Corre la primera mitad del siglo III a. C. en Egipto y la ciudad de Alejandría, aún pequeña en territorio y población, despierta junto con los primeros sonidos de la mañana en el río Nilo. Los pájaros levantan el vuelo y dan inicio a su rutina matutina; los primeros marineros aprovechan el clima fresco del amanecer para conseguir la pesca que venderán en los mercados. En los puertos del Nilo, similares a la central de abastos de la Ciudad de México, el caos rige el intercambio de productos. Comerciantes, pescadores, burócratas y hasta delincuentes dan personalidad a una ciudad que en ese entonces inspiraba, sobre todo, desagrado. Nadie habría pensado que pocas décadas después Alejandría se convertiría en uno de los centros culturales y artísticos más importantes del mundo antiguo.
Lo que propició el desarrollo de esta ciudad fue el asentamiento de la corte y el gobierno de Ptolomeo I Sóter tras la abrupta muerte de Alejandro Magno en el año 323 a. C. La llegada de Ptolomeo a Egipto significó la modernización de los cimientos, tanto estructurales como culturales, de Alejandría. El anhelo por reivindicar los valores helenísticos del imperio de Alejandro en la epónima capital egipcia llevaron a Ptolomeo y a su descendencia a reimaginar la ciudad mediante la construcción de palacios, su reconocido faro y lo que terminó siendo uno de los proyectos socioculturales más importantes en la historia de la humanidad: la legendaria biblioteca de Alejandría. Esta biblioteca-museo llevó el concepto de unificación académica a un nivel nunca antes visto y simbolizó en su momento lo que desde hace unas décadas representa el internet: un punto de encuentro inmediato con la inmensidad del conocimiento disponible. De cada rincón de la Tierra, todo tipo de eruditos llegaron a Alejandría prometiendo hacer algo que incluso hoy parecería impensable: reunir todo el conocimiento de la humanidad en un solo lugar. Día a día, mecenas del gobernante viajaban a rincones y provincias para adquirir e incorporar textos de toda índole a la biblioteca. Como podría esperarse, la organización de tanta información fue un reto para los bibliotecarios de la época. Conforme más información llegaba, más difícil resultaba catalogarla, lo que llevó a que los miembros de la biblioteca comenzaran a preguntarse: una vez recaudada tanta información, ¿qué se hace con ella?
La visión alejandrina sigue viva; la generación constante de conocimiento, acompañada de las tecnologías de la información, ha permitido que la investigación científica busque nuevas formas de desarrollo para la humanidad. Por desgracia, cada cierto tiempo algún campo en la ciencia llega a un súbito estancamiento donde, por más que aprendemos de un fenómeno, menos sabemos de él.
Hace algunos años, el estudio del cáncer parecía estar llegando a ese punto. Entre el 2000 y el 2012 se registraron en la página del Instituto Nacional de Salud de Estados Unidos (el acervo mundial de publicaciones médicas) alrededor de 1 200 000 textos sobre la temible enfermedad. De 2012 a 2024 —el mismo lapso de tiempo—, se han publicado más del doble. A pesar de ello, muchos hallazgos, que en un inicio parecían prometer nuevas terapias, terminaron siendo solo una infinitésima pieza más en el gran rompecabezas de la célula.
Todo indica que cada vez conseguimos nuevas maneras de producir información, pero pocas formas de darle significado. Por ejemplo, las tecnologías de resolución de célula única —imprescindibles hoy en el estudio del cáncer— son capaces de obtener la información casi completa de lo que está ocurriendo en cada uno de los genes de cada una de las células de un tejido. Sin embargo, la multiplicidad de información que esto representa es abismal, por lo que a pesar de conocer cada vez más sobre el panorama genómico de nuestras células, menos idea tenemos de lo que significa. ¿Qué genes son cruciales para el desarrollo del cáncer y cuáles son los mecanismos en los que participan? Como los bibliotecarios de Alejandría, hemos llegado a un punto donde el todo ya no es la suma de sus partes. ¿Qué ocurre con la información que producimos y por qué parece no trascender su significado?
La respuesta radica, primero, en reconocer las limitaciones del cerebro humano, capaz de comprender de manera simultánea un número limitado de variables. No obstante, la cantidad de información que se ha producido en torno al cáncer es tal que nos hemos quedado perplejos frente al reto de comprender el funcionamiento de la célula. Es aquí donde delegamos la resolución de problemas tan complejos a la siguiente generación de herramientas de análisis de datos. Una de las más conocidas y relevantes en la actualidad es la inteligencia artificial.
A lo largo de los años, la inteligencia artificial ha sido definida de múltiples maneras; no obstante, casi todas sus definiciones resaltan la idea de extender la capacidad de una máquina para resolver tareas utilizando inteligencia humanoide. Si bien este concepto es veraz, me gustaría precisar que más que ampliar la capacidad de una computadora, la inteligencia artificial es la extensión de nuestra propia inteligencia a través del uso del poder computacional: algo así como un supracerebro capaz de manejar cantidades inmensas de información mientras aprende sobre ella. Para entender cómo funciona la inteligencia artificial es importante comprender los fundamentos sobre los que se construyó. Entre los más relevantes destaca una dicotomía que hoy gobierna el estudio de casi cualquier aspecto de nuestra realidad: las matemáticas y la informática.
Desde tiempos antiguos las matemáticas han representado el tipo de abstracción que, a través de sus formulaciones, describe procesos y objetos del mundo material. Tanto contar rollos de papiro en una biblioteca como llevar las cuentas de un imperio necesitaron de las matemáticas para hacer simplificaciones operables de objetos físicos. Ahora bien, la modelación matemática de sistemas mucho más complejos ha probado ser el eslabón faltante entre la generación de conocimiento por parte de la investigación básica y la utilización de ese conocimiento en la ciencia aplicada. Un modelo matemático es una representación que no solo recapitula las propiedades más importantes de un sistema, sino que puede analizarse de manera mucho más eficaz y consigue un valor predictivo de las variables en cuestión.
Para ilustrar este concepto, suelo utilizar la analogía de la cartografía y el cuento de Jorge Luis Borges “Del rigor de la ciencia”. Si imaginamos un mapa como un modelo matemático, tendríamos que el territorio por mapear sería nuestro sistema de interés, y el mapa un modelo simplificado del mismo. ¿Qué tan detallado o simple debe ser el mapa? Esto dependerá del uso que se le quiera dar. Lo mismo ocurre con un modelo matemático: por ningún motivo se busca incorporar todas las variables que conforman el sistema, ya que, además de imposible, resultaría inútil. En el cuento de Borges, una escuela de cartógrafos, en su búsqueda por la perfección, termina haciendo un mapa del mismo tamaño del territorio que desean representar. El mapa perdió toda utilidad porque no representó la realidad, la reemplazó. La utilidad de un modelo matemático radica en su capacidad de recapitular los elementos de un sistema de manera que sea simple dentro de su posibilidad y detallado dentro de su necesidad.
Por otro lado, la segunda parte de la dicotomía, la informática, ha permitido el desarrollo de equipos y algoritmos computacionales con un gran poder de procesamiento. Lo que antes requería mucho tiempo y esfuerzo analizar, hoy en día se resuelve en una décima parte del tiempo. La combinación de modelos matemáticos y el poder computacional de los algoritmos basados en inteligencia artificial nos han hecho capaces de 1) analizar sistemas con múltiples variables, como la célula; 2) integrar cantidades inmensas de información, como los genes; y 3) permitir que la información analizada influya en el aprendizaje y la optimización de los algoritmos utilizados, encontrando correlaciones y mecanismos durante el desarrollo y tratamiento del cáncer.
Uno de los avances más novedosos y prometedores es el uso de conjuntos de modelos matemáticos acoplados a algoritmos basados en inteligencia artificial para la generación de lo que se conoce como gemelos digitales. Un gemelo digital es una integración de los principales atributos de un objeto físico para poder analizar su desarrollo e intercambio de información en un espacio simulado virtualmente. Algo así como un clon virtual que responde de manera muy similar al ente original ante la simulación de situaciones específicas.
Los gemelos digitales han sido usados desde hace décadas dentro de la simulación de objetos. Desde aviones de papel hasta naves espaciales, sus réplicas virtuales han sido alternativas muy útiles para probar las cualidades de un objeto sin necesidad de utilizarlo y —potencialmente— dañarlo, y han hecho posible ahorrar enormes cantidades de dinero y tiempo.
Pero solo hasta hace unos años comenzó a ganar fuerza la idea de utilizar modelos digitales de pacientes en la ciencia. La posibilidad de crear una réplica virtual de un paciente a través de la modelación de su información genética y su entorno nos provee de un sinfín de posibilidades para la generación de ensayos clínicos y el desarrollo de nuevos fármacos para el tratamiento de enfermedades como el cáncer. Cada uno de nosotros tenemos una combinación única de atributos génicos e influencias ambientales que nos hacen susceptibles de manifestar efectos completamente diferentes ante la administración de un mismo tratamiento. Empatar nuestra huella genético-ambiental con el mejor régimen de tratamiento posible es lo que hoy en día se conoce como medicina de precisión. A través de los gemelos digitales podemos probar cientos de tratamientos en múltiples clones del mismo paciente, cada uno inmerso en condiciones distintas. De esta manera, se podría administrar el tratamiento más eficaz y evitar el más perjudicial para cada persona.
El uso de la inteligencia artificial permitiría que los gemelos digitales aprendan a optimizar mejores aproximaciones conforme más información del paciente se les proporcione. Imaginemos un futuro en el que diferentes accesorios miden múltiples variables de nuestro cuerpo en tiempo real y las transfieran a nuestro gemelo digital. Obtener la información de nuestros genes sería tan accesible como hacerse una prueba de sangre; y podríamos alimentar constantemente al gemelo digital con nuestra información genética para formular predicciones sobre el desarrollo de nuestro cuerpo.
Con estos nuevos descubrimientos en mente, me pregunto: ¿podremos crear un gemelo digital tan real como nosotros mismos?; ¿hasta qué punto podremos reunir toda nuestra información en ellos? Me imagino qué pensaría Ptolomeo al sentir toda la información de la humanidad en la palma de su mano, ¿vería cumplida la visión alejandrina, o solo representaría otra biblioteca de Alejandría, incapaz de contener al mundo?
Imagen de portada: Óscar Santillán, Antimundo 00X, 2023. Dibujo retrabajado en Blender en combinación con MidJourney y Stable Diffusion