1. El reino ermitaño
En Seúl, en este momento, todas las alarmas de todos los teléfonos celulares suenan al mismo tiempo. Varias veces por hora. El corazón se acelera y las pupilas se dilatan. Todos los seulitas se precipitan para consultar sus pantallas luminosas. Los mensajes repiten las consignas de seguridad para contener la propagación del coronavirus, informan sobre el número de enfermos. Hay diversas apps disponibles. “Emergency Ready” chilla sin cesar, alimentando la psicosis general y el frenesí de los metiches: se basa tanto en las cifras oficiales como en la denuncia ciudadana. Por el pasillo A del mercado de Dongdaemun pasó un hombre de unos veinticinco años tosiendo, la vendedora del puesto de verduras del pasillo D del mercado de Gyeongdong dio positivo en las pruebas del COVID-19, quien haya estado en contacto con ella favor de llamar al 1339. Que no, que el hombre de veinticinco años tose, pero no está infectado. Otra app informa en tiempo real la cantidad de casos actuales: 7 755 enfermos, 288 recuperados, 60 muertos. Varios miles en cuarentena. Mientras escribo esto, la reglita de mi pantalla se va moviendo constantemente, caen los enfermos como los granos de arena en un reloj. Mientras escribo esto, en México se lucha contra la violencia de género. Miles de mujeres marchan bajo el sol de la cercana primavera, cuando las flores de jacaranda entintan de morado la capital, con el mismo sentimiento de rabia en el pecho, pero con la semilla del cambio en las manos. Hermanas, ¡cuánto me hubiera gustado estar a su lado! Hace unas semanas, cuando la enfermedad se declaró en Wuhan, los coreanos observaron. Claro que se enferman, si los chinos se comen todo, se decía en la calle. Todo lo que tenga alas menos los aviones y todo lo que tenga patas menos las mesas. Que si el virus proviene del murciélago. Animal asociado con la buena salud, con sus alas se hacen sopas. Que si el virus se originó en los mercados donde lo mismo venden víboras que perros desollados. La verdad es que aún sabemos poco. Corea estableció, desde que se originó el primer caso en su territorio, un eficaz protocolo sanitario. Hasta mediados de febrero sólo contaba treinta casos: un número insignificante para sus 53 millones de habitantes. Pero todo se salió de control a causa de la secta Iglesia de Jesús Shincheonji, Templo del Tabernáculo del Testimonio, en la ciudad de Daegu. Sin tomar en cuenta medidas higiénicas, su líder Lee Man-hee, quien jura haber sido elegido por Jesús en persona, reunió, según su costumbre, a miles de seguidores cada tarde. Los resultados de aquellos funestos convivios se traducen en cifras alarmantes: 60 por ciento de los infectados hoy son producto del contacto con los miembros de la secta. La primera reacción de los seguidores de Lee fue declarar que la gente era castigada por su falta de compromiso con Dios y que sólo los buenos se salvarían. Sodoma y Gomorra, en suma. Omitieron declarar que habían hecho exactamente lo contrario de lo recomendado: permanecer confinados más de una hora en espacios cerrados, llorar y cantar juntos, por lo tanto, intercambiar gotitas de fluidos. Las redes sociales y la prensa vituperaron al líder con tanto ahínco que hace unos días se vio a Lee pedir perdón de rodillas a todo el país. Entretanto, falleció de coronavirus el propio hermano del mismísimo interlocutor de Jesús y las listas con los nombres de los miembros de la secta se entregaban incompletas para esconder las identidades de sus seguidores. La mentira pesó más en la conciencia colectiva que la propia enfermedad. En los últimos días, dos mujeres, madres de niños pequeños, se aventaron de los balcones de sus departamentos, otra se cortó las venas. Sin dejar notas o dar explicaciones. Los constantes reproches de sus maridos por haber contribuido a la propagación del virus desde la sede de su secta las llevaron al suicido. La cuarentena ha suscitado un incremento en los niveles de violencia doméstica. En China se dispararon las violaciones. En Corea pululan las sectas, importadas por los predicadores protestantes que llegaron con los soldados estadounidenses durante la guerra entre las dos Coreas. En primer lugar, porque no pagan impuestos, y ése es un argumento de peso en un país en el que el gravamen puede llegar a representar la mitad de un ingreso. De noche, cuando la ciudad se convierte en un océano de luces, se yerguen incontables cruces de neón de diversos colores. En segundo lugar, porque desde niños los coreanos aprenden a moverse como una masa compacta. Se piensa y se actúa en función de la comunidad, para el bien de todos. Herencia del confucianismo y de las dictaduras de la posguerra. ¿Sientes que tu existencia no tiene ningún sentido y has pensado varias veces en suicidarte? ¿Que no eres nadie? Acude a una secta. ¿Buscas un marido bueno que no te maltrate? Acude a una secta; un hombre religioso es tu mejor garantía. Desde el final de la guerra 120 hombres se han autoproclamado mesías, el único, y fundado iglesias. Pero no se llaman sectas, qué digo, son religiones, aunque tengan nombres estrafalarios y prácticas inverosímiles.
Mascarillas respiratorias. Fotografía de photoheuristic, 2020.
Hace unas semanas se llevó a cabo un encuentro internacional entre los seguidores del líder Sun Myung Moon, comerciante de armas en sus ratos libres y fundador de la Asociación del Espíritu Santo para la Unificación del Cristianismo Mundial, o para hacerlo más corto, la Iglesia de la Unificación. Como él ya murió, ahora su viuda es la encarnación del “Principio Divino”. Moon solía reunir a cientos de hombres en una fila y otro número igual de mujeres frente a frente y los casaba, sin que ellos se hubieran visto nunca. Con la idea de fundar una nueva raza, más pura (¿dónde hemos escuchado eso antes?), con la idea de terminar lo que Jesús (también se le apareció a Moon en la adolescencia) no supo hacer bien. Mamá Moon, última esposa del líder, con un inmenso prendedor de diamantes y esmeraldas en la solapa, y una sonrisa de empresaria, lleva hoy el mando con mano firme y asegura que su movimiento logrará cerrar el botón mal abrochado de Dios. Creencias y prácticas religiosas aparte, el gobierno ha puesto en marcha un severo protocolo de prevención. Si uno presenta síntomas, nada de acudir a la clínica: un paciente infectado podría provocar el cierre inmediato del edificio en cuestión. Quien se sienta enfermo será llevado a hospitales especiales en ambulancia. Cada prueba, gratuita para la población coreana (un kit cuesta en Estados Unidos más de mil dólares) toma alrededor de una hora. Los doctores deben usar ropa especial desechable para examinar al paciente. Cada vez que un doctor termina con un paciente, se cambia la ropa. Ésta será quemada al final del día. En total, son miles de atuendos especiales necesarios, miles de camas requeridas, cientos de médicos y enfermeros solicitados. Para evitar tanto gasto, la más reciente innovación es el autoservicio: un temeroso ciudadano se presenta en su coche y hace cola ante una caseta médica donde le harán la prueba del coronavirus a través de una ventanilla. No hay contacto físico y la operación dura diez minutos. A diario se ven en las portadas de los periódicos las morgues chinas saturadas de cadáveres enfundados en sus bolsas de plástico, comandos enteros fumigando las calles comerciales de los barrios de Seúl, tanques blindados circulando en Daegu, colas interminables frente a los almacenes. El presidente Moon Jae-in, quien aparece frente a los medios con cubrebocas y guantes, se disculpa por la falta de mascarillas (producidas en China). Empezarán hoy a llegar a las farmacias y su venta estará limitada a dos por persona: los datos del cliente se guardan en una base de datos para asegurarse de que el mismo cliente no vaya después a otra tienda o busque lucrar con ellas. Dicha restricción ya está causando problemas a los extranjeros: sólo se venderán mascarillas a quien muestre una identificación coreana. El impacto económico más evidente es la ausencia de turistas chinos en las calles de Seúl, ciudad de más de veinte millones de habitantes convertida de pronto en un pueblo fantasma. Los pequeños comercios, los grandes almacenes de lujo, están cerrados. Se cancelaron todos los conciertos, las fiestas, los partidos, las conferencias, las misas, las escuelas, las manifestaciones. Antes de entrar a cualquier edificio, detrás de cada puerta, una persona se encarga de tomar la temperatura de los demás con un termómetro frontal. Una emergencia sanitaria internacional de este calibre invita a reflexionar sobre la dependencia del planeta entero de la manufactura de un solo país, nuestros hábitos sociales y nuestra forma de relacionarnos con el mundo. Desde hace cuatro semanas el cerco se ha ido cerrando, primero en los hogares, luego en las calles y al final las fronteras. El aislamiento es lo único que logrará contener el contagio, aseguran los expertos. Corea ha vuelto a ser lo que era antes, en siglos pretéritos: un reino ermitaño.
Verónica González Laporte
2. Desde el carnaval de Venecia
No obstante hay obligaciones que no pueden posponerse: en este clima de alarma general murió un querido amigo de la familia. La prueba de laboratorio confirmó que la muerte ocurrió por causas naturales, pero esto no ha impedido que el “efecto virus” contagiara los ritos funerarios. La misa fue sustituida por una bendición simbólica, sólo algunos parientes pudieron entrar a la iglesia y en la plaza, donde nos reunimos para dar el último adiós y tratar, así, de salvaguardar al menos la dignidad del momento, un megáfono transmitía la voz del sacerdote. Naturalmente nadie se atrevía a abrazarse; apenas dábamos tímidamente la mano e intercambiábamos miradas que querían ser caricias.
Mientras tanto, el número de contagios siguió aumentando, y ahora el decreto prolongó la clausura y suspensión de la actividad por un mes, hasta principios de abril, a pesar de lo cual se manifiestan tímidos intentos de reanimación para evitar la parálisis total del país. Algunos locales reabren sus puertas tratando de contener las afectaciones económicas. Las universidades retoman parte de sus actividades en modalidad remota e incluso hay quien celebra su graduación vía Skype luciendo una corona de laurel en la sala de su casa. Los centros de las ciudades muestran señales de repoblación, pero la gente sigue desinfectándose compulsivamente las manos. El alarmismo sigue presente. Hacemos intentos confusos de retomar la vida normal, pero la verdad es que estamos muy perdidos.
Los medios no ayudan a comprender plenamente la gravedad de la epidemia, con sus versiones y tonos distintos que van del sarcasmo a los escenarios apocalípticos. Hay quien minimiza la situación y considera que el virus no es más que una influenza peligrosa únicamente para los ancianos. Algunos periódicos aconsejan a los mayores de 65 años permanecer en casa; los jóvenes pueden quedarse tranquilos. Pero tal vez se trata de una visión simplista que busca evitar la extensión de una parálisis económica que está causando daños irreparables. A los números de contagiados les hacen eco los de las bolsas que van en caída libre. Otros, en cambio, no esconden su profunda preocupación y reconocen en la epidemia una amenaza desconocida a la cual no parecemos estar en condiciones de hacer frente. Los doctores escasean y el sistema hospitalario está al borde del colapso ante una oleada de ingresos que no deja de aumentar. Las salas de urgencia están abarrotadas y hay filas de pacientes en camillas en espera de atención.
Hasta las medidas de aislamiento han sido inciertas y graduales. Al principio se decretó únicamente el aislamiento de las ciudades que fueron foco de infección del virus y se invitó a todos los italianos a evitar los desplazamientos. Los agentes de policía bloquearon los accesos a Vo’Euganeo, en la provincia de Pádova, y a Codogno, en la provincia de Lodi, donde se registraba el mayor número de contagiados. Pero estas precauciones no fueron suficientes, porque la gente seguía viajando y desplazándose: la desinformación no generó el sentido cívico necesario para hacerle frente a una situación de emergencia epidémica. Se registraron episodios de “fuga” de las zonas infectadas y algunos pacientes incluso se escaparon de los hospitales. Un paciente de 71 años, hospitalizado en Como, tomó un taxi y pidió ser llevado a casa, pero el taxista lo denunció y fue puesto en cuarentena. Hemos ido entendiendo que lo del Carnaval no era una broma. La negligencia general ha llevado al Ministerio de Salud a endurecer las medidas de seguridad y a extender la zona roja primero a toda la región de Lombardía y luego a Italia entera. Se le pide a los ciudadanos que permanezcan en sus casas. La policía vigila a la gente que camina por la calle, y sólo se permiten traslados por motivos laborales certificados o por necesidades de subsistencia. No queda más que esperar a que pase la cuarentena.
La extensión de la zona roja a nivel nacional, explica el presidente Conte, fue decretada para evitar divisiones en el país; es necesario que toda la provincia permanezca unida para afrontar la emergencia. Si es verdad que el virus se está difundiendo en medio del caos, esto constituye una lección de sensibilización sobre las dinámicas discriminatorias. En un instante, y sin deberla ni temerla, todos podríamos ser segregados, convertirnos en aquellos que portan la enfermedad, los apestados. El Carnaval de Venecia permitía, al menos una vez al año, superar el clasismo social: por un día no había reglas y el estatus social perdía su significado; las clases populares podían disfrazarse de burgueses y los ricos aburridos ser parte de esa turbamulta a la que el resto del tiempo se ve mal pertenecer. La máscara veneciana garantizaba el respeto al individuo, a quien quiera que estuviera escondido tras sus ropajes. La máscara del coronavirus, por el contrario, obliga a sufrir la experiencia de la discriminación. Al principio la gente se mantenía lejos de los orientales; ahora, en cambio, los apestados somos nosotros. Antes sólo los del norte y ahora todos los italianos, que tenemos que mendigarle a la Unión Europea fondos para hacer frente a una emergencia sanitaria que atañe al mundo entero mientras los países vecinos nos dan la espalda, suspenden los vuelos, cancelan los viajes y contemplan con desconfianza los productos “made in Italy”. Tal vez el Carnaval nos hizo olvidar que la verdadera amenaza es un virus para el cual no existen fronteras ni nacionalidades, especialmente en un mundo globalizado como el nuestro. Estamos olvidando el rostro humano oculto tras la máscara.
Rachele Airoldi
Imagen de portada: Doctor de la plaga. Fotografía de Davide Alberani, 2018.