panóptico Danza NOV.2024

Esa otra voz

Rosa Beltrán

Leer pdf

De mis experiencias memorables en la infancia recuerdo la de entender y no entender lo que otros decían. Esa confusión de las palabras que a veces significaban algo muy distinto de lo que pretendían en boca de los adultos me dejaba perpleja. Pasé muchos años imaginando qué significarían algunas expresiones que estaban más allá de mi entendimiento. Cuando alguien decía “es una mujer de cascos ligeros” yo imaginaba una señora caminando sobre cascos de refrescos. “La negra noche tendió su manto” decía mi papá al apagar la luz del cuarto donde dormíamos mi hermana y yo y entonces imaginaba a la noche sacudiendo una cobija para taparse. En misa todo era peor. Cuando en el Salve los fieles decían a la Virgen “aquí suspiramos, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas”, yo pensaba que en un lugar no distante había gente dedicada a gemir y llorar sobre un lago que pronto se ensancharía como el Lago de Texcoco. ¿Por qué le importaría esto a la Virgen?, pensaba. Y por qué los adultos la informarían de esa catástrofe. Para mí los adultos eran capaces de hacer cosas extrañísimas, había que tener cuidado con ellos. Desde chica, me volví cauta con el lenguaje. Desde muy chica supe que en las palabras había gato encerrado.

​ La infancia es una torre de Babel pero es también el camino más próximo a la metáfora. En otro ensayo dije que en la ceguera de nuestras primeras lecturas hay implícita una forma de iluminación, y lo sostengo. Que “los límites que tan rígidamente imponemos al significado de una obra nos hacen perdernos del falso pero insustituible deslumbramiento de la primera experiencia, de ese momento adánico en que la palabra es un talismán y el mundo un recipiente donde caben todas nuestras fantasías”. Entender el significado del diccionario fue para mí la forma de arribar a la madurez, afirmé entonces, y lo sigo afirmando hoy. Y aunque leer es también un paulatino proceso de aprender a llamar al pan, pan y al vino, vino, algunas veces veo la conquista de esa cima como un edén perdido. Un edén que se recupera, sin embargo, cuando accedemos a la poesía.

​ Alfonso Reyes no pensaba de forma distinta. Porque para él la palabra adquiere su máxima dimensión en la poesía, y la poesía “es el baile del habla”, según nos dice.

​ Multifacética, misteriosa, iconoclasta. Inclasificable. Inaprensible, por encima de todo, así es la palabra poética. Como la vida. Reacia a tener un solo sentido, a andar por un solo camino, porque a cada minuto éste cambia y se escapa. “Si ya la vida es cosa que huye”, dice Reyes, “la poesía leve y alada es más inasible”, pues es espíritu y es soplo. La palabra poética es todo lo que querramos que sea, es remedio y es veneno. Poiesis: creación. Es todo menos lenguaje fijado. “Sea, pues, bienvenido el desajuste”, dice Reyes, “ese desajuste al cual debemos la poesía”.

​ Por lo tanto, “adiós formas fijas, adiós al engorro de que tal o cual locución extraña no puede decirse en nuestra lengua, adiós a los letrados que en su anhelo de fijar las formas, matan el lenguaje”. Sí: eso lo dijo Reyes siendo él tan letrado. Y añadió: “En la pronunciación vulgar descubro los movimientos del lenguaje, vivo, y en cada dislate […] persigo lo que podrá ser nuestra lengua culta del porvenir” (Curiosidades de coleccionista).

​ Esa es mi primera contradeclaración al mundo. El lenguaje es una criatura libre, viva, y va adonde quiere. Dice lo que quiere, habla como quiere. Y yo quiero asir al lenguaje para hablar de lo que ocurre o se oculta, de lo que existe o aún no ha nacido. El principio número uno de lo que escribo, piensa siempre: quiero asir al lenguaje sin apresarlo, dejándolo correr libre y ligero. Dejarlo habitar un espacio que muchas veces no es sólo el espacio de la lengua. También lo es del idioma. El espacio del lenguaje oral tan vasto y tan cambiante. Tan dispuesto a brincar siempre como una astuta liebre y a invadir el terreno en el que vas pasando por donde menos lo esperas. Por muchas razones, a veces me interesa que el lenguaje suene como suena aquí. Es decir, en el territorio inmenso de la lengua española pero al mismo tiempo en la específica región que habito, que habitamos, y que enriquece la lengua porque dota de una carga única a lo dicho por estas latitudes.

John William Waterhouse, _Penélope y los pretendientes_, 1912.John William Waterhouse, Penélope y los pretendientes, 1912.


II

En un acto descolonizador a priori, es decir, antes de que la palabra descolonizar se usara como moneda de cambio de todos los días, Alfonso Reyes aplaudió la actitud y la literatura de Juan Ruiz de Alarcón. “Alarcón… poseía el secreto de oponerse sin choque, de desviarse sin arrancarse y de negar sin ofender, que expresaba con su don humorístico” o con “una acción divertida mucho más que [con] una prédica moral”. Alarcón “pone en solfa toda la ampulosidad del honor y el valor y con sencillez da ejemplo de una virtud, un temple, una filosofía y de una capacidad de traspasar las nieblas de lo convencional” (ver “Letras de la Nueva España” y “Visión de Anáhuac”).

​ Y para librarse de las ataduras coloniales en la forma y usos de la lengua, Reyes apuntó que era indispensable acentuar o superar algunas características que como mexicanos nos identifican, sobre todo después del primer paso, el que más cuesta. Según sugiere Reyes, Alarcón lo que hizo para empezar fue “romper” las “malezas de prejuicios” después, “superar la capitis diminutio de ser un colonial” y, simultáneamente, superar la identidad de “criollo señorial, parsimonioso a lo provinciano y no habituado a la arisca realidad”.

​ Cualquiera diría que lo que quería Juan Ruiz y lo que aplaudía en él Alfonso Reyes está superadísimo. Que la dependencia cultural y política, que el prejuicio de la mentalidad colonial se quedó muy atrás con la literatura del boom y con la herencia de la literatura de José Agustín y el lenguaje de la onda. Que con Jorge Ibargüengoitia aprendimos a reírnos de nosotros mismos. Y que aprendimos a buscar otras estructuras para hablar de otras identidades a través de los recursos del cine adaptados a la literatura, de Manuel Puig a Luis Zapata y El vampiro de la colonia Roma.

​ Cualquiera creería, también, que las líneas iniciales de El libro vacío, de Josefina Vicens, hablan sólo de la lucha de José García contra la imposibilidad de escribir y no que es el lenguaje travestido de la mayor parte de nuestras autoras, salvo excepciones, hasta la segunda mitad del siglo XX, el que habla por boca de su personaje:

​ “Escribir me está vedado, y sin embargo lo necesito más que cualquier otra cosa en el mundo.”

​ Ésta podría ser la voz de Nellie Campobello, escritora mexicana y única mujer cronista de la Revolución Mexicana, quien enfrentó un constante silenciamiento y quien vivió relegada y al margen del reconocimiento literario de sus pares masculinos. Nellie vive hoy el fenómeno de morir y revivir en cada generación de lectoras que trata de insuflarle, de una vez por todas, vida.

​ Pero podría ser también la voz de Rosario Castellanos, quien experimentó discriminación y menosprecio de su entorno literario por ser mujer y escritora. Y por plantarse así, como mujer y escritora. Más aún, por denunciar el sitio subordinado de las mujeres en la sociedad mexicana. Por atreverse a hablar del cuerpo, su cuerpo, de la sexualidad, su sexualidad, del amor no correspondido, el suyo. Es decir, de temas tabú en los años cincuenta. Por ello, autores como José Joaquín Blanco y otros calificaron las Cartas a Ricardo como “plañideras”. Rosario es autora de “Lamentación de Dido”, uno de los poemas más grandes de nuestra lengua, que sin embargo no mereció el elogio de los poetas consagrados.

​ Pero la voz de José García podría ser también la voz de Margarita Dalton, escritora me­xicana a quien el marido le aventó la máquina de escribir por la ventana en un acto de gran hostilidad contra su deseo de dedicarse a la escritura.

​ O la de Enriqueta Ochoa, quien escondía sus escritos enterrándolos en el jardín de su casa para protegerlos de la desaprobación de su marido y evitar que él los rompiera.

​ O la de Hilma Contreras, escritora dominicana que se vestía de hombre en pleno siglo XX y guardó por años sus escritos en la gaveta número cuatro de su escritorio.

​ Leer implica un acto travestista. Nunca al leer El Quijote he sido Aldonza Lorenzo lo mismo que nunca al leer Metamorfosis he sido alguna de las hermanas insidiosas. Yo soy la criatura que tras una noche de sueños intranquilos ya vuelta escarabajo sólo piensa en llegar al trabajo y seguir la vida de todos los días.

​ Josefina Vicens se vestía de torero, y lo disfrutaba muchísimo. Disfrutaba mostrar esa foto y ver la perplejidad del sujeto sorprendido.

Josefina Vicens, _El libro vacío_, Los años falsos, Tránsito, España, 2023.Josefina Vicens, El libro vacío, Los años falsos, Tránsito, España, 2023.


III

Me interesa la Historia con altas y con minúsculas, me interesa el chiste, el chisme, la historia oral. Me interesan los cuentos en sus dos acepciones: de cotilleo o de anécdota. Me interesan los mitos que son una forma elaborada del cuento.

​ Hay cuentos que nos hemos contado entre todos. Y este asunto, el hecho de que por toda la Tierra se hayan esparcido distintas versiones y una serie de valores contenidos en los cuentos, a Reyes lo intrigaba. ¿Por qué debemos ser escépticos? Reyes cita la fábula de la lechera por la cual todos sabemos que no hay que pecar de optimistas de antemano, y al citar el estudio de Max Müller sobre la emigración de las fábulas, Reyes también habla de ese chiste generalizado que dicta que quien no se casa, se arrepentirá de vivir soltero, y el que se casa, de vivir casado. “Esto no tiene que ver con la cultura griega”, decía Reyes, y sin embargo, añade, “ese chiste lo decía ya Sócrates según testimonio de Diógenes Laercio”. La humanidad convive y se mezcla hace muchos siglos a través de sus fábulas. Y Reyes fue, sobre todo, un fabulador y un recolector de fábulas.

​ Tal vez sea él mismo el más grande fabulador de la primera mitad del siglo XX en México. Su fábula más grande y exquisita fue la que hizo jugando y mezclando todo el conocimiento que tuvo a mano: de la cultura helénica a los enciclopedistas y de ahí a la modernidad. Como una Wikipedia precoz, un buscador de Google mucho antes de que soñáramos que esto existiría y que el conocimiento cruzado sería la nueva y futura forma de escribir, Reyes fue de la alta cultura a “ese género deleitoso… que tan bien retrata la palpitante e interesantísima vida cotidiana… género que apenas requiere un poco de buen humor para apuntar todos los días las insignificancias que inventamos”, como escribe en “Horas áticas de la ciudad”.

​ La espléndida antología de Alfonso Reyes preparada y prologada por Jesús Silva-Herzog Márquez y titulada de forma insuperable La cosa boba, es un homenaje a la “prosa distraída” de Reyes, que Jesús considera “la expresión más acabada del genio literario de Alfonso Reyes”. Y tiene razón.

​ ¿De qué no escribió Reyes? Escribió de la sonrisa, del correo, del caos doméstico, de los cuadernos de notas, de la piel, de las bomboneras, de la champaña, de los momentos Kodak, de la “comititis” (es decir, de ese afán de de querer referirlo todo a comités), de los objetos moscas (esos que se nos pegan sin que lo querramos), de la basura.

Los Caballeros de la Basura, escoba en ristre, desfilan al son de una campanita, como el Viático en España, acompañando ese monumento, ese carro alegórico donde van juntando los desperdicios de la ciudad. […] Por la basura se deshace el mundo y se vuelve a hacer. La inmensa Penélope teje y desteje su velo de átomos, polvo de la Creación.

​ Reyes escribió sobre Gabriela Mistral y Alfonsina Storni. Y terminó de preparar la compilación de la obra de Sor Juana (que empezó Nervo) ¿qué habría pensado del estallido actual de la gran literatura escrita por mujeres?

Nellie Campobello, _Las manos de mamá_, Grijalbo, México, 1997.Nellie Campobello, Las manos de mamá, Grijalbo, México, 1997.


IV

Me interesa escribir la historia del poder. Y para conocerlo, es necesario acudir siempre a la historia de la literatura y al lenguaje.

​ Mary Beard, en su libro Mujeres y poder. Un manifiesto habla de esa herencia occidental que supone que el discurso público pertenece exclusivamente a los hombres y fuera de este campo lo que existe es mala oratoria (o mala literatura), como añade Rosa Lyn Martínez. En literatura, las mujeres se pueden quejar si están desfallecientes. Es decir, si están siendo torturadas, a punto de morir o muertas, incluso, pueden hablar. Desde el más allá pueden hablar. Pero en la gran mayoría de ejemplos literarios las mujeres están obligadas a callar. Y las que no se callan, las callan. De manera ejemplar, Beard cita el caso de Telémaco, mandando callar a su madre, Penélope.

​ Para tener un breve panorama del ejercicio del poder que se ha infligido a través de la representación, bástenos por hoy acudir a los refranes, esos pequeños agujeros negros que condensan la potencia de un ideario que ha operado por siglos.

​ He aquí unas joyas recogidas de la biblioteca Cervantes. Procedamos a su definición. Para empezar, todas las mujeres son parlanchinas:

​ “Ni al perro que mear ni a la mujer que hablar, nunca les ha de faltar.” ​ “La cabra, donde nace, la oveja, donde pase, y la mujer, donde hable.” ​ “Truchas y mujeres, por la boca se pierden.”

​ Las mujeres son también celosas, avarientas, caprichosas, melindrosas, mudables todas ellas y como todas son así sin excepción son también fácilmente clasificables y por tanto, controlables.

​ Los procesos de escolarización de las mujeres, que se vuelven más generales a partir del siglo XIX en Europa y América Latina, producen en literatura una escalada de epítetos e imágenes que hablan del terror de los hombres ante este fenómeno; así, las mujeres escolarizadas en literatura eran masculinizadas, deserotizadas, mandonas, viriles, bigotonas. Si tenían autoridad, no tenían juventud. Si tenían inteligencia, carecían de sentido del humor. Si una mujer es convencional, es tonta, pero si es controvertida, es estúpida: no tiene sentido común. Tarada, insensata, impertinente, puta. No es lo que una mujer diga lo que provoca el insulto, sino el hecho de que diga lo que está diciendo. Que no se calle. En muchos países y muchos ámbitos ésta sigue siendo la norma. Ya sabemos hasta dónde ha escalado el enojo fuera de los libros, en la vida.

​ Pero una cosa es matarlas en la realidad y otra distinta en la ficción.

​ En literatura, la cuestión hasta hace poco era menos truculenta, más sencilla. Para callar a una mujer bastaba con enamorarla, con convertirla en la Amada inmóvil. En el objeto de deseo. “Me gustas cuando callas porque estás como ausente.” Hoy varios memes del movimiento #MeToo dicen “Neruda: cállate tú”. Pero estar calladita era apetecible, era sexy. Calladita y ronroneando como gato manso. Calladita y cosiendo o bordando, como en las pinturas del XIX, y esperando al marido, como en os cromos y anuncios de los años 50 del siglo XX. Calladita y a la escucha, La prudencia en la mujer. Calladita y a la espera, con todo limpio y en orden, El ángel del hogar. Calladita te ves más bonita. ​ “Donde hay barbas, callen faldas.” Zas. ​ Además de parlanchinas en el imaginario global, las mujeres son chismosas. ​ “Nunca hombre sabio y discreto revela a la mujer un secreto.” ​ “Secreto confiado a mujer, por muchos se ha de saber.” ​ Pero si tienen algo que decir, generalmente será una tontería: “Mujer, en opinión tiene mal son”. ​ Y encima de todo, son mentirosas. “La mujer y la mentira nacieron el mismo día.” ​ “La mujer, como el vino, engañan al más fino.”

​ Y no hay manera de responder al ideal, porque en términos generales lo que es impertinente es el hecho mismo de ser mujer: “La mujer, si gorda, es boba; si flaca, bellaca”.

​ Pero si una mujer logra descollar, es causa de absoluta sospecha: “Cuando la mujer es famosa, casi siempre lo es por mala cosa.”

​ Cómo no se iba a extender la idea de que había que mantenerlas a raya, sometidas y sojuzgadas, y cuando esto no fue ya posible, cómo no iba a escalar la apabullante y generalizada violencia hacia las mujeres que empezaron a ocupar los cargos convencionalmente ocupados por los hombres. Con este imaginario taladrando el inconsciente de generaciones por años, ¿cómo se podía tener una experiencia desprejuiciada, directa de las identidades posibles, diferenciadas, y de las relaciones entre los sexos? ​ “¿En qué se parecen la mula y la mujer? En que una buena paliza las hace obedecer.” ​ “Con la mujer, ojo alerta, mientras no la vieres muerta.”

​ Una de las lecciones más arduas para las propias mujeres fue entender que un nuevo imaginario se elabora hoy con las muchas y diferentes voces que ellas construyen. Que volver al asunto de la masa indiferenciada es estar en el centro del problema, seguir el juego del poder vicario. Que decir mujer es decir muy poco. No es lo mismo ser una mujer que pudo acceder a la universidad, que ser una mujer que se gana la vida vendiendo lo que puede para mantener a varios hijos, que ser una madre buscadora, o ser una niña de la sierra de Guerrero o de Oaxaca, donde se vende a las niñas y si no tienen estudios, valen más, pero si tienen estudios, valen menos. Por eso y por otras razones, la educación en las mujeres es un caso de vida o muerte. La construcción de otro imaginario donde la herencia patriarcal sea apenas el punto de partida para hacer una contradeclaración al mundo es, diría yo, indispensable y urgente. Hay que acercarse a las autoras sin caer en la simplicidad de siglos que han querido reducirlas a una masa anónima. Menciono algunas de las autoras del norte a las que hay que acudir: Nellie Campobello, Minerva Margarita Villarreal, Patricia Laurent Kullick, Ana Laura Santamarina, María de Alba Levy, Gabriela Riveros, Orfa Alarcón, Cristina Rivera Garza.

​ Como si fueran esos paquetes que vienen del gabacho y dicen “handle with care” así hay que acercarse a ellas. Se los digo desde ahora: parecen mansas, no lo son. Cuidado: en sus palabras hay gato encerrado.

Conferencia pronunciada en la entrega del Premio Internacional Nuevo León Alfonso Reyes 2024.

Imgen de portada: John William Waterhouse, Penélope y los pretendientes, 1912.