Otfrid Förster, además de ser el reconocido neurólogo que atendió a Lenin, creó un método para trepanar el cráneo de pacientes despiertos. Cada vez que un toque eléctrico rozaba una zona particular de su cerebro, ellos narraban —a viva voz— un testimonio consciente y atento de su sentir: placer, dolor, un roce en el muslo derecho, cierto cosquilleo en el izquierdo. Siguiendo ese método, Wilder Penfield figuró el espacio tridimensional donde se localizaría la conciencia: conjuntó la geografía viva del lenguaje con la del pensamiento. Estas idílicas materializaciones facilitaron justificar que las experiencias subjetivas de darse cuenta se sitúan en el fascinante cerebro y permitieron el abandono del cuerpo hacia una suerte de indeterminación y ambigüedad.
Para contrarrestar esta situación, aquí partimos por darle al cuerpo el rol que se merece: la experiencia consciente no es únicamente mental, está encarnada y cimentada en un contexto. El movimiento corporal es el principio, la base del conocimiento de nosotros mismos, del mundo y de los otros. Por ello, es necesaria la incorporación del movimiento rítmico, acompasado o divergente en la epistemología de la conciencia.
Sabemos que los cuerpos se mueven, ya sea de manera célibe y abnegada o colectiva y sensual, pero no sabemos qué ocurre en sus conciencias cuando transitan un espacio escénico habitando imaginarios. El cuerpo expresivo en el arte es un territorio complejo de experiencia que se instaura en el diálogo continuo y dinámico con el espacio, el tiempo y la energía. Una forma de percibirse a uno mismo, de sentirse, de moverse, de ponerse atención voluntariamente.
Es en la experiencia de los intérpretes del cuerpo donde la atención entrenada y magnificada hacia el movimiento y la aparente quietud resultan cruciales. No negaremos que el olvido del cuerpo es una constante de nuestra forma sedentaria de vida contemporánea, pero al describir esta peculiar forma de conciencia corporal dentro del discurso artístico emergen y se hacen visibles procesos habituales, creativos y contundentes del ámbito de lo extracotidiano.
Preludio:
Suceden micromovimientos en cada uno de los pequeños huesos de mis pies, que juegan, como siempre, a hacerme sentir la precariedad del equilibrio. Estamos a unos segundos de dar tercera llamada, las dos erguidas en un lugar del escenario en total oscuridad. Decido aventurarme a sentir inestabilidad. Recorro cada hueso, articulación, músculo. Reconozco cómo mi peso se reconforma, cómo todo mi cuerpo se adapta a cada cambio sutil en el equilibrio de sus partes. Me dedico a explorar el peso, logro sentir mi pisada totalmente franca, mis pies en contacto pleno con el piso, mis vértebras separadas, respirando. El pubis como plomada hacia la tierra, la coronilla abierta atravesando el techo y en contacto directo con el cielo. Los talones como eternas raíces hacia el centro de la Tierra, la respiración profunda y fluida.
En el sentido encarnado, la improvisación se caracteriza por un proceso de creación particular, una construcción significante que existe sólo en el aquí y ahora: constituido momento a momento por un fluir de movimientos abierto a las posibilidades de cada cuerpo.
Danza Mínima es una metodología para la investigación y la experimentación coreográfica e interpretativa dentro del campo de las artes vivas. El principio básico que da lugar al surgimiento de esta propuesta tiene como premisa la construcción del discurso corporal a partir del mínimo movimiento y su máximo valor expresivo. La estrategia expresiva en Danza Mínima se fundamenta en el siguiente ejercicio dialógico que, sin condicionar por completo el discurso corporal y performático resultante, sí lo acota dentro de un territorio expresivo claramente diferenciado por la siguiente prevalencia en la interacción entre espacio, energía y tiempo:
- el constreñimiento del uso del espacio en el movimiento
- el acrecentamiento de los valores energéticos y
- la elongación de la partitura temporal
Esta relación de tensiones espaciales, temporales y energéticas da lugar a la producción de una intensa actividad mental y fisiológica que resulta el basamento principal para la producción tanto de movimiento como de contenido argumental y sensible de la propuesta corporal. Al material generado a partir del desarrollo de esta praxis le denominamos territorios simbólicos, y constituye la vida interna de la expresión del movimiento: los mapas mentales, las geografías emotivas y psicológicas, los procesos de asociación, equivalencia y traducción que los intérpretes de movimiento implementan para dotar de sentido y verdad su presencia en escena. Fenomenólogas como Susanne Ravn describen una forma de autoconciencia performática en la que el cuerpo no se torna en el objeto intencional, sino una experiencia de agencialidad: una atención al cuerpo como sujeto. El movimiento, el espacio, la energía o el tiempo no son elementos a manipular sino territorios de experiencia que el intérprete del cuerpo habita y encarna. Sentires que surgen en la dinámica del movimiento propio y ajeno que pueden llevarse hasta un territorio figurativo con voz poética distintiva. Los movimientos dancísticos desautomatizan movimientos ordinarios y los convierten en actos de expresión creativa en su proyección hacia los espacios reales, posibles o imposibles. Diríamos que la Danza Mínima es un saber, un sentir, un crear del cuerpo, y que no se trata sólo de un logos cinético-corporal, como le llama Maxine Sheets-Johnstone, sino de un saber legítimo, de una habilidad entrenada de manera consciente y voluntaria, más cercano a una techné en el sentido heideggeriano que a la resolución de un problema matemático. La techné de un intérprete del cuerpo persiste obstinadamente, como el proceder sensible del artesano que no sólo talla la madera, sino que permite revelar lo que ya contenía en potencia. Entonces, esta experiencia no es únicamente un estado de conciencia o la típica racionalidad cerebral —desde el más puro prejuicio logocéntrico—. Es una forma de conciencia poiética compuesta de la revelación corporal y de un sentir que restaura el misterio del ser como cuerpo en movimiento. La poiesis da lugar a la emergencia de patrones creativos fundados en las posibilidades kinestésicas, vacía la cotidianidad, saca de balance, de comodidad; pareciera una doble conciencia, similar a sentir con el cuerpo para ser otro cuerpo.
El diálogo se construye
M rompe el silencio a través de un piano desarmado, que interviene con objetos de uso cotidiano de distinta índole. Leves, casi imperceptibles sonoridades emergen; la luz lentamente nos hace visibles ante el público, que se ubica a pocos metros de distancia. Mi ritmo cardiaco está mucho más lento, mi peso estable, mi respiración tranquila y fluida, la temperatura alrededor nuestro se ha elevado. Podría, como dijera Peter Brook, “estar allí sin hacer” eternamente; simplemente en diálogo enigmático con el tiempo, el espacio y la energía. Pero sucede que K ahora ha comenzado a mover su mano; sus dedos han inaugurado el recorrido de esta experiencia que apenas inicia. Una especie de microdrama silencioso se apodera de mí, experimento la fractura del tiempo. El ecosistema que conformamos las dos intérpretes del cuerpo y el músico en escena se contiene, se tensa. Mientras las cuerdas del piano vibran, el aire que respiramos se torna denso y el movimiento de los dedos, esforzado. “Puedes contener toda la selva en la falange de una mano”, dicta la sabiduría de los antiguos maestros orientales de la escena, y es así que levantar un dedo y hacerlo recorrer unos centímetros en el espacio deviene una tarea titánica; porque en una falange se traslada una selva completa, con sus noches y sus días, su humedad, su flora y fauna, sus sonidos y olores.
Es en el silencio que el cuerpo dice lo que verdaderamente importa; aquello que sólo se revela en el conflicto de la inmovilidad y en el equilibrio precario y vívido de la pausa. El silencio no es ausencia, ni falta de algo. El silencio es un estado pleno de presencia que pone de manifiesto nuestra predisposición al movimiento inercial y nuestra proclividad a la racionalización continua. En el acto performático de la improvisación, asumimos los momentos de movilidad como esas rutas que laboriosamente se forjan como caminos para acceder a la meta expresiva máxima del silencio.
La improvisación en las artes vivas niega la posibilidad de un dualismo. No existen un cuerpo y una mente actuando por separado, la acción y el movimiento no implican la ausencia de pensamiento, ni el pensamiento existe sin la primacía del movimiento y la acción. Es gracias a ese descubrir consciente de las posibilidades del movimiento que surgen en cada instante, que sucede la expresión contundente de los cuerpos. Rompemos con el pensamiento cartesiano: la mente es mente-encarnada; la idea de un cuerpo inconsciente transcribiendo lo que la mente piensa es errónea. La improvisación performática trae consigo otra forma de conciencia, un pensar en la temporoespacialidad que puede rastrearse en los movimientos flagelados de algún protozoario, pero que implica, en el núcleo de ese fluir, una inteligencia y un sentir de movimiento, un logos y una fenomenología cinética y poiética del cuerpo. La descripción de ese sentir, desde la experiencia de improvisación en Danza Mínima, afirma la oportunidad de considerar el movimiento como constitutivo de los pensamientos e imaginaciones mismas; de contemplar la posibilidad de un modo de conciencia distinto. Negarla es negar dimensiones semiológicas de la experiencia, la comunicación y la habilidad creativa humana.
Habitar la Danza Mínima
El cuerpo entero avanza en la penumbra de la escena desglosando cada segmento: los pies se fragmentan en cientos de diminutas geografías. Los tobillos, las rodillas, la pelvis, la columna, la cabeza, los brazos y las manos —en matemático equilibrio— cargan y ceden en cada paso su historia antigua en mi cuerpo: soy los tobillos, rodillas, pelvis, columna, cabeza, brazos y manos de mi madre, abuela, bisabuela; de la mujer origen. El diálogo entre nuestros cuerpos se torna en ocasiones indescifrable, caótico, inestable. Buscamos reorganizarnos, escudriñamos el espacio intentado localizar nuestro eje y nuestro centro compartido, alguna contención en nuestros márgenes fusionados. Mientras el equilibrio precario nos sostiene, una avalancha sonora cimbra y disuelve la horizontalidad del suelo al que estamos afianzadas. De un segundo a otro, no estamos más paradas con nuestros cuerpos erguidos perpendicularmente con relación a una superficie plana. La sensación es la de haber sido envueltas por una gran ola que nos hunde y arrastra en remolinos concéntricos. El sonido parece configurar nudos en el espacio, nudos abigarrados de cuerpos, de energía y temporalidades contrastantes. La vorágine sucede dentro de nosotros: afuera, quienes nos observan desde las butacas sólo constatan el aparente silencio expresivo de los cuerpos, la inmovilidad activa de la pausa escénica.
¿Se trata de una sintonía creada por un flujo rítmico, un compartir de sentires, de ideas, de un estado elevado de escucha y de presencia enfocada?
Desenlace
En este gran escenario ahora sólo está mi hombro y mi brazo pendiendo fuera de mi cuerpo —frente a mí— y la indescifrable geografía del sonido. Caemos todos, K, M y yo, en un silencio largo, en una gran pausa. Sostengo y resguardo dentro de mí la sensación de mirar y sentir mi propio cuerpo escindido, hasta que lentamente se diluye por sí sola. Tiempo. Habitamos un hondo abismo de inmovilidad y quietud y me percato de que podríamos estar allí, siendo sólo silencio y pausa eternamente. Oscuro final.
Imagen de portada: Frida Islas y Benito González interpretan Alma daltónica, de Evoé Sotelo, 2008. Fotografía de Antonio Saavedra