La idea de viajar en tren puede ser muy romántica. Como si esa sensación de ver el paisaje en movimiento, cuando lo que se mueve es el vagón, nos sumiera de inmediato en un trance evocativo. Un ferrocarril es más que un simple medio de transporte. Es, también, una máquina del tiempo que suele ir en reversa. Movilidad y añoranza. El Tren Maya —aun sin haber arrancado, sin existir siquiera— convoca cierta nostalgia. Una nostalgia anticipada. La melancolía del presente, del mundo que existe —y nos deslumbra con su belleza— ahora. Antes de.
Más allá de las promesas de desarrollo y las esperanzas de un futuro mejor para la península de Yucatán, el proyecto del Tren Maya contempla un recorrido por sitios muy singulares y toca un punto sensible: la selva tropical del sureste de México, la segunda más grande del continente americano después de la Amazonia. Es por eso que la idea del tren también puede resultar inquietante. ¿Se puede evitar que la expansión urbana y turística que se anuncia afecte al medio ambiente? ¿Qué tipo de crecimiento se avecina? ¿Habrá que correr si se quiere atrapar algunos paisajes en la memoria?
Por lo pronto, las campanas suenan por el daño que ha causado la construcción de esta obra de más de mil 500 kilómetros. En su extenso recorrido por cinco estados (Chiapas, Tabasco, Campeche, Quintana Roo y Yucatán,) el ferrocarril serpenteará a través de un ecosistema único, hogar de comunidades indígenas descendientes de los antiguos mayas. La región incluye dos reservas de la biósfera y una decena de áreas naturales protegidas, donde habitan los últimos jaguares, monos ruidosos, infinidad de aves, millones de murciélagos asustadizos, algunos tapires y animales que han estado antes que cualquier ser humano.
Un reino de naturaleza exuberante donde los ríos son venas subterráneas, como Sac Actun, el afluente bajo tierra más largo del mundo (155 kilómetros), y se multiplican los cenotes, esas albercas naturales al aire libre o dentro de bóvedas adornadas de estalactitas. Un lugar privilegiado donde existe una enorme laguna azul de agua dulce y hay cuevas fantásticas que se enlazan en laberintos, como aquella en Tulum en la que se hallaron los restos de la mujer más antigua de América, una Eva que vivió hace millones de años.1
Ese mundo, inexorablemente, cambiará. De hecho, ya está siendo transformado. Con el tren, toda la península será más accesible, más transitada, más urbanizada. Y es natural la polémica. No solo por todo lo que la construcción de una obra de esa magnitud implica, sino por la manera en que se está llevando a cabo. A trancas y barrancas. Apresuradamente. Con el afán inexplicable, a no ser por motivos políticos, de terminar en una fecha límite: diciembre de 2023.
Una discusión que pudiera haber contribuido a la búsqueda del menor daño posible, si no estuviera contaminada por la polarización, ha derivado en un absurdo dilema entre desarrollo y medio ambiente. Como si la ecología estuviera reñida con el progreso cuando es precisamente lo contrario.
De un lado, los promotores de la obra, que se asumen como desarrollistas víctimas de ataques políticos. Del otro, conservacionistas, con décadas de trabajo en la región, despachados por los primeros como “seudoambientalistas” y “conservadores” al servicio de oscuros intereses, sin detenerse un minuto a considerar en sus argumentos.
El matiz ideológico que se le ha pretendido dar a la controversia sobre la construcción del Tren Maya, como si se tratara de un duelo político, ha dejado en segundo plano el debate de fondo sobre el modelo de desarrollo que se propone para la región. Un modelo que pudiera ocasionar en el futuro más daños ambientales que la propia ejecución de la obra. Los apocalípticos lo resumen en una palabra: cancunización.
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Cuando a finales de 2018 se anunció el proyecto, el gobierno mexicano asumió un compromiso inalcanzable: no tirar un solo árbol. No era posible. En realidad, nadie esperaba un tren que se deslizara por mil 500 kilómetros sin rozar una planta. Desde entonces, han caído muchos árboles. Ceibas, palmas, cedros… Y no pocos, en vano. Después de sacar no uno, sino catorce mil árboles en el camellón central de la carretera Cancún-Tulum (según cifras oficiales, otros siete mil habrían sido trasplantados), se decidió cambiar la ruta del Tramo 5.
El tren ya no pasará por allí debido, fundamentalmente, a la protesta del sector hotelero. Lo hará más allá, unos kilómetros selva adentro. Ahora es posible observar dos cicatrices en la zona: la del camellón desierto —donde hubiera podido evitarse el daño— y, también, una larga mancha de troncos quebrados y secos en medio de la espesa alfombra verde.
Gran parte de las denuncias se centran en el trayecto de Playa del Carmen a Tulum no solo porque atraviesa la selva, sino por la fragilidad de los suelos calizos —“un queso gruyer”, en palabras del biólogo Rodrigo Medellín— y por los cenotes que estarían en riesgo. En este trecho de casi setenta kilómetros se puso la carreta delante de los bueyes al iniciar los trabajos sin haber presentado los estudios de Manifestación de Impacto Ambiental (MIA) exigidos por la ley.
¿Por qué se evadió este trámite cuando el Tren Maya “es un proyecto para mejorar la calidad de vida de las personas, cuidar el ambiente y detonar el desarrollo sustentable”, según la premisa del Fondo Nacional de Fomento al Turismo (Fonatur), encargado de la obra? Fue solo después de que un juez ordenara suspender los trabajos, en respuesta a un amparo interpuesto por buzos y espeleólogos, que el organismo presentó el estudio ante la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat) para su aprobación.
El apuro ha jugado en contra del propio proyecto. A la planeación insuficiente —hasta ahora ha habido siete cambios de ruta en distintos tramos— se suma la ausencia de estudios geofísicos para evaluar la idoneidad de los suelos para el paso de un tren rápido de pasajeros y carga; y la falta del consenso deseable, expresada en al menos veinticinco amparos contra diferentes tramos. Punto aparte: la información brindada a las comunidades antes de la consulta indígena (2019) solo hizo referencia “a los posibles beneficios y no a los impactos negativos” de la obra, como concluyó la Oficina del Alto Comisionado de Derechos Humanos de la ONU.2
El Tren Maya, en realidad, no es un proyecto verde. Y su construcción ya ha arrojado suficientes pistas al respecto. Aunque se prometa sembrar millones de árboles para mitigar los daños, el Tren Maya es, sobre todo y esencialmente, una gran apuesta por el turismo masivo. Una actividad difícil de conciliar con el desarrollo sustentable, como lo demuestra la explotación de Quintana Roo, donde se han hecho concesiones a la industria sin reparar demasiado en el medio ambiente. Basta con asomarse a lo que el argot turístico denomina hot spots de la Riviera Maya —Cancún, Playa del Carmen y Tulum— para tener una idea.
¿Puede un lugar como Bacalar, conocida como “la laguna de siete colores”, resistir el impacto del tren? ¿Podrá mantenerse limpia con un desarrollo a lo Playa del Carmen o Tulum? Con un flujo anual de 180 mil turistas, los expertos han denunciado que la calidad del agua y la vida del arrecife ya se encuentran amenazadas por la “saturación turística” y la actividad de granjas. No hace falta ser científico para detectar la fragilidad ecológica de este paraíso, que gracias a una próxima estación de ferrocarril estará al alcance de millones de visitantes.
¿Hay algún tipo de planeamiento urbano previsto? ¿Programas para el manejo de desechos sólidos y residuales? ¿Se establecerán límites a la navegación? ¿Habrá una expansión desenfrenada de hoteles? ¿Veremos desaparecer la legendaria escala de azules de la laguna? No deja de tener cierto toque de sacrificio ritual ofrendar así la naturaleza.
Además de los atractivos naturales de la península, en la ruta del ferrocarril habrá más de 45 sitios arqueológicos abiertos al público, entre los que destacan monumentos emblemáticos de la civilización maya como Calakmul en Campeche, Palenque en Chiapas o Uxmal en Yucatán.
Actualmente, unos 42 mil turistas se internan cada año en la selva para conocer las misteriosas ruinas mayas de Calakmul, reserva de la biósfera y declarada patrimonio de la humanidad por la Unesco. Con el tren llegarán muchos más. Se espera que la cantidad de visitantes aumente a 2.92 millones por año. Así, de golpe: de 42 mil personas a casi tres millones. Tal vez, más. No es una expectativa exagerada.
Este transporte servirá, como dijo el presidente Andrés Manuel López Obrador,
para que los que nos visitan de otras latitudes, que llegan a Cancún como quince o diecisiete millones de turistas extranjeros [al año] y se quedan solo en el norte de Quintana Roo, disfrutando del mar y del sol, puedan conocer, internándose en el sureste, toda esta gran riqueza cultural, artística y arqueológica única en el mundo.
Todas las ganancias del tren, si las hubiera, no serán para las comunidades ni para el medio ambiente. Serán, por decisión presidencial, para el Ejército, encargado de operar y administrar el ferrocarril y sus estaciones.
Un grupo de trescientos académicos advirtió sobre “la gravedad e irreversibilidad de los daños que están siendo causados” y resumió en veinte puntos los probables impactos del tren, en una carta dirigida a la presidencia en abril pasado. Pero no se quedaron solo en los riesgos ambientales. Fueron más allá. Pusieron el foco en el centro del asunto: en la idea de progreso que se ofrece a las comunidades locales a las que se busca favorecer, en los presuntos beneficios para la gente de Yucatán.3 El proyecto plantea la creación de polos de desarrollo alrededor de cada estación. Diecinueve estaciones, diecinueve polos. “El tren es en realidad un proyecto inmobiliario y de urbanización con bandera de turismo responsable, que busca ser motor de la economía peninsular”: según el documento, ese modelo de desarrollo, planteado como la panacea y ya probado en varias zonas de la región, “ha llevado al empobrecimiento ambiental y a una creciente inequidad social”.
En este sentido, el caso Tulum resulta ilustrador. Aunque pudiera pensarse que la proliferación de hoteles y restaurantes de lujo que atraen eso que algunos funcionarios llaman “turismo de alta gama” y son inaccesibles para el mexicano promedio ha traído bienestar a los trabajadores, la realidad es otra. “Tulum es el municipio en donde la pobreza ha aumentado más en México. La tasa se duplicó del 32 por ciento en 2015 al 62 por ciento en 2020”, según datos del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), citados en un reportaje del diario El País.4
Según la carta antes citada, el impacto social del Tren Maya podría ser una película ya vista: desplazamientos poblacionales, especulación con las tierras y desestructuración comunitaria; empleos de muchas horas y bajos salarios en “resorts con nombres mayas”; tráfico y consumo de drogas, aumento de la violencia y “la potencial trata de personas para prostitución”.
¿Hay tiempo para ahondar en estos factores y ver el otro lado de la postal turística antes de que sea demasiado tarde?
Imagen de portada: Río Santo Domingo, Las Nubes, Chiapas, 2016. Fotografía de Roberto González. Flickr
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Redacción National Geographic, “Encuentran uno de los esqueletos más antiguos de América en una cueva submarina”, 14 de septiembre de 2010. Disponible aquí ↩
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“ONU-DH: el proceso de consulta indígena sobre el Tren Maya no ha cumplido con todos los estándares internacionales de derechos humanos en la materia”, Naciones Unidas. Derechos Humanos. Oficina del Alto Comisionado. México. Disponible aquí ↩
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Expansión Política, “Más de 300 investigadores le piden a AMLO detener el Tren Maya”, Expansión, 19 de abril de 2022. Disponible aquí ↩
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Isabella Cota, “La pobreza de Tulum que el auge del turismo no puede ocultar”, El País, 8 de mayo de 2022. Disponible aquí ↩