobleza o al menos estar relacionado con Patrocinia, otra denominación de la virgen. Lo que es cierto es que había un antiguo culto dedicado a ella […]. Sus reliquias descansan ahora en la iglesia de San Gregorio Armeno, donde fueron finalmente trasladadas en 1864. Patricia era capaz de controlar los elementos naturales. Entre las diversas reliquias que, según se dice, trajo consigo desde el Oriente, se encontraba uno de los clavos de la crucifixión,
que entre los muchos milagros que ha hecho, y aún hace, es que habiendo sido llevado desde la antigüedad en procesiones para implorar la lluvia del Dios Todopoderoso, siempre se obtenía aquesta, además de liberar y librar a los oprimidos por el Demonio.
Para ser precisos, en las descripciones más antiguas (que ya eran bastante fantasiosas), solo se mencionaba que el clavo había sido formado con el hierro fundido de uno de los clavos de Cristo, pero de ahí a entenderlo como un instrumento de la crucifixión, no hubo más que un paso. Se dice que para liberar y distribuir sus virtudes, las monjas sumergían el clavo en el agua bendita que luego se dispensaba a los fieles. Puede suponerse además que este objeto mágico tuviera también algún poder sobre las tormentas marinas, que Patricia debía conocer bien: ¿acaso no había sido arrastrada por la violencia de las olas? ¿Acaso no había desembarcado y muerto finalmente en la pequeña isla de Megaride, donde también había llegado y muerto la sirena virgen Parténope, a la que estaba vinculado el origen de la ciudad? Está claro que muchos de los rasgos de la santa, al menos tal y como los transmite hasta nosotros la tradición, se basaban en realidad en los de la sirena mitológica, con la que Patricia compartía —además de una relación especial con las aguas— sus orígenes orientales, su orgullosa virginidad, ciertos aspectos de su historia y el trasfondo de Nápoles, donde tuvieron lugar asombrosos acontecimientos. Patricia estaba hecha a imagen de Parténope, pero la sirena no sería su único modelo. Aunque ya había realizado muchos milagros, aún le hacía falta algo que la distinguiera de los demás santos: Tal vez la capacidad de hacer que su propia sangre se derritiera e hirviera; la misma sangre que, al parecer, las monjas habían guardado durante algún tiempo. Sin embargo, había algo extraño: a pesar de que algunos documentos litúrgicos de los siglos XIV y XV, probablemente influidos por la propia reliquia, llamaban a Patricia “virgen y mártir”, el relato hagiográfico apuntaba que ella había tenido una muerte natural. Para resolver esta incongruencia, llegó a formularse una leyenda en la que la sangre de la santa había surgido milagrosamente mucho después de su muerte, cuando “un caballero romano” —o, como se diría más tarde, “un creyente fanático que se había curado en presencia de los huesos de la santa”—, tras pasar una noche junto a sus restos vive un arrebato de devoción y, en una práctica que no puede sino recordar a la incubatio, le arranca una muela y se la lleva. Lecturas freudianas aparte, la historia, que a nadie le pareció descabellada, tenía la ventaja de enlazar en una sola narración el origen de dos reliquias diferentes: no solo la sangre, sino también un diente “tan blanco y manchado de sangre viva”. De esta manera, se alimentó la popularidad de Patricia, que sin ser mártir pero con una gran cantidad de sangre a su disposición, acabó eclipsando a los santos Nicandro y Marciano que, al parecer, habían sufrido un martirio de verdad. La santa estaba lista para dar el salto. Y en efecto, la licuefacción de la reliquia parece haber tenido éxito durante algún tiempo, hasta el punto de que un registro de la primera década del siglo XVI se refiere a la “sangre congelada de dicha Sancta Patricia dentro una ampolleta la cual el día de la fiesta suya se hace caliente y hierve”. Sin embargo, en algún momento de la segunda mitad del siglo, parece que esta actividad taumatúrgica desaparece Surge una hipótesis que apunta a “la providencia oculta de Dios” como responsable; mientras que otra más pragmática explica que la reliquia ya no se exhibía para los fieles. El hecho podría estar relacionado con la introducción de medidas más estrictas para controlar el claustro, de acuerdo con los dictados del Sínodo de 1565. En los años siguientes, para evitar la entrada de personas ajenas al monasterio (los embarazos eran muy frecuentes entre las monjas de Santa Patricia en aquella época), se decidió que la iglesia principal, donde se guardaban las “ilustres reliquias”, fuera frecuentada únicamente por las monjas. Este periodo parece corresponderse con el inicio del aparente silencio taumatúrgico de las reliquias, que los fieles no podían ver porque eran recibidos en una capilla más pequeña, perpendicular a la primera y con acceso directo desde la calle. Sin embargo, a partir de 1582 o 1583 las monjas recuperaron el permiso para abrir al público la iglesia interior en ciertas ocasiones litúrgicas y fue entonces cuando aparentemente se reanudó el milagro. Es poco probable que se trate de una mera coincidencia temporal. Sin embargo, fue necesario empezar de nuevo para recuperar la visibilidad perdida. No fue fácil: en los años noventa del siglo XVI la licuefacción todavía no era una gran noticia, si se considera que quienes imprimían la hagiografía de Patricia podían describir el diente y mencionar hechos relativamente recientes sin decir una sola palabra sobre la reliquia de la sangre. En esta operación de palingenesis taumatúrgica fueron cruciales los años comprendidos entre los siglos XVI y XVII, ya que
finalmente las venerables monjas de dicho monasterio observan desde 1600 que cada viernes del año, hacia la hora novena [las tres de la tarde], la misma sangre se encuentra licuada por sí misma y, pasada esa hora, se endurece por sí misma.
No es casualidad que Patricia eligiera el viernes para manifestarse: en esto la sangre de la virgen idealmente tomó prestado el ritmo taumatúrgico del clavo de Cristo que trajo a Nápoles y que, en el pasado, “había sido visto el Viernes Santo, a las nueve, exudando sangre viva en forma de gotas de sudor”. Y, de hecho, el vínculo entre Cristo y Patricia, a pesar de que ella no padeció martirio alguno, fue inmediato, debido a las numerosas reliquias vinculadas con la Pasión que, según se dice, fueron traídas a Nápoles por la virgen y que ahora enriquecen a la iglesia: no solo el santo clavo, sino también una espina de la corona, varios trozos de la cruz, parte de la columna donde Cristo fue flagelado, una tira de su túnica y una del santo sudario. Patricia tenía una verdadera aspiración al martirio. Evidentemente, en la muerte más que en la vida. Sin embargo, el modelo que quería seguir era otro. Además de la narración del viernes, se entretejieron diferentes historias sobre la licuefacción y el burbujeo de su sangre: una afirmaba que el fenómeno se producía “cada vez que se coloca la sangre en el altar y se dice la misa de santa Patricia”; otra, que ocurría cuando la ampolleta se colocaba cerca de la cabeza de la santa; otra, cuando se colocaba delante de la reliquia de su diente. Fue esta última versión la que se impuso, quizá porque la muela —a diferencia de la cabeza, que solo se añadió tras el traslado de 1551— ya era objeto de un culto consolidado. Fue también al extraer el diente que, según la leyenda, había surgido la sangre prodigiosa, así que casi de forma automática se estableció una relación entre ambas reliquias. El mecanismo diente-sangre podría haberse descrito de la siguiente manera:
[..] cuantas veces como el diente predicho se encuentra con su sangre, se ve en un momento dado, ante el increíble asombro de los que lo observan, revivir, sonrojarse, crecer, dilatarse, volverse líquido y hervir como si hubiera sido arrancado del santo cuerpo a fuerza de cuchillo o incluso de hierro afilado hace apenas unas horas […] luego vuelve a endurecerse como hemos dicho de la sangre de san Genaro con su cabeza.
¡Incorregible, Santa Patricia, que en su búsqueda de un estilo taumatúrgico personal había terminado por imitar a san Genaro! Poco después, en efecto, se uniría a él en el panteón de los mecenas de la ciudad, en el que fue admitida en 1625. En efecto, en la Nápoles de los siglos XVI y XVII, una sangre que se fundiera y solidificara solo podía tener como modelo a la del antiguo obispo. Sin embargo, con el paso de los años, los mecanismos particulares que funcionaban como detonante del milagro de santa Patricia, en específico el binomio diente-sangre, se habrían olvidado paulatinamente. La disolución, al parecer, empezó a producirse espontáneamente los viernes —hay quien dice que solo los Viernes Santos— y especialmente el 25 de agosto, es decir el dies natalis de la virgen, a pesar de la coincidencia de esta fecha con la fiesta de san Bartolomé, cuya sangre, según algunos, se licuaba y hervía al acercarla a la reliquia de la piel del santo. Desde un punto de vista práctico, el hecho de que la iglesia de santa Patricia se articulara en dos contextos separados debió desempeñar un cierto papel estratégico en la gestión del calendario de los acontecimientos taumatúrgicos. En efecto, desde finales del siglo XVI, la iglesia interior, es decir el verdadero sanctum sanctorum, abría solamente los Jueves y Viernes Santos y los días 24 y 25 de agosto, es decir, los dos días de los principales milagros y de sus relativas vigilias. El ritmo de los espectáculos sobrenaturales estaba, por tanto, dictado en cierto modo por el calendario de apertura de la iglesia interior. Solo más tarde se cambiaría la fecha de las recurrencias del viernes al martes, manteniendo la ceremonia más importante el 25 de agosto. Y esta es la cadencia con la que el fenómeno sigue apareciendo, incluso después del traslado de la reliquia a la iglesia de san Gregorio Armeno en el siglo XIX. Se podría decir, entonces, que todo ocurrió en nombre de una continuidad. Sí, más o menos: habría continuidad si no fuera porque la reliquia milagrosa de sangre, que ahora se ofrece a la veneración de los fieles, es diferente de la que se exhibía en el pasado. En primer lugar, el relicario que ahora se exhibe es obviamente distinto del original. Basta con compararlo con una foto publicada en 1951 pero que debe datar de antes de la guerra. La ampolleta es bastante grande y parece casi llena de sangre. Está colocada en un arca cilíndrica extraíble, que se apoyaba sobre un pie ornamentado con una urna que contenía en el centro el diente de la santa . El relicario de forma trapezoidal que se expone actualmente es bastante diferente. Además, este alberga dos ampolletas distintas: una es abultada y contiene mucha menos sangre de la que aparece en la imagen; la otra contiene una sustancia rosada que en algunos textos se describe como probable sudor de Patricia. El texto hagiográfico medieval en el que se introduce el episodio de la extracción del diente arroja luz sobre el misterio en tanto que hace referencia a “dos vasos de cristal” en los que se habría recogido la sangre. Sin embargo, uno de ellos nunca se exponía a los fieles. De hecho, solamente en una de las dos jarritas se produjo el milagro, hasta el punto de que en el siglo XVII algunos sugirieron que la otra había sido entregada al responsable del intento de robo de la muela y que este “con gran devoción, a su tierra se la llevó”. El misterio se resuelve por una aclaración que acompaña a la fotografía publicada en los años cincuenta:
Además de este relicario hay otro con dos ampolletas: en una, más pequeña que la principal, hay una sustancia roja casi pulverizada; en la otra hay una sustancia de color rosado, que se mueve lentamente. En esta ampolleta está escrito: Manna S. Patritiae. Tal vez, como dijimos antes, era el líquido que goteaba de la tumba de la santa.
¿No sería entonces este el relicario en el que se produce ahora el milagro? ¿Qué pasó en aquel momento? Al parecer, durante la segunda Guerra Mundial la ampolleta principal se guardó en algún lugar seguro. La más pequeña habría sido ofrecida a la veneración de los fieles, pero durante las vicisitudes de la guerra, la sangre allí contenida se licuó inesperadamente, cambiando su color de negro a rojo, como el color de la sangre de la ampolla grande. Así, después de tantos siglos, se produjo otro milagro en la sangre de santa Patricia. Este hecho fue asegurado por muchos testigos, entre ellos el doctor [Antonio] Amitrano, que en cuarenta años nunca había visto licuarse aquel coágulo de sangre negra, parcialmente pulverizada. ¡Deo gratias! Pero en este punto hay que deducir que, una vez pasada la emergencia bélica, la ampolleta principal ya no ocupó su lugar en la exposición periódica o, si lo hizo, no permaneció allí demasiado tiempo. Quién sabe, la exclusión podría haberse debido al “fenómeno de sedimentación que se produce en el recipiente, por el que el volumen de la parte que se observa líquida disminuye con el tiempo”, como declaró Ennio Moscarella a finales de los años ochenta. En cualquier caso, la más pequeña se habría beneficiado de esa oportunidad de ganar visibilidad y, al imitar a la más grande, se habría hecho autónoma. En conclusión, lo que aún hoy se puede presenciar es un milagro de la guerra: antes, aparentemente, no se había producido. Además, este prodigio se realizó por intercesión de una santa que, al no haber sido nunca incluida en el calendario universal de la Iglesia católica, también fue retirada del calendario de la archidiócesis de Nápoles en 1976. Porque para hacer milagros no hace falta ser santos, sino solo tener cuerpos que se crean venerables. Especialmente en tiempos de guerra.
Francesco Paolo de Ceglia, Il segreto di san Gennaro: Storia naturale di un miracolo napoletano, Einaudi, Turín, 2016, pp. 217-223.
Imagen de portada: Winsolw Homer, Early Morning After a Storm at Sea, 1900-1903. The Cleveland Museum of Art [Dominio público]