¡Soy mi propio verdugo! F. D., El doble
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El doble de Fiódor Mijáilovich Dostoievski (noviembre 1821-febrero 1881) fue la única novela que el autor ruso reescribió por entero, a tal grado que hoy existen dos versiones distintas de ella, como también tenemos, por ejemplo, tres versiones de Lady Chatterley’s Lover de D. H. Lawrence. Su segunda novella (no más de 200 páginas) fue tan mal acogida que Dostoievski estuvo obsesionado con reescribirla durante casi veinte años. Lo hizo, por fin, en 1866, inmediatamente después de concluir Crimen y castigo. Es ésta, pues, la versión que el lector contemporáneo conoce. Habría, sin embargo, que contextualizar las razones de su obsesión. Apenas un años antes (1845), Visarión Belinski, el crítico más influyente de su época, leyó en manuscrito Pobres gentes —la otra pequeña novela epistolar de Dostoievski y su primer intento narrativo—, y quedó hechizado por el relato. La saludó como una gran obra maestra, una historia sobrecogedora donde se conjugaba una ácida crítica sociocultural con pinceladas de psicología humana que, con el tiempo, su autor afinaría a grados nunca antes conocidos. (A un lector actual le costaría, por supuesto, comprender esa fascinación, tanto como nos cuesta comprender el hechizo de un libro como La gaviota, de Fernán Caballero, entre sus contemporáneos). No obstante, debemos recordar que Belinski y los críticos más avezados de mediados del siglo XIX esperaban con impaciencia al sucesor de Nikolái Gógol. ¿Quién sería? ¿De dónde surgiría? Así que, para cuando Belinski lee el manuscrito de Pobres gentes, intuye que este joven de 24 años está destinado a convertirse en el sucesor del patriarca del realismo ruso. Aquí surge el primer equívoco histórico pues en realidad Dostoievski no será el sucesor de nadie, a pesar de que mucho haya abrevado en sus inicios del mismo Gógol. Dostoievski crea su monumental corpus después de Siberia (entre 1860 y 1881), y estas breves novelas poco o nada tienen que ver con el autor de Almas muertas. A pesar de esto, El doble sí es gogoliano en su descarnado humor negro (algo inusual en Dostoievski), en su exploración de lo fantástico y, sobre todo, en muchos de sus pasajes grotescos, justo lo que Gógol había logrado en “El capote” y “La nariz”, entre otras.
En El doble, sin embargo, Dostoievski añade dos elementos nuevos a su creación: prevalece la patología del personaje —en una ambigüedad lindante con lo sobrenatural—, tanto como “acentúa el aspecto humanamente trágico de las frustraciones psicosociales” de su protagonista, en palabras de Joseph Frank.1 He aquí donde subyace su modernidad, pero también donde reside el motivo de que la obra fuera tan mal acogida por Belinski y los lectores de su tiempo. Y es que nadie estaba listo para una obra tan distinta a su antecesora, Pobres gentes. Dostoievski había osado —en apenas unos cuantos meses— romper con su propia estética, la de la crítica sociocultural. Pobres gentes era —por paradójico que parezca— una obra muy poco gogoliana, es decir, un relato sentimental estructurado a través de las cartas que se envían un viejo arruinado (Makar Devushkin) y una joven más pobre que él (Barbara Dobroselova), de la que está enamorado. Pobres gentes es un texto en extremo amoroso (con una atracción sexual ingenuamente disfrazada), melodramático y a su vez naturalista. Esta primera novela había logrado algo, sin embargo, inusual para su época: conjugar el sentimentalismo y sublimación amorosos típicos del relato romántico con una crudeza que ponía demasiada atención en la miseria de sus personajes, en sus necesidades básicas, en su hambre, en su frío y su falta de cobijo o carbón para calentarse por las noches, incluso en el tipo de andrajos con los que sus empobrecidos protagonistas se cubren, así como en el miedo consuetudinario a perder sus ínfimos trabajos, la rapacidad de los ricos, la soberbia de los jefes hacia sus subalternos y la perpetua humillación de los pobres; formas de un “prenaturalismo” que aún no había sido nombrado así por Zola y Emilia Pardo Bazán. Esto era en verdad lo inusual de Pobres gentes y fue precisamente lo que maravilló a Visarión Belinski y elevó a Dostoievski a la estratósfera literaria (público y crítica convergieron en sus juicios, al grado de que tres lustros más tarde el novelista osará interpolar, metaficcionalmente, una escena donde la joven Natasha lee Pobres gentes a sus queridos padres analfabetos en Humillados y ofendidos). Fue tal, pues, la acogida de esta obra que la subsiguiente caída resultó, por decir lo menos, atroz. Aunque no es el sitio para especular, hipotetizo que sin esa debacle —y por supuesto sin la experiencia de Siberia—, Dostoievski no habría concebido sus grandes novelas posteriores. En resumen, es El doble y no Pobres gentes la auténtica novela que anuncia al gran escritor, lo cual se haría evidente cuando los lectores avezados del siglo XX (lectores de Kakfa o Sartre, por ejemplo) leyeran con otra lente la novela corta que nos ocupa aquí.
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Al releer cronológicamente toda la obra dostoievskiana a la par que la ya considerada mejor biografía literaria de siglo XX (escrita por Joseph Frank), resulta mucho más clara la ubicación de El doble dentro de la trayectoria vital del autor; incluso podemos aducir que, aparte de Stepanchikovo y sus habitantes y algunos cuentos del bienio 1846-47, ésta sea la única obra del novelista con un registro cómico y grotesco a la par. Por supuesto, no es por esta modulación histriónica por lo que solemos admirar a Dostoievski, sino todo lo contrario: lo reconocemos por esa genial intuición trágica, moral y profundamente humana por la que atraviesan sus complicados protagonistas, así como por su inagotable capacidad para amplificar (a niveles de epopeya) situaciones y dilemas de la condición humana.
De inicio, hay en El doble un obvio parentesco con el Quijote en la graciosa y tensa relación que el autor establece entre Petrushka, el mayordomo de librea, y su amo, Yákov Petróvich Goliadkin, quien vive desgarrado por una burocracia (chinovnik) que no le permite medrar a la altura de sus ambiciones (recuérdese que desde Pedro el Grande la Rusia burocrática vivía rígidamente estructurada por la llamada “Tabla de rangos”, donde cada funcionario debía atenerse a una de las 14 posiciones del sistema). En la segunda versión, Dostoievski borrará (sin mucha utilidad) esa similitud cervantina, pero una lectura cuidadosa nos revela que el Quijote seguía latente tanto como lo volverá a estar en El idiota, veinte años más tarde, aunque con un sentido y un aliento de tragedia por completo diferentes. De los trece capítulos que componen El doble, los primeros cinco están dedicados a establecer el contexto de lo que está por venir con Goliadkin. No sólo sirven como prolegómeno al mundo burocrático del protagonista —narrado a lo largo de un mismo día—, sino que anuncian la inminente escisión de la personalidad del personaje. Lo acompañamos así en su ritual del samovar matutino, en el acto de vertirse con el traje que Petrushka le ayuda a ponerse, en la posterior llegada del carruaje y el droshky que ha alquilado para asistir a una fiesta a la que no ha sido invitado y de la que lo echarán a patadas; antes lo hemos seguido en su ridículo paseo por las Grandes Galerías petersburguesas, hasta por fin desembocar en la no calculada visita que hará al doctor Krestyan Ivánovitch Rutenpitz, donde, por primera vez, nos queda claro que algo anda mal con Goliadkin, aunque no sepamos cuál sea exactamente su dolencia. Descubrimos durante la consulta que ve enemigos que desean vengarse de él, “enemigos mortales que han jurado destruirme”.2 No obstante, ni Rutenpitz ni los lectores comprendemos quiénes son estos enemigos, lo cual ya nos pone a dudar de la estabilidad mental del protagonista. Uno de los rasgos característicos de toda la novelística dostoievskiana aparece aquí: la verborrea de sus protagonistas, la repetición incesante de vocativos, las mismas ideas y frases reiteradas una y otra vez hasta el cansancio, diálogos enrevesados y entreverados en total frenesí, una de las razones por las que Nabokov odiaba las novelas dostoievskianas, con reserva de El doble, a la que consideraba (irónicamente) su única obra maestra. Está claro que en el caso de Goliadkin esta verborrea y monotonía —reducida en la segunda versión— queda más que justificada por la misma esquizofrenia del protagonista, lo mismo que ocurrirá con otros héroes del autor, dado que muchos de ellos se encuentran inmersos en estados de gran febrilidad o conmoción espiritual (Iván Petróvich, Raskólnikov, Alexei Ivanovich, Dimitri Karamazov, por sólo mencionar a los más famosos). La figura del Doppelgänger no era, por supuesto, nueva para cuando Dostoievski decide emplearla, pero su uso es innovador desde el momento en que el narrador elige crear un segundo Goliadkin, enemigo del primero; uno que a toda costa desea sabotearlo y se ensaña con la pusilanimidad, zalamería y tiesura del primero. Pero, ¿este segundo Goliadkin existe o no existe? El final del capítulo cinco es impresionante en este sentido:
Todos los pensamientos del señor Goliadkin se habían cumplido. Todo lo que temía y sospechaba se había trocado en realidad. Se le cortó el aliento y sintió un mareo. El desconocido estaba sentado en su propia cama, sin quitarse el gabán y el sombrero; y con una ligera sonrisa, frunciendo levemente el entrecejo, le dirigía un amistoso movimiento de cabeza. El señor Goliadkin quiso gritar, pero no pudo; protestar de alguna manera, pero le fallaron las fuerzas. Se le erizó el cabello y se desplomó exánime del horror que sentía. ¿Y cómo no? Su amigo nocturno no era otro que él mismo, el propio señor Goliadkin, otro señor Goliadkin, pero absolutamente idéntico a él… En una palabra, su doble…3
A partir de este momento es de admirar la destreza con la que Dostoievski mueve los complejos hilos de la narración, cómo logra hacer avanzar el relato entre estos dos personajes; desde ahora, los antitéticos héroes se llamarán Goliadkin I y Goliadkin II, y sus vidas quedarán indefectiblemente unidas. Una vez se haya vuelto a encontrar a Goliadkin II en las oficinas de la cancillería donde (¿ambos?) trabajan y luego de invitarlo a su casa a merendar, Goliadkin I entablará una larga conversación con su sosias o Dopplegänger, que irá variando de tono y registro en los subsiguientes capítulos: “La historia del señor Goliadkin II duró tres o cuatro horas”4 y poco más tarde: “El visitante del señor Goliadkin lloró mientras contaba todo ello”.5 De haberse mostrado amable y gentil en un principio, Goliadkin II va poco a poco desembozando su verdadero siniestro perfil: el de un doble pérfido y vengativo, alguien que tiene como misión destruir a Goliadkin I, su nuevo protector. En adelante y hasta el final, El doble se complica, pues aun cuando el relato:
está narrado por un observador exterior, éste poco a poco se va identificando con la conciencia de Goliadkin, hasta adoptar el lenguaje propio de su personaje.6
Es pues asaz razonable comprender por qué los lectores de su época quedaron desencantados con un libro saturado de situaciones fársicas y enredos donde, acaso, sólo una segunda lectura permitiría atisbar la complejidad de lo que su autor tramaba. Uno de los más evidentes escollos con los que el novelista se topará es, en mi opinión, el de elegir qué hacer cuando los dos Goliadkin se encuentren con un tercero; tal es el caso, por ejemplo, de la charla entablada con Antón Antónovich o con el fámulo Petrushka, entre otros muchos. ¿Cómo salir del atolladero? Si estos u otros participantes de la acción se dirigen a Goliadkin II, implicaría o bien que le están tomando el pelo a Goliadkin I, o bien que algo sobrenatural ocurre dentro del relato. Para mantener la ambigüedad, el escritor ruso se decanta por la más sabia decisión: no explicar nada, dejar que el narrador siga contándolo todo como si aquello acaeciera de manera perfectamente normal y no hubiese que asombrarse de nada. Con ello, el lector no sabe a cuál de las dos líneas narrativas atenerse: ¿es El doble una novelita fantástica o es el relato de una patología en el que su héroe se imagina ver a un sosias con su mismo nombre e idéntico rostro y atuendo frente a sí? Hoy podemos suponer que lo anterior fue demasiado para los lectores que habían leído (con lágrimas en los ojos) Pobres gentes, una novella epistolar, sencilla de seguir y con la que fácilmente se vivía una profunda empatía emocional. Con El doble no hay empatía: todo es sarcasmo, humor corrosivo y parodia, combinados con una intrincada narración donde no siempre sabemos cuál Goliadkin habla, cuál responde y por qué suceden cosas tan extrañas a cada momento. Joseph Frank explica cómo El doble contiene:
una desconcertante ambigüedad de tono, porque simultáneamente se presenta a un personaje como un ser oprimido de la sociedad, pero a la vez censurable desde el punto de vista moral, por haberse rendido demasiado abyectamente a las presiones de su ambiente.7
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Hay algo más que hace de El doble un libro fundacional, y es que nos encontramos ante el antecesor directo del “hombre del subsuelo”, ese otro antihéroe enfermo que los existencialistas franceses consideraron la base de toda su filosofía junto con Temor y temblor (1843) de Søren Kierkegaard y La gaya ciencia (1882) de Nietzsche. Quien haya leído la ardua, individualista y compleja Memorias del subsuelo —para mí, el libro más difícil de Dostoievski— encontrará en El doble su claro antecedente, sólo que en ese sombrío y perturbador relato no hay pizca de humor, sino pura desgracia, degradación y autodestrucción del personaje. El élan o espíritu de expiación típico del Dostoievski postsiberiano también es inexistente en Memorias del subsuelo (1864), a pesar de haber sido escrita un lustro después de su vuelta a San Petersburgo en diciembre de 1859, justo cuando su irredento cristianismo combatía contra todos esos contemporáneos que no se adherían a su posición política, zarista y ortodoxa. Como bien ha apuntado Bela Martinova al respecto:
En cuanto al hilo conductor que va de Goliadkin hasta “el hombre del subsuelo”, me atrevería a afirmar que este último bien podría ser la continuación directa del inconcluso caso expuesto en El doble. Hay sobrados indicios para alegar que se trata de la segunda parte de la incomprendida obra de Dostoievski escrita en su juventud. Como si un Goliadkin restituido de su dolencia se irguiera sobre sus pies y, tras mucho silencio, prosiguiera su inacabado discurso […]. La pequeña diferencia entre estos dos Goliadkin es que el de las Memorias ya no tiene enemigos virtuales, y todos ellos tienen un nombre y un apellido concretos. Porque “el hombre del subsuelo”, al salirse de la carrera administrativa, se percató de que su doble es su propia conciencia.8
Creo que es en este punto donde radica la enorme diferencia entre ambos enfermos: al no percatarse de que es él mismo quien se tiende todas esas trampas y se burla de su propia sombra, Goliadkin se vuelve un personaje cómico y bufonesco, mientras que el “hombre del subsuelo” es, al contrario, un individuo asfixiado que ha descubierto, para su mal, que “la conciencia mata la vida”. No de balde, pues, la inveterada lucha que Dostoievski esgrimirá desde su vuelta de Siberia —y hasta su muerte— contra los racionalistas ateos, los socialistas utópicos y los occidentalistas, a quienes veía como los auténticos enemigos de su amada Rusia y de Jesucristo, su redentor. El doble es, entonces, esencial para atisbar el desarrollo y evolución del pensamiento del novelista, pues traza una línea directa que va de Goliadkin al “hombre del subsuelo” hasta llegar a Gregorio Samsa, Antoine Roquentin, Winston Smith, Geoffrey Firmin, don Fabrizio Corbera, Larsen y los mundos burocrático-totalitarios del siglo XX.
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Dostoievski
Estar aquí, a doscientos años, solo, con esta luz pequeña —en serio pequeñita—, alumbrándome… escudriñando el rostro macilento de todos esos seres que inventaste —locos febriles, dobles y burócratas, menesterosos y tuberculosas, asesinos y príncipes y putas—, buscando con denuedo penetrarlos, sentirlos en su hondura y su tormento, desde este rinconcito, lejos de tu ciudad, San Petersburgo, distantes ellos de este tiempo, deseando inteligir lo que es irracional por tu designio e ininteligible por humano… Estar aquí, soñando vanamente comprender —con la ayuda de esta luz tan pequeña, alumbrándome esta noche— lo que no se consigue comprender: a ti, que ni siquiera entendías lo que eras, qué creías o cuál era el sentido de todo lo que hacemos y deseamos, Fiódor Mijáilovich Dostoievski.
Imagen de portada: Bordado ruso con dos árboles, 1800-1825. The Cleveland Museum of Art
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Joseph Frank, Dostoievski. Las semillas de la rebelión, 1821-1849, Celia Haydée Paschero (trad.), FCE, Ciudad de México, 1984, p. 375. ↩
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Fiódor Dostoievski, El doble, Juan López-Morillas (trad.), Alianza Editorial, Madrid, 2011, p. 32. ↩
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Ibidem, p. 80. ↩
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Ibidem, p. 103. ↩
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Ibidem, p. 104. ↩
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Joseph Frank, op. cit., p. 385. ↩
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Ibidem, p. 384. ↩
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Bela Martinova (trad.), en Fiódor Dostoievski, Memorias del subsuelo, Ediciones Cátedra, Madrid, 2003, pp. 28-29. ↩