Tuve la fortuna de que Martha Donís nos leyera, antes de dormir a mi hermano Daniel y a mí (que aún no sabíamos leer), el Diario de Giovanni Papini a la par que a Alexandre Dumas. Así, llegué al enamoramiento por la literatura (sobre todo a partir de otro diario, el de André Gide) sin saber que los cuadernos íntimos de un escritor, fueran de trabajo o no, se convertirían en materiales decisivos para la literatura del siglo XX. “Lo fragmentario”, en cierto sentido, se remonta a Petrarca y sus Cartas familiares y seniles, y se convirtió —gracias a los abogados de “la escritura” y sus derivaciones, con los Roland Barthes y los Jacques Derrida—, en algo más importante que la execrada “totalidad novelesca”. A esta superstición, me parece, contribuyó involuntariamente Paul Valéry.
Importaban más los borradores, las notas o los inéditos abandonados de un autor que sus obras publicadas. Había más “poesía y verdad” en la papelera que en las vitrinas de las librerías o en los estanques de las bibliotecas. Ese gusto lo acabó de estimular la buena fama que cobró el aforismo en la centuria pasada, gracias, sobre todo, al imperio de E. M. Cioran, quien provocó la reedición de toda clase de máximas y sentencias (francesas) del Gran Siglo.
Así que, educado por mi época, entre una novela y el taller que la confeccionó, tengo que frenarme al escoger el segundo, aunque una vez que cumplo el pesaroso trance de leer la manufactura que compré, me lanzo entusiasta hacia la obra negra, si la hay. Para darme a entender: no soy de buen comer: sopas, ensaladas y platos fuertes me los trago rapidito para llegar al postre (soy dulcero) y al café (y antes al cigarro, al café y al anís, pero ésa es otra historia). Siendo las cosas de esa manera, consumo muchos diarios literarios y sucedáneos, como el muy notable que acaba de aparecer en Chile de Francisco Díaz Klaassen (Santiago, 1984), titulado Mínimas (Alfaguara, 2023) en contraposición a las Máximas, se entiende.
Este diario de trabajo literario y prontuario de lector, esencialmente, está escrito al amparo de los, en buena parte cifrados y descifrados, Journaux intimes de Benjamin Constant (1767–1830). El político y escritor de origen suizo y de relevante participación en la caída de Napoleón Bonaparte, es recordado sobre todo por haber sido amante de Madame de Staël, una mujer de letras absolutamente esencial. Díaz Klaassen adora al Casanova escritor (y rompe lanzas contra quienes se han atrevido a presentarlo como un memorialista confinado y aburrido), gusta de G. K. Chesterton (a estas alturas yo prefiero, sobre él, a sus comentaristas y no tomaría el té con el padre Brown); junto con el escritor británico, Adolfo Bioy Casares es, a su entender, uno de los pocos escritores en español que sabe de amor. Se atreve a perorar contra Sergio Pitol, no por nada personal, sino porque desconfía de los escritores viajeros: “Kafka, que no se mueve [Salvo por amor… y para morir], sería bajo esta perspectiva el escritor definitivo, el más valiente”.
Pareciera Díaz Klaassen descendiente de piratas, buen lector de Cyril Connolly (a quien me parece no cita); le preocupan las enfermedades morales del escritor, el saber si Montaigne fue valiente o si Shakespeare era de ideas profundas, o cómo debemos calificar los silencios de Juan Rulfo o del doctor Johnson —si como holgazanes o como hipócritas—. Hay, además, en Mínimas, opiniones punzantes sobre la crítica: “una redundancia que depende de una segunda afinidad: la que sintamos (o no) por quien la firma”. Va más lejos: “lo que se está escribiendo ahora y lo que se va a escribir mañana, ya está, en cierto sentido, superado. Y que tan ridículo resulta decir que algo ya se hizo antes como decir que no se ha hecho nunca”. Y nos pone en nuestro lugar: “Si el mundo no lo cambian los libros, ¿cómo va a cambiarlo lo que se dice de ellos?”
Díaz Klaassen ejerce, me parece, una variedad de crítica práctica (para él los escritores se dividen en diacrónicos y sincrónicos) y le interesa la sociología de la percepción, a la alemana: frente a la obsesión francesa por el texto aislado, como una isla desierta, debe contraponerse la importancia del lector, de cómo se lee, a qué velocidad. Por cierto, yo que he estudiado a los postestructuralistas, los encuentro rebatidos hace rato por Schlegel, que afirma que las suyas son “ideas tomadas por realidades y series de palabras tomadas como cosas”, según me entero gracias a la oportuna cita fijada en la página 29 de Mínimas.
Es una delicia seguir a Díaz Klaassen, a quien su propia literatura nacional le importa poco —lo cual es siempre un gesto de distinción—, y solo se ocupa de los escritores importantes, esos que es de buen gusto sobajar, como Roberto Bolaño (en Mínimas se busca qué angustias lo influyeron y señala como responsables a Jerzy Andrzejewski y a Kurt Vonnegut) y Jorge Edwards (“sus obras de madurez están mucho mejor logradas que otras que por alguna razón son consideradas más capitales”). Su admirador, empero, lo regaña: Edwards nunca debió de ocuparse, en su literatura, de Chile. Ese país sale sobrando, en general, en su obra, sugiere Díaz Klaassen.
Podría terminar esta nota citando y citando al escritor chileno y acabar por preguntarme si sus novelas y cuentos, que no he leído, están a la altura de Mínimas. Puede que sí, puede que no. Los diarios de Thomas Mann son una monserga, los de Alfonso Reyes resultaron menos peores de lo que amenazaban ser y, al contrario, prefiero los Cuadernos de un escritor, de W. S. Maugham, que su obra de ficción, tan célebre como fue. Muy instructivos, sobre todo para la gente de teatro, son los Diarios de Bertolt Brecht, llenos de técnica, aunque dan una imagen tristísima de la persona. Este 2024 habré de enfrentarme a la nueva edición de los Diarios de Franz Kafka (cuyo centenario fúnebre se cumple en junio), que al parecer amenazan con liquidar la reputación de Max Brod, su albacea.
En fin, Díaz Klaassen admira casi a los mismos escritores que yo y se pregunta, como también lo hice hace poco, cómo fue que regresó al paraíso de los inmortales Stefan Zweig. Baudeleriano, el autor de Mínimas no se compadece de la popularidad mediática de los escritores: nadie está más solo que en medio de la multitud, llamada por Díaz Klaassen, educadamente, “la opinión pública”. Zweig regresó porque era un buen escritor y la multitud que compraba sus libros murió. Los libros permanecieron y nos esperaron. Clasicismo.
Pero la contribución más hermosa que Mínimas me ha dado es su línea de precedencia en la lectura; “los circuitos propios”, los llama. Uno de los suyos es “Bioy–Constant–Schnitzler–Casanova”. Otro: “Vargas Llosa–Onetti–Faulkner–Enoc–Milyunanoches”. He imaginado varios míos las últimas semanas antes de dormir. Pero ofrezco solo un par: Vargas Llosa (leí muy chico Historia de un deicidio) me dio al mismo tiempo a 1) García Márquez y a 2) Flaubert. El primer recorrido fue, después de GGM, Rulfo–Halldór Laxness–Georg Brandes–Léon Chestov–Shakespeare. El segundo, Vargas Llosa–Flaubert–Stendhal–Balzac–Barthes–Racine. En mi caso de crítico un famoso contemporáneo me lleva a un clásico decimonónico, y luego a un crítico literario y después a otro clásico, pero de la modernidad temprana.
Yo no había leído bien a Juan José Saer.1 No me faltaban libros suyos, algunos regalados por Hugo Gola, otros comprados con cierta culpa en Buenos Aires y pospuestos desde que leí Mínimas. Ahora procuro no hacer otra cosa que leer a Saer. Así que (Gola)–Díaz Klaassen–Saer–Walsh–Sarlo–Ariosto.
Muchas gracias, Francisco Díaz Klaassen, por Mínimas. (Uno de los mejores libros de 2023, en español, como lo dije hace un par de meses cuando me preguntaron.)
Alfaguara, Santiago de Chile, 2023
Imagen de portada: Lucian Freud, Reflejo con dos niños (autorretrato), 1965. Museo Nacional Thyssen-Bornemisza
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Por cierto, en cuanto a la conocida francofobia de Borges o “alergia gálica” como la llamaba Vittorio Alfieri, Díaz Klaassen y Saer (Una literatura sin atributos, 1988 y 1996) abren un tema vastísimo en que creo que Borges queda mejor parado de lo que consideran su lector chileno y su lector argentino. ↩